Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 26 de agosto de 2017

NO TE OLVIDES DE QUITAR EL PLÁSTICO A ESTE CUENTO DE TERROR






Calor.

Busco, o tal vez codicio, un alivio para el calor.

La casa.



Abrigado por las sombras, por esa visible tiniebla de un poema de Borges, entre el cielo y el infierno, con Milton, o éste con aquel, conmigo, o… De acuerdo, corrijo, todavía estoy a tiempo, pues ese primer adjetivo queda bastante chirriante, invernal, ahora soporífero, incómodo,… metáforas aparte, lo retiro. Más bien, o preciso, inadecuados los abrigos a lo que sería la búsqueda, o el deseo y encuentro con un frescor bienaventurado y debido a los insoportables sofocos por esta insólita y despiadada inclemencia estival, conforme a unos prolegómenos que no auguraban nada bueno, o aguantable, el imperio absoluto del infierno en la tierra; más en estas sobremesas en las que tiempo se suspende para caer sobre los hombros con todo el peso de las rutinas, la gravedad de los vacíos, los de las posibilidades que se dejan para después, del pusilánime hastío por hacer que no suceda nada. Exteriores yertos, tácitos y cansados. Silencios y modorras. Duelos en el exterior mudo. Y así borro abrigado y escribo amparado, amparado por las sombras, acaso, acogido por una obscuridad intestina, propiciada por la fuga de las casonas al sol directo, tan obstinado, en las horas inclementes, las horas desesperadas. Sencillo. Lógico.



Amparado por las sombras.

No era noche, medio día, relumbrante y tórrido, pero ambicionaba el consuelo de la noche. Un remedo.


El cuarto de la casa.


Entré casi con devoción en el cuarto oscuro, o allí estuve en todo momento o desde que… con la ventana cerrada, siempre está cerrada, la familiar persiana de lamas de plástico, verdes y amarilleadas en su lucha contra el porfiado sol y la antigüedad, con su miríada de achinados ojos en rectilíneo desfile, quietos, por los que el exterior fisgoneaba la intimidad de esta habitación rebelde, inconformista al mando de la canícula, la soga fláccida y deshilachada, la que no se mueve, desleída, como una fina lengua, sedienta, adentro las gruesas cortinas ya de cartón sin pliegues ni oscilaciones, recogidas por debajo en muñones de unas mortajas para el fin de ciertas memorias, recorridas por silenciosas arañas, las que tejían los ecos pasados del chirriar de los enmohecidos goznes de una puerta que no se cierra, de los crujidos de los muelles de la cama, sensuales alguna vez, impasibles y enfermos la mayoría, las que entretejían con unos imperceptibles hilos de plata, idénticos con los que el universo local ayudaba en los trazos de la malla del destino, la exhumación de su discurrir en los retornos, del corroer de la carcoma en el aparatoso y desvencijado armario, de algunos ratones experimentados, indescifrables los rumores de unos desconchones aferrados a las viejas paredes de cal y recuerdos, o el susurro de una humedad agonizante por su hedor alcanforado, como esos espacios cerrados donde los ancianos, precisamente allí, se entregaban con descuido al otro lado o a un descanso implorado, también este que lo fue y será en otra ruina circular del tiempo; o la escasa ventilación de una habitación subterránea, olvidada, temida, clausurada por un dictamen desconocido, cementerio de cosas borradas, de usos jubilados, vivencias inventariadas, amontonadas, y henchida de negros presagios; notados en espelucos irrefrenables, inéditos, serpenteantes, de remembranzas escalofriantes, memorias de muertos o de apariciones fantasmales que jamás se vieron o invariablemente se temieron, implorando comodidad, no sosiego, la caricia de una grata temperatura, no un desahogo físico y también psíquico. Frescura la de las casas antiguas. Las casas antiguas de los pueblos. Entré en el cuarto con una batería de pensamientos por desarrollar, de sueños o reminiscencias gratas por colorear, o solo con una forma inasible de evasión en un frescor narcotizado. La sensación que fue efímera, la que tenía que ser duradera, para la que no transcurriera el tiempo o el amago inflexible por sentirlo.


“los colores y líneas del pasado
definirán en la tiniebla un rostro
durmiente, inmóvil, fiel, inalterable
(tal vez el de la amada, quizá el tuyo)
y la contemplación de ese inmediato
rostro incesante, intacto, incorruptible,
será para los réprobos, Infierno;
para los elegidos, Paraíso.


Silencio.

Oscuridad.

El delineo de la luz cerosa en código morse, imprimido en los huecos de las baldas de la persiana, aquel desfile de ojos achinados.



Y entonces se desplomó un fresco que se hizo mayor, helado, espeluznante, tanto que veía, veíamos, un blanquecino hálito como una frágil barrera, sutil, el que nos separaba y a los dos pertenecía. Nuestro aliento, ¿o sólo el de él?, de susto.



Antes, en la pesada penumbra, sólida, incluso moviente, plegada y desplegada por fuerzas incognoscibles, nos encontramos de improviso, pasmosamente, no nos oímos, ni siquiera nos entrevimos, no sabíamos la presencia de uno y otro, los dos, yo y aquel muñecote grande de sonrisa perpetua y de atónitos pestañeos. La película de sudor que al momento recorrió mi piel pareció solidificarse como la cera de una vela encendida, en una plasta de plásticos fundidos, derretidos. Un gemido de susto, uno solo. Un atormentado y alocado golpeteo del corazón, uno solo. Y un frío punzante, interior, que trajo la sorpresa, o el terror por la sorpresa, del encuentro inesperado que imponía cautelas, distancias, los cinco sentidos en alerta, o la merma de los míos, en un tiempo que estiraba su sufrimiento con persistencia, y a cómo el temor dilataba la resistencia de su expresión facial violentada, de los espasmos musculares, incontrolables. Solo el pánico devolvía tersura, juventud, a la historia de las arrugas en los rostros castigados por los tiempos y las emociones.



Los dos.

Entrambos, la sorpresa.

Luego, el terror.



Imaginé, tras su rostro emboscado de tiniebla, el asombro encaramado a una tensa mueca de susto, de ojos paralizados, desorbitados, una secuencia de pesadilla, de torturas y catástrofes, en la crueldad de un tópico hecho realidad y desenterrado de las barbaridades acaecidas y experimentadas y visionadas en los géneros de terror: en la tele, el papel de una novela, en una confesión a la lumbre y en la noche, una confidencia al oído que hacía poner los vellos como escarpias; en las eternidades frente al televisor, las que en estos instantes temblones evoco para justificar su causa, su agitación, el armatoste primero en blanco y negro, luego en color, pendiente de su iluminada ventana en las más insospechadas posiciones cuando los juegos, o el aburrimiento, ponían fin a sus quimeras: boca arriba, boca abajo, ladeado… desparramado en el sofá, incluso en la mesa, o casi siempre en el suelo. Veía. Veía muy quieto. Boquiabierto. Abiertos los ojos sin pestañeos, cerrados en horizontalidades fastidiosas. Veía las tenebrosas escenas en la pantalla de las películas de terror, mis favoritas; las de espantos, decían los mayores, los que apenas dormían en la cama de al lado, en la habitación de soledad que ahora se convertía en espacio de pavura al encontrarnos los dos de sopetón, otra vez y cuando ya creía que jamás le vería, hacía tantos años…



El encuentro, o el reconocimiento,
tantos años después.

¿Ahora?

¿Definitivamente ahora?



No sabía de él desde niño, supongo que él tenía la misma sensación, el mismo pasmo, en esta forzada vuelta atrás, a la infancia. Yo seguía sin entender la contingencia para estas fantasías, más que nada porque en ese ayer no creía haber jugado con él, jamás, con las niñas sí, evidente. Pero ahí estaban, las fantasías, fantasías concertadas por el terror. Las dudas. Ignoraba si regresaban, con él, las explícitas angustias del pasado. Miedo. La primera impresión había sido de miedo. La primera y un desarrollo que, no sé para él, auguraba el dominio de un mayor miedo. A continuación ensayaba de nuevo a justificar la causa, su agitación: La atracción lúgubre de la genética, sufrida, la del lado oscuro o de la doblez existencial, la sugestión del sobresalto, la sobrevenida en sucesos arrancados por una brutal curiosidad e indiferencia: como primero desentrañar las entrañas de bombillas y circuitos de la radio del abuelo, del vídeo, de la primera consola de juegos, hasta curiosidades sin menoscabos ni arrepentimientos, sin piedad ni razón, como las ingenuas disecciones a las hormigas, a las avispas, a las lagartijas, ranas, y osados en unos gatos, jóvenes y sumisos, abiertos en canal, con sus vísceras desparramadas entre sangres y fluidos que coloreaban los plomos de la roca, del poyete. Como los de otros muñecos amputados… destrozados.



La imaginación comenzó con su recreo, a divertirse con la seducción por cierta dimensión truculenta, a hilar este cuento de terror.



La imaginación, destructiva en un verano con mucho aburrimiento, con muchas posibilidades para lo imposible, para hacer más blanca la nada, la aquietada uniformidad hasta la llegada de una noche que tenía que acontecer sorprendente, bochornosa de fábulas: De asesinos en serie, vampiros, licántropos, metamórficos, payasos asesinos… de muñecos diabólicos. Imaginé, pronto, tras el breve paréntesis de nuestro asombro inicial, desesperadamente fugaz, como él se arrojaba contra mí, atrapándome… apretándome. El recelo. El espanto. Recordé, al igual que la poesía anterior del glorioso autor argentino, en un tiempo donde jugaba, o jugaban conmigo, en un lugar donde había libros y en los que, a hurtadillas, sin ser visto, en las páginas francas, en los libros abiertos sobre la mesa, a mi lado, en el brazo de un sillón, en el alféizar de una ventana a la que ya la memoria difumina si irreal o verdadera, leía párrafos aleatorios, de géneros aleatorios, de literaturas al gusto de otros, y ahora me acuerdo de haber leído una vez, nunca supe que lo escribió Juan Rulfo, unas frases que en estos momentos reunían toda la extensión de mi desasosiego: “Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo...



Cualquier tiempo pasado nunca fue mejor.

Por lo perdido, por el miedo.



El miedo tan real, tan promisorio, que ya me hacía sentir el dolor por mis brazos descoyuntados, mis piernas separadas con violencia de su articulación forzada, los ojos vaciados, uno y luego otro, los pelos arrancados, y las pestañas, o los trazos ominosos de un rotulador que trazaba indelebles bigotes en mi tersa fisonomía, infringiéndome la vergüenza, la ignominia de mis ropas desgarradas por una fuerza feroz, dejándome en una desnudez quebradiza y afligida. Apuñalado, vaciado. Humillado. Destrozado. Muerto.



Olvido.



No podía cerrar los ojos. En estos momentos no me resultarían fastidiosas las horizontalidades donde caía laso, sino aletargantes, enajenadas. Esperé. Al fin y al cabo era un muñeco, un simple muñeco al que la mirada de diabólico la dictaba, la imponía esta atmósfera intrigante, la ficción, e inofensiva si aplicaba el sentido común y por muy poderosa la atrocidad con la que, atractivamente, se revistiera. Esperé, sonriente…



Esperé… no, no esperé nada, solo a los funestos designios dispersos por mis presunciones, de acuerdo en que éstos, a pesar de su sorprendente y apesadumbrada aglomeración, sin visos de realidad y de no ser a la moldeada por una imaginación perversa, y con todo doloridamente presente, certera; depositando el escaso ímpetu de una socorrida confianza en un escenario, en una reunión que tenía que ser solo tierna, infantil, inocua, incluso nostálgica, y máxime la que en ningún momento fuese peligrosa, mortal o rota. El encuentro que reunía al hombre y al muñeco, al niño y a su resignado compañero de aventuras, aunque no creyera compartir juegos con él de no ser algunos, que los hubo, y sádicos, horribles. La nostalgia noble y amada. En consecuencia, en la espera de un suspiro que quiso ser de alivio y resultó desencajado, miré espantado como él, aligerado de la contumaz sorpresa en su faz tensa, pintada aún con la palidez del susto, esbozaba una sonrisa artera, maléfica, en una curva de sus labios techados de oscuridad, indolente, pero determinada, y la que reunía todo el averno de su intención, de resucitar un pasado avieso y travieso, de una broma cruel, e imperdonable. Suposiciones que comenzaron a cumplirse. La crudeza de las evocaciones, de los terrores infantiles, por su fascinación inédita, de fisgoneos monstruosos, los de los insectos, de las lagartijas, de algunos gatos… destripados. En aquel momento supe que iba a morir.



Huir.



Quise huir, rápido, pero no podía, me era imposible hacerlo, y él, el hombre, quien firma abajo este relato, no tenía buenas intenciones hacia conmigo,
con el amable muñeco de un tiempo perdido.



© F.J. Calvente.



(Si quieres descargarte el cuento en pdf, aquí: https://drive.google.com/file/d/0B7Wg5z7kVgC4QlBBamR5UVV1MVk/view?usp=sharing)


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