Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



viernes, 24 de noviembre de 2017

PRUEBA A PINTAR DE OTOÑO ALGO INESPERADO.



Existen lugares, espacios urbanos, que en determinados momentos trascienden de su insípida indiferencia, de sus funcionales olvidos,  para mostrar al observador consciente, al soñador atento, o al aventurero curioso por los colores inapreciables de las rutinas,  una ventana a lo fantástico,  a lo emocionante, que sea mágica o no depende del grado de sensibilidad y sed del que vea, sorprendido se detenga, y admire más allá de lo meridiano; de quien respire con inusitada hondura una esencia única,  disimulada tras la sugerencia de los primeros fuegos reconfortantes en los hogares, y luego beba del embrujo insospechado hasta saciar su necesidad tal vez de espiritualidad o de transitar por esos márgenes en los que hubo momentos donde se tenía el convencimiento de que los sueños se fraguaban solo para ser realizados, de concretarlos, de pergeñar cercanías y no eternidades volátiles y disuasorias. Serán estos siempre los mismos lugares, acaso por los que pasamos a diario y no sucede nada, o nada sucederá que fracture la normalidad o un accidente de lo acostumbrado. Los mismos lugares,... o a que dentro de estos se abran, se desdoblen atajos, una variación insólita,  esquiva o decidida, una vuelta a la esquina, entrar en un patio, un zaguán iluminado, una alternativa u otra posibilidad extraordinaria en lo uniforme, consuetudinario: tirar la basura como sucedió en mi caso, fumar un cigarrillo y abstraerse en las volutas de humo, la suerte al volver del trabajo, del colegio o del bar o de una reunión o de un paseo por deporte,  desahogo o por huir hasta de uno mismo y entonces encontrarse. Los mismos lugares que mudan en otros y porque serán distintas las miradas que los desnuden, los despojen del peso de ayer que será igual mañana; acaso con un entrecerrar los párpados por un asombro delicado, con un ansia imprevista de apreciar la vida o de experimentar la existencia de una manera diferente, no excluyente, no dañina, nada oscura, a la cotidiana o común, junto con los demás o solos con otros muchos, vagando en las tablas rasas de las costumbres o de la resignación en sus inercias y conforme a lo adoptado o a lo socialmente correcto y admitido. No puede negarse cierta frustración, así de egoístas, de impostados son los prejuicios colectivos, por esa sensación del tiempo perdido o de no haber escrito el relato del propio destino, de ser otro en aquel, otros, y por someter, acallar los lastimosos ruegos, tan inanes ya, para tenerlos, tenernos en cuenta. Y sin embargo todo se desvanece en ese instante, inopinado y fascinante, todo alcanza su significado, cuando cerramos los ojos para ver con el corazón, o cuando este y los demás sentidos varían,  intercambiándose sus cualidades y matices. Magia. Fantasía. No importa el lugar o el contexto. No importa que sea en este callejón ignorado del Barrio San Francisco de Ronda, no importa cuál su adscripción o nominativo, si calle Amanecer o Lucero, ni su reminiscencia luciferina, paradójicamente tras las altas y sobrias espaldas del propio convento de las Franciscanas. Ni que su acontecer sea en la noche, en la noche tersa y profunda, la que debe y es fría, la que es y será silenciosa, o bien la que acapara en sus rumores los secretos resueltos del universo. No importa dónde, solo el porqué, o a lo mejor incluso sobran o saltan los porqués para únicamente dar cabida a un sentir absoluto. La sobrecogedora emoción. La sensación etérea y desgarradora. La necesidad, mi necesidad, de pintar de otoño su espacio, de pintar de otoño el nácar de sus paredes, las piedras o el cemento con un húmedo barniz de las hojas ocres en un lecho de hojarasca y apretujadas melancolías. Las dos lucernas o los dos guiños de afiladas aristas, cómplices para deshacer el tiempo y otras grises trabas o sujeciones. Esta es la instantánea. Este es el testimonio de que hay otra manera de existir en la propia existencia. Así, de encontrarte o reflejarte ante algo inesperado, algo que te remueva por dentro, prueba como yo a pintarlo de otoño. 

(C) F.J. CALVENTE. 

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