Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



jueves, 7 de diciembre de 2017

AL OTRO LADO...


Oscuridad. Miedo. Tienes miedo. Monstruos. Tienes miedo a la aparición del monstruo, el que te pertenece y domina, como los monstruos de André Gide, los que justifican el temor que tienes de ellos. Monstruos, tan tuyos, pero tan lejanos en su disfraz impostado, granulado de una inseguridad que te hace seguro en ellos. Eres tú el monstruo, la bestia en que te conviertes por los propios y según qué recónditos miedos. Los miedos de la incertidumbre. Los miedos que se nutren de la resignación por las cosas simples, las mensurables, fáciles e indiferentes, rendido a sus dictados, a lo moldeado por lo ajeno. Tus miedos, los que te hacen ser el más temible monstruo, el más despiadado, el adverso. En el espejo roto para tus imágenes y recuerdos distorsionados. Mira. Respira. Sufre. Siente. No es el miedo a la oscuridad, no, es el miedo a traspasar la puerta apenas abierta, la ráfaga de luz que te guía a la improvisación, al desafio de la calle, de esa San Francisco de Asís o como puede ser cualquier otra calle o trasunto externo. Acaso en la búsqueda de unas respuestas necesarias y siempre postergadas porque tienes miedo a las decisiones, a los cambios, a los sacrificios de la realidad o la apatía por la inconsciencia. El trayecto oscuro. Las escaleras oscuras que despiertan el miedo. El miedo por el monstruo que llevas dentro. El monstruo en el que escondes la luz que no quieres ver, ya que te ciega en su paradoja siniestra. El miedo que despierta al monstruo, o cuando éste jamás ha estado dormido, tal vez agazapado, ni siquiera ausente. La puerta entreabierta. La ráfaga geométrica, incisiva, de una luz tímida, indecisa, con esa frescura del otoño que ya se postra a la reflexión quieta del invierno. Adelante. Un primer paso. El primer paso que deja atrás el primer escalón. Uno a uno, uno tras otro, como si fuera otra en la escala de las gradaciones del miedo, de lo terrible y cruento que puede llegar a ser tu monstruo interno. Otro paso. Otro escalón. La franja de luz, la calle, la noche luminosa, y gélida, cada vez más cerca. Deja atras la oscuridad, deja al monstruo agonizar en el propio miedo que dejas atrás. Avanza. Entorna la puerta. Sal a la calle. Decide, dirime, resuelve si deseas lo que te deja con el aliento retenido, a cuanto siempre has codiciado, suspirado o despreciado. Porque ese detalle, esa contrariedad, o la esperanza,  la ilusión o la locura por hacer posible tu fantasía de vivir, todo lo que odias, todo lo que anhelas, todo está al bajar las oscuras escaleras, está al rendir tu monstruo a su intrínseca oscuridad, arriba, muy arriba. Todo cuanto quieres está al otro lado de la puerta, al otro lado de tu miedo.

(C) F.J. Calvente

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