Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



miércoles, 13 de diciembre de 2017

ESCRITO EN EL CIELO



Lo primero que hago cuando me despierto, cuando abro los ojos por la mañana, es mirar el cielo. Este hecho, o el hecho de tenerlo ahí arriba, claro, no obedece a ningún temor como el de René Goscinny de que caiga sobre mi cabeza; o de lo chico que pueda parecerme, extraña apreciación la de Fito Páez, a través del tragaluz encima de mi cama, abierto en una mueca tímida en el techo con sus vigas de hierro y ladrillos, desnudo, sin enlucir salvo por una pintura terrosa o el sobrio barniz persistente del cobijo; ni de perderme en las infinidades constreñidas en este rectángulo de cristal, madera y cemento pintado de albero soleado en el tejado; tampoco, a colación, o inversamente a la consideración anterior, medir cuán lejos estaba de mí el éter de los clásicos. Ya que lo importante, advertí la primera vez en la que leí su primera letra, la primera frase comprensible dentro de su sentido inextricable, era  encontrar atajos que pusieran al cielo tan cerca o a una distancia suficiente, acortar veredas como sugeriría Juan Rulfo, para insistir en la evidencia de una imposibilidad que seguía siéndolo por la impaciencia al no poder después pasar de página, pero tan reveladora tras la lectura de su sola hoja o espejo con el relato del mundo.

Leyendo el cielo, de hecho, para desperezar el entendimiento, discernirlo de los sueños, de las quimeras de los que duermen y aunque pronto no recuerden nada, ni un rescoldo por palpitante que fuese entre las brumas de la inconsciencia, para que retengan siquiera un nimio estremecimiento de esas aventuras nocturnas, oníricas, como esa embozada de agua fresca de las manos a la cara, para espabilarnos, para ajustarnos al contexto, a la cotidianidad, a cuanto se espera de nosotros, una dispersión de las legañas en la metáfora de “volveré sobre las aguas del cielo” de Vicente Huidobro. Leyendo. Leyendo la fugaz anotación en el diario del firmamento. Algo así al “Scripta manent, verba volant”, como decían los antiguos, de hacer así y ahí en lo efímero, la palabra escrita de lo duradero y muerto; o más bien conforme a esa liviandad “alada y sagrada” de Platón. Sagrada.

Y es que hace tiempo aprendí que leer me hizo libre para siempre, tenías razón Frederick Douglas, y aún más vivo, más despierto, más comprometido, cuando, al principio de una manera terrorífica por aquello de antojárseme un brote incipiente y quijotesco de locura y luego impaciente por su intriga, descubrí que, efectivamente, la realidad en todas sus formas, el universo, la creación, estaba tramada de palabras, de nombres ocultos y poderosos. De acuerdo a un testimonio sólido, sostenible incluso más allá de la mera fe, o desde una disposición y disciplina trascendental y metafísica, por ejemplo de la Cábala, como un instrumento para llegar a conocer el entorno, corpóreo y subliminal, que nos rodea, de acuerdo al axioma de “el conocimiento absoluto no tiene objeto sino que es un medio”. Sé de lo que hablo, o de lo que escribo, acerca de esta mística cabalista para la que el lenguaje es demiurgo, creador, y donde la Torá judía contiene todos los textos, el dietario del cosmos, con las innúmeras combinaciones que pueden darse para crear otros mundos y otras entelequias, medios. Si Dios, contenido en su verdadero y oculto Nombre, está formado por las letras que componen el alfabeto hebreo, en sus múltiples formas, Éste, en la génesis de los tiempos y los espacios, de sus sueños y nostalgias, se sirvió de estos caracteres para crear a todas las cosas mediante sus emanaciones o sefirots; por tanto, de conocer y pronunciar el nombre inequívoco por el cual existieron las mismas, incluso el primero, el Shem Shemaphoras o Nombre de Dios, permitirá al autor aprehender o ser o instalarse en el Conocimiento absoluto, en el orden de la Creación; y quién de este modo llegara a la esencia primordial, a la antesala donde se moldea en barros el inicio y el término, existirá en el mismo Dios u otro en su omnipresencia,  omnipotencia... en la sustancia primigenia, y con el talento y voluntad de crear, alterar y destruir a este y cualquier plano o realidad… Vale, admito que la pasión por el hermetismo, por el esoterismo, me pierde entre las ramas, me desvía de la sencillez de lo que leo en el cielo tras mi ventana y seminconsciente en la cama. Y me encanta. En resumen, todo en el principio fue Verbo y será creado, “in saecula saeculorum"” con nombres, con palabras. Pretender buscar entonces el significado de estas letras representa la mayor aventura o desafío del ser humano, escribir o solo leer el destino de antemano, desvelar el existencialista “... a dónde vamos”, o de cierta espiritualidad a la que suscribo y me emociona intentarlo.

Sea como sea, esta es la aptitud que me hace mirar el cielo, descubrir e interpretar las escurridizas palabras que deletreo en su infinidad más cercana, a través de mi ventana. Indiscutible reconocer que, por ahora, solo vislumbro esta caligrafía insólita, ancestral, celada, en las alturas, y por mucho que aguzo los sentidos e inquiero, así tumbado en el lecho, en la mesilla de noche, en el armario, auscultando el significado recóndito en las circunvoluciones laqueadas de la madera como si registrara los años en los anillos del tronco de un árbol, en el caos de las moléculas de polvo en suspensión y visibles al trasluz de la intrépida luz de la mañana, en los entresijos de la puerta, en la vibración de un sonido desconocido, de un frío inesperado, del agua huida de un grifo o de la rítmica persistencia de una gota en la loza, de un dulzón, o apestoso, o grato olor que llega como la exhalación de un fantasma, de un sumidero aterrador, de los vacíos, el gusto perseverante al que no pongo materialidad, ni enlace, ni impresión... Nada. Salvo en el cielo. En esa porción de la bóveda celeste de la que me es imposible deducir, ni lo pretendo, a qué distancia, a cuántos metros, ni si son los tres del mediocre producto Moccia ni los once mil metros en los que la ciencia experimental establece su comienzo, el trecho que está de mí o de mi anhelo. Solo quiero mirarlo, admirarlo, escudriñarlo, interpretarlo, leerlo… este es mi interés emplazado en el limbo, nirvana, gloria me resulta enfático, reino celestial pomposo, tras mi ventana, como un libro abierto del cielo.

Este es mi libro de cabecera. Mi libro más auténtico, más en estos momentos, más en otoño, en esta joven y ya vieja estación, tan pasajera, tan inconstante, tan añorada, la del pobre y apocado mensajero del invierno. Otoño por su complicidad, por su comunión, tras esta franja del empíreo en un libro como una cosa entre las cosas, maestro Borges, “un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo; hasta que da con su lector, conmigo, con el hombre destinado a sus símbolos, a sus letras etéreas, a sus significados”. No ha sido un tiempo en balde, ni distraído ni loco ni enfermo ni perezoso ni de ciencia oculta... por dedicar tantas atenciones, durante muchos días en los que ver, parar, y tratar de interpretar las señales, el significado de la caligrafía trazada en el cielo. Y esperar. Aguardar a la sorpresa y al milagro. Cierto que dedico mayor interés y observación, obvio, los fines de semana, en las fiestas sean o no de guardar, o en aquellas situaciones en las que las obligaciones domésticas y familiares (ojalá que entre estas estuvieran los condicionantes laborales) permitan este solaz diáfano y luminoso, frustrado actualmente por los amaneceres diarios en los que todavía la noche dispone la narrativa que en seguida, en el primer albor, abrirá a la lectura del que sepa o se sienta formar parte de este arte necesitado, aunque yo ya esté lejos.

En otoño, aclaré, por inspiración, por las musas, o solo por afinidad, encuentro una mayor habilidad para entender las grafías en su tránsito más o menos detenido por ahí arriba, inicialmente con esa morfología indescifrable como la habitual en la receta de un médico de familia ajustado a los turnos de seis minutos distribuidos en sus siete horas nerviosas e intercambiables, pero que guardan la cura o un sentirse bien por encontrarse mal, enfermo. O una mayor disposición a desentrañar el mensaje que garrapatean las nubes en su recorrido más o menos urgente, con sus curvas, contra curvas, estilizadas o panzudas, livianas o infladas: ahí van unos cirros, blancos, transparentes, de sombras internas entretejidas por unos filamentos largos y delgados, acaso modulando, en sus finas líneas paralelas, unos versos sencillos, realistas, costumbristas como los de Machado o los de mi amiga Francisca Ben-Mizzián, rectos y a su vez sinuosos, con esos brochazos líricos, ordenados en su propia maraña de azogues; y esos cirros de fuente normal, redonda, adoptan en un “crescendo” extraordinario, hacia unos cirrocúmulos que deshacen sus sombras por la continuidad de su textura algodonada, aborregada, lisa o continua a través de unas “bastardillas” en sus pliegues finos y redondeados, como Neruda y los otros “Poetas celestes” de su poema:

No hicisteis nada sino la fuga:
vendisteis hacinado detritus,
buscasteis cabellos celestes,
plantas cobardes, uñas rotas,
«belleza pura», «sortilegio»,
obras de pobres asustados
para evadir los ojos, para
enmarañar las delicadas
pupilas, para subsistir
con el plato de restos sucios
que os arrojaron los señores,
sin ver la piedra en agonía,
sin defender, sin conquistar,
más ciegos que las coronas
del cementerio, cuando cae
la lluvia sobre las inmóviles
flores podridas de las tumbas.”

Verso a verso, frase a frase, hasta conformar unos cirrostratos, o los velos más oscuros y promisorios de la tormenta, de métrica más estriada, más ancha y larga, con palabras en “Itálica” su mayoría, como Bécquer y otros del Romanticismo menos optimista y más resignado; o estos otros altostratos y altocúmulos, más bajos, de cursivas y resaltados, manifestando su osadía por los ensayos, dejando un rastro de manchones irregulares, o de copos estáticos como si resguardaran las promesas o confianzas a lo que tiene que llegar, Cernuda u Octavio Paz, Garcilaso o Juan Ramón Jiménez, Hölderlin, Novalis o Heine; estas otras nubes llegan ya con cambios en su opacidad, en la gradación de sus grises, más cercanas incluso, hasta puedo alcanzarlas con mis dedos, nimbostratos, el frío del invierno, en tipo de “negrita” para la tormenta o la lluvia; con amplias ondulaciones en sus renglones se presentan los estratocúmulos, o personificaciones de la tristeza en los estratos con sus nieblas de cenizas más acusadas, atormentadas como los malditos, Corbière, Rimbaud, Mallarmé, Desbordes-Valmore, Villiers de L'Isle-Adam, Verlaine... Y si hoy me alcanza solo la poesía no es por exclusividad o una arbitrariedad estética, sino por el ánimo en el que recuerdo mis experiencias al plasmarlas con estas letras, estas otras a las del cielo, que si bien están asentadas con “Times new roman”, valían haber sido al igual que otras muchas adoptadas por las nubes, “Courier”, “Calibri” o “Algerian”, “Arial” o “Lucida”, “Verdana” o “Script”… Su mensaje también, nublado o límpido, siendo tan conciso, daría para importantes y trascendentes novelas, y las que pueden inferirse a tenor del autor, de su obra, y de su correspondencia con la moldeada o suscrita por los celajes en su tránsito por este trozo de edén a través de la ventana encima de mi cama: “Rayuela” de Cortázar, “Ficciones” de Borges, “Cien años de soledad” de García Márquez, “Nada” de Laforet,… “La caverna” de Saramago como uno de esos grandilocuentes cúmulos de las alturas, de sombras tan marcadas, tan protuberantes, vertical e imponente, “Ulises” de Joyce,  “Fahrenheit 451” de Bradbury, “Tu rostro mañana” de Javier Marías, “El proceso” de Kafka, “Un mundo feliz” de Huxley… Sartre, Camus, Cela, Umbral, Pardo Bazán, Terenci, Muñoz Molina, Ana María Matute… Dostoievski y otros cumulonimbos como farallones montañosos, de cúspide de hongos por su explosión atómica, por la dimensión de su literatura. Un conciso mensaje, para novela tan extensa e intensa.

Tipografía sutil, celeste, nublosa,… esa “A” mayúscula, o esa “i” minúscula aunque sea mayúsculo su sentido, u otras anatomías curiosas, con “serifas” o no, justificadas o a su arbitrio, espaciadas o interlineadas, un subrayado efímero o permanente, y así leo un “Estás”, un “Ahora”, y un “intenta”… Y así las reescribe una vez tras otra el viento, moldeándolas con invisibles lápices que sustituyen el carboncillo, la mina de grafito, por la exhalación, por el suspiro, por el susurro, imprimido en los algodones, los velos, con los volátiles signos ortográficos. Más o menos como en ese instante sublime en el que se idea la novela, o el poema, la confidencia o el testimonio, frío o desgarrado. El edificio del mensaje, asumirlo, el mensaje que siempre es el mismo, pero el que siempre es distinto, según la retórica de su plano, de su hoja, del trazo grueso o fino de las nubes, de su ligereza o consistencia, de las inflexiones en sus renglones torcidos, retorcidos, desordenados en su orden encriptado, lúdicos como los garabatos de un niño, quizás de la única forma en que, más allá de la poesía hecha música, concrete lo intangible, signifique lo improbable, traduzca lo impronunciable o contenga la sutilidad de las fantasías y precisamente en sus vuelos más altos. Precisamente en este otoño al igual que en todos los otoños que hacen del frescor su atributo como el vuelo lánguido de las hojas de los árboles. Otoño en el que el libro del cielo, el cristal de mi ventana, se impregna del vaho de los rocíos, de las heladas, concediendo un matiz de provisionalidad, de fugacidad, de desvanecimiento de una realidad que se hace obligado desvelar para encontrarse en él o en su recomendación. No son lágrimas que se deslizan por el cristal, las de una fragilidad impostada de la lectura, no, sino un nuevo lienzo húmedo y superpuesto, ese papel de calco o de calca virgen y transparente, no el de carbón, en el que de querer y con mi dedo copiar o desarrollar el trazo de las otras palabras encumbradas en el cielo, y con ello retener su mensaje. Siempre el mismo mensaje.

El mensaje redactado con pintura de color, encarnada, cárdena, marfileña, o rosácea como la de esta mañana en trazos frágiles sobre un fondo, folio u hoja celeste, provisional, para luego deshacerse en improvisaciones sin sentido, en quebradas láminas, cuartillas arrugadas en las que una ventolera furiosa describía la borrasca con hipérboles y exclamaciones, o lo intentaba y desbarataba sin resultados convincentes en su narrativa por tantos borrones, tachaduras en grises, fundidos en negro en contraposición a la maldición de la página en blanco, borradores de dolorosa violencia y en la otra escribanía aérea pero monocroma, para acabar rotos y tirados al cesto de los nuevos estrenos. Leo tras mi ventana sobre la cama el mismo mensaje, este de la fotografía, y perenne, escrito en prosa o en verso, con melancolía o fuerza, con sutilidad o dureza, intrincado o sencillo, adjetivado o de sustantivos precisos... siempre la misma literatura, el mismo mensaje escrito en el cielo: “Estás vivo. Ahora intenta vivir”.


© F.J. CALVENTE.

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