Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



jueves, 21 de diciembre de 2017

INVIERNO...



Hoy es 21 de diciembre de 2017, mirad la hora... sí,  son las 17:28, hora oficial peninsular. Así que, según cálculos del Observatorio Astronómico Nacional (Instituto Geográfico Nacional dependiente del Ministerio de Fomento), empieza el invierno. Bienvenido invierno. Hasta el 20 de Marzo de 2018 esperan 88 días y 23 horas para vivirlo o, de acuerdo a su esencia o expectativa, para reflexionar en el alcance de nuestras vidas, sepultar lo innecesario para engendrar el germen adecuado para otros renacimientos en primavera. 

Nos espera un cielo matutino  dominado por Marte, Júpiter y Saturno, y el vespertino por Urano, al que se unirá Venus a mediados de febrero. El día, o mejor en la noche del 31 de enero, tendrá lugar un eclipse total de Luna que, de mediar en mi caso la fortuna por algún juego de azar (¡pero mete, hijo, mete!), sueño grato o proyección astral, veré en Asia, Australia o Norteamérica, a elegir. Ojalá. Y si no entonces, allá por el 15 de febrero tendré otra oportunidad,  otro eclipse, esta vez parcial y de Sol, visible en la Antártida y Sudamérica.

Solsticio. Solsticio de invierno. Suena a magia, a ritual, a arcanos misteriosos. Lo son, y lo es. El día más corto, seguido de la noche más larga. O acaso la metáfora concretada en el triunfo de la oscuridad sobre la luz. Ahí queda. Y a partir de estos momentos, conforme a lo suscrito, que cada cual haga de su capa un sayo, o lo que le venga en gana. 

La noche más larga.

No voy a resistirme a la reflexión, a esta mística o pensamiento esotérico. Me agarro a la cola de la anterior alegoría, en su punto de inflexión o la realidad indiscutible del triunfo del solsticio: las noches se iran haciendo cada vez más cortas y los días más largos… O acaso, bajo una perspectiva más mítica, asistimos a la eterna batalla entre la oscuridad y la luz, el mal y el bien, nuestras dos naturalezas confrontadas y del mismo modo compenetradas, indivisibles, como la oscura matriz de la noche ante la lanza penetrante del día. La luz que nace y vence a la oscuridad. Este invierno, pues, permitirá, para quien quiera, busque y consiga, ver la dimensión de la luz, del conocimiento, del aliento vital, de asumirla y entenderla, apreciarla, una vez experimentada la oscuridad absoluta.

El invierno o el período oscuro hacia la luz. Porque todos somos un compendio de luces y sombras. Porque si no conocemos y aceptamos nuestras sombras, jamás veremos la luz, la propia y única. Hoy quizás sea el mejor momento para comenzar, para procurar esta comunión intrínseca. La reconciliación interna. El encuentro con la luz desde o tras el trayecto tenebroso donde perdonamos, nos perdonamos, soltamos lastres, prejuicios, juicios y resentimientos, para si no volar, avanzar, caminar, seguir adelante en la vida. 

Pero hoy 21 de diciembre, segundos antes a estas 17:28 horas, también hemos dicho adiós al otoño. Este otoño cada vez más esperado y cada vez más inesperado, inédito, fugaz y desapercibido. Este otoño del que año tras año incide sobremanera en la melancolía, paradójicamente, la savia que fluye por sus arterias como los nervios en el envés de las hojas ocres y caídas en suelos que en ocasiones lloraron la escarcha. Una melancolía, sin embargo y de ahí la paradoja, escrita por su misma ausencia. Adiós ya otoño, y perdona porque, aun aguardándote, no te había visto llegar. Adiós otoño. 

La fotografía, tomada entre Ruedo Alameda y plaza del Barrio San Francisco de Ronda, refleja, destila este controvertido y doloroso sentido de un otoño que con su brevedad nos lega la maldición de las resignaciones ante los poderes que maniatan las existencias. Una riada de otoño, un desagüe de sangre y hojas caídas, un estertor sorprendente y tendido en la piedra, en la calle, achicado por una fuerza más poderosa e inclemente que su naturaleza o del grado exánime de su supervivencia. La dignidad de la tercera estación, la estación de la poesía y de las almas, arrastrada en una avalancha sutil de sus pentagramas; empujada, arrojada, barrida y despedida por el ímpetu feraz del invierno, en este extremo que empieza hoy a la otra esclavitud que sobre el otoño impuso el estío. La trágica fuga o huida del otoño tras un lecho muerto y profuso de hojas. 

(C) F.J. CALVENTE. 

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