Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 8 de enero de 2018

LA PRIMERA EPIFANÍA



(Epifanía: Del lat. tardío epiphanīa, y este del gr. ἐπιφάνεια epipháneia.
                1. f. Manifestación, aparición o revelación.)



Con el primer día del año nació la epifanía. No tuve que esperar a la conmemoración de la adoración de los Reyes Magos en la festividad católica del 6 de Enero para sentir esta contingencia, no sé si anímica o calculadora; si bien el relato de la misma lo estoy escribiendo hoy domingo día 7, después de Reyes, resguardado del frío, de la lluvia, de la nieve y hasta de los fantasmas de la cotidianidad y el desamparo que ya afilan sus garras para blandirlas mañana. La epifanía brotó en mí el uno de Enero, tan inesperada, tan chocante, tan incómoda, pero de ningún modo desdeñable, incluso sugerente a pesar del dolor parejo por los temas que desnudan el alma y te hacen sentir como un náufrago a la deriva incognoscible de la realidad. Al pie de la calle. La calle Doctor Castilla del Pino en Ronda, Olivar de las Monjas, vía en honor al neurólogo, psiquiatra y escritor que cursó su enseñanza primaria en los Salesianos de Ronda, conocido por “el psiquiatra rojo” por su defensa de la democracia y su lucha por humanizar el tratamiento del enfermo mental; entró en la conciencia de la gente para explicarles lo que estaba ocurriendo”, se decía de él. Y para mí estaba ocurriendo que esperaba en la acera de su calle la apertura del portal, tras la llamada muda y ciega a un portero automático averiado. Sin contestación desde el piso de unos familiares donde nos dirigíamos o al que pretendíamos acceder. Un 2º C, creo. Noche. Una farola alta y espigada, gris y fría, humillada en el arco de su lámpara, hacía esfuerzos por repartir y a que fuera suficiente su anémica función lumínica. Mi cabeza no andaba para resplandores, aun batida, latente de dolorosos ecos de algarabías de alcohol, música y risas, de conversaciones más o menos formales, más o menos ridículas, ahí mismo, o en aquel piso al que estábamos a la expectativa de entrar, chácharas altas que no fueron nuestras, sino de la fiesta, también algunas que echaban afuera ciertos secretos, o afectos, trampas, o sorpresas. Ayer. Eso fue ayer, o solo habían transcurrido unas horas. Olvido para mitigar la cefalea. Espera. O el aguardo. En esto que alzaba mi cabeza atravesada por cientos de alfileres para recorrer con mi mirada, cansada y atenta a la insólita llamada, la fachada abierta a la nada, inaudita, disfuncional o en un capricho estético y arquitectónico de difícil, al menos, apreciación artística. El vano colosal, curvo, atravesado por las dos cruces en una de las llamadas patriarcales, una arriba unida a otra abajo, una recta y otra invertida, listones de hormigón, cuadriformes, en la imposibilidad de una ventana enorme sin cristales que daba a un interior abierto y desocupado, donde no había ni simulacros y solo una antesala de ausencias para el otro soportal a resguardo. Entonces, en este pensamiento llenando la falta, atrapé una idea del clásico Demócrito de Abdera, quien al igual que ya la formulara su maestro Leucipo, 2500 años hacía, expuso en relación a la estructura de la materia: "Nada existe, excepto átomos y espacio vacío, lo demás es opinión".

Y mi opinión tomó la forma de una metáfora en la oscuridad aquietada, en la primera noche del año tras la celebración de la llegada del mismo con todas sus expectaciones y ensueños, ante este extraño preámbulo o recibidor, amplio y abierto a la nada, abrigado en las opacidades de su construcción donde el plenilunio arrojaba cubos de su pintura. Edificar en los vacíos o construir en estas estructuras de la nada. La idea. O la conjetura. Alguna mística cazada al vuelo de su sutilidad. Un hecho de cómo las revelaciones surgían del dolor, aunque fuesen del de una resaca de nochevieja. Vacío. Nada. No es lo mismo vacío que nada. No. No lo era, ni en aquel momento ni ahora. Esta visión y revelación me condujeron a los mismos vacíos con los que todo estaba creado: la calle, esos coches, los edificios, las traviesas del tren arrojando los otros borrones de pintura lunar, los otros destellos argentíferos en el cristal de unas ventanas, o la inversa trasmutación alquímica de la luz en plomo, la irradiación pálida de las farolas, los estallidos de colores de unos cohetes, el gato negro huyendo del terror de los petardos, de los noctámbulos o el regreso de quienes como yo, como nosotros, aguardábamos a que se abriera la puerta de unos familiares para sumergirnos en las celdas de la rutina, en los antros de la normalidad. Ellos, y nosotros, yo, todos éramos, somos vacíos, ficciones, nada, moldeados por una materia que intrínsecamente está vacía. Y no es que lo dijera yo, o lo imaginara, sino que la ciencia había testado este gran vacío cósmico o universal presente en cualquier forma o sustancia creada. Y tanto que si pudiera disponer de una visión a escala microscópica, especulaba tras el aserto científico, para retroceder o acercarme más y más a mi piel, a los tejidos, al entramado de moléculas, de átomos, miraría a mi propio vacío, el cual se haría más y más agudo, dilatado y desgarrador... hasta confundirse o añadirse a la cerrazón eterna.

Me miré, para comprobar la afirmación, una de mis manos, extendida hacia el oscuro firmamento derramado entre los dedos, como esos cómplices y absurdos travesaños del frontispicio del edificio. Esta era mi mano, visualizaba, mi cuerpo formado solo por un 0,001 % de materia, de acuerdo, aunque la zozobra, un dolor físico, o de una mística física, me fustigara con la certidumbre de que mi totalidad, o ese preciso 99,999%, era noche, un espacio vacío e inexplorado. Y más frágil y aterrorizado si retomaba de nuevo la Ciencia, precisamente la Física Cuántica, el axioma que no concedía porcentaje alguno a la materia. Por otro lado, o al final de los extremos, más allá de los límites de las realidades y de las entelequias, dentro de la religión o de la espiritualidad o de la ontología, me cuestionaba: ¿Este vacío absoluto y omnipresente era Dios? ¿Ese Dios del que según un apotegma bíblico estaba en el interior de cada una de sus criaturas? ¿Era Dios la nada?… No estaba yo para mayores metafísicas. Y sin embargo, ellos, yo, todo en derredor, en sus más específicas consecuencias estábamos hechos de la nada. Y si estos existían sucedía porque yo los miraba, y estos me concebían a mí o mi mujer que a su vez me inquiría con expresión de pasmo ante mi sospechosa o ida actitud con la mano arriba levantada. Y el gato, negro, con dos ascuas por ojos y vivos reflejos en su piel aterciopelada, que salía avizor de debajo de un coche para refugiarse bajo otro, si vivía o llevaba mucho tiempo muerto ocurría porque yo al observarlo así lo estaba decidiendo.

Quizás fuese otra metáfora, otra personificación científica de mi extraño discurrir, el gato de Schrödinger, o una paradoja de la mecánica cuántica. Es decir, si ese gato estuviera dentro del coche de cristales tintados, atrapado, un lejano maullido de desesperación, y en la moqueta una cápsula de veneno que podía estar rota o no por acción de un mecanismo propio del auto que la rompiera o no de acuerdo a si detectara un movimiento, el gato con sus zarpas implorantes en el cristal y al que no podíamos ver desde el exterior, o un elemento, un átomo radioactivo que si era detectado por un contador Geiger equipado de serie, por ejemplo, quebraba la ampolla de veneno y hacía morir al gato o a la inversa manteniéndose íntegra y con el animal vivo. Desde la calle, pues, no podíamos saber si el gato estaba vivo o muerto si no se abría el coche. Los cristales opacos. La probabilidad de que el felino estuviera con vida o no era de un 50% en cada supuesto. Por tanto, hasta no abrir la puerta del automóvil el gato estaría vivo y muerto a la vez. Un desafío al sentido común. La sola acción de observar modificaba el estado del sistema y solo entonces observaríamos un gato vivo o un gato muerto. Al igual sucede con las partículas subatómicas, pueden estar en un estado o en otro, por la dualidad onda-partícula al mismo tiempo; también pueden estar entrelazadas a través del espacio en un estado único, conectadas. De lo cual ellos, noctámbulos y gato, estos, coches, casas, yo, y mi mujer, si al momento fuésemos observados existíamos, por el contrario, no éramos; solo en la ausencia, o en la probabilidad, espacios en blanco por definir, la nada y vacíos de los que asimismo estábamos conformados. “Una superposición de estados coherentes de luz que viven y mueren en dos sitios al mismo tiempo”. Una dolorosa revelación suspendida en la quimera de los volúmenes desocupados en los que se precipitaba la fachada del edificio. ¡Basta! La cabeza. Y el dolor.

Bajé, desasosegado, la mano. Mis sienes ametralladas por la resaca, sucumbidas ante este insospechado, e incómodo, alarde seguro del "horror vacui" de Roger Bacon. El horror al vacío de la naturaleza y de ciertas expresiones artísticas en las que incluiría este frontis del edificio donde nos encontramos para proteger o sostener... nada, al vacío de esta noche de invierno sin el titilar de sus estrellas como posibilidades que iluminaran el camino por este nuevo año. Nada, solo un pozo fosco e impenetrable de energía, de energía oscura, con toda la fuerza puesta en su taumatúrgica repulsión a mis prejuicios y presunciones, a mis ruinas y grandezas, a mi insignificancia en el gran guiñol cósmico donde todo era vacío y también nada y cuando el vacío no era la nada; y al que, por contra, no podía salvarse o esquivarse, como un muro inaccesible. Un muro absoluto. ¿Cómo era esto posible?  ¿Cómo era posible si la materia, en esencia, está creada de vacío?. No, por favor, otra vez no…

Oí el reflujo de un airecillo deslizándose por entre el armazón cruciforme de la portada, levantando murmurantes ecos en el interior del espacio abierto y elevado entre los otros muros de cemento y austeros pladures, como si dijeran: "nada existe, excepto átomos y espacio vacío", como si un viejo Demócrito emplazara de manera más encantadora los átomos por partículas elementales y revelara en otra epifanía, o la que yo estaba viviendo y si en verdad se trataba de la misma, ese modo de trenzar los muros del vacío mediante campos de energía. En esto, un espeluco, un penetrante grado de estremecimiento provocado por vientecillo frío y susurrante o por la trascendencia de la revelación, o por ambas, atravesó mi ser como si una delgada lámina de aluminio fuese cimbreada al aire. Un escalofrío o el reflejo de esa energía universal presente en el espacio vacío de los átomos. Un electromagnetismo que me permitía observar, no integrarme, ni entregar el universo de mis átomos en  el genérico y por ende contenido estado de los espacios vacíos de esta escenografía arquitectónica en la que esperaba para pasar adentro, traspasando los muros impregnados de energía, del poder de interacción entre los electrones y los protones nucleares con mi sutileza tal vez mística. La energía oscura.

Una nueva y persistente llamada al portero automático sin luz ni voz. No abrían nuestros familiares. Mejor llamar por teléfono. Los adultos estarían derrumbados, dormidos,  asentados en el cansancio, la derrota, los escombros de la fiesta y de los exilios. Los niños no, pero tenían que atender al siempre incómodo timbrazo del teléfono entre los despojos de la acelerada velada. Otras lagunas del recuerdo. Quería abandonar la calle, la presión, el peso de la revelación al pie de esta portada abierta a la noche, no al cobijo, sino en el desarraigo. Me sentía aplastado con su testimonio, empequeñecido por una consciencia que supuraba y a su vez me superaba en todas mis sujeciones a la realidad. Y con todo, imploraba por encontrar un sentido, un significado para este estado alterado de percepción y al no estar, en esos instantes, bajo efectos etílicos o de las sensaciones libres cuando despedíamos el año viejo y nos entregábamos al nuevo con toda la vehemencia de nuestros instintos y pasiones. Solo el dolor de la resaca, del malestar por llevar el cuerpo, por el alcohol, la música, los gritos y carcajadas, a un límite, a traspasarlo y a sufrir ahora sus consecuencias.

Un sentido. ¿Cuál? Y de la misma manera imprevista en la que surgió este "horror vacui" junto al edificio de espuria, o no, entrada o alzamiento, y de cualquier otra en las que, la mayoría de las veces inconscientemente, penetrábamos por los canales que vincularían el principio hermético de lo de arriba con lo de abajo, recordé o me caló la expresión más sincera de esta epifanía a través de una divertida e instructiva clase de Filosofía en mis ya lejanos años del Bachillerato, en el instituto Pérez de Guzmán, y con un profesor al que nunca olvidé y del que se me antojo retornaba de las brumas de la memoria para brindarme el mensaje para este instante vibrante y extraordinario.

Así veo una vez más al profesor entrar en la clase portando una caja grande de cartón, en silencio y ajeno al rumor molesto de los alumnos sobre sus cuitas frívolas y fingidas, para dejarla sobre la mesa. Seguimos con nuestro alboroto adolescente sin prestar atención al maestro que, dirigiéndose a la pizarra, escribió con letra amplia y en mayúsculas estas dos palabras: LA VIDA. Regresó a la mesa para sacar con cuidado un frasco de cristal, vacío, traslúcido, y otro del mismo tamaño, pero opaco, al que aproximó al borde del primero. Una lengua de pelotas blancas de seco gorgoteo resurgió del tarro que sostenía con las manos hacia el otro y trasparente con un tintineo cristalino al chocar en las paredes. Una vez colmado de pelotas, preguntó con alta y firme voz: “¿Está lleno?”. Todos los estudiantes callamos al instante, mirándonos sorprendidos. No era aquella una clase sobre el hilemorfismo aristotélico, tema que habíamos dejado por terminar el día anterior. Sin embargo, unas pocas opiniones suspicaces se elevaron del silencio para afirmar el hecho: sí, el recipiente estaba lleno.

A continuación, el profesor extrajo una caja de metal en cuyo interior oíamos un sonido rodante. Un torrente de canicas rodó al instante hacia el tarro de cristal para completar el espacio vacío entre las pelotas blancas. “¿Está lleno?”, reiteró don César y yo con mis compañeros afirmábamos seguros e igual de pasmados. En seguida, el profesor de Filosofía cogió un reloj de arena y, tras destaparlo, derramó la arena que volvió a llenar los huecos vacíos del bote cristalino. “¿Está lleno?”, y esta vez un “SÍ” unánime y extendido de las bancadas reverberó por el aula.

Nuestro maestro asió de la caja una botella de Coca Cola y una lata de cerveza, escanciando su contenido en el frasco de cristal que continuó, pues, rellenando los espacios vacíos entre la arena, las canicas y las pelotas blancas. La sorpresa desencadenó la explosión incontenida de nuestras risas que a fuer de no explicar la extraña conducta de don César, tapaba al mismo tiempo en nuestro interior los huecos de una incomodidad expectante, de un desahogo como esas revelaciones, precisamente, de las que con un cosquilleo previo se intuía su trascendencia.

Finalmente el profesor de Filosofía se dirigió a la pizarra y, señalando las letras que antes había escrito, dijo: “La Vida. Este frasco de cristal que he ido llenando con estos objetos representa la vida”. Un murmullo entre los estudiantes puso voz a una extrañeza aún más impenetrable, casi delirante. “Atended... -prosiguió retornando a la mesa y cogiendo el tarro de vidrio- Estas bolas blancas personifican las cosas más importantes de la vida, las principales, las más fundamentales, tanto que si perdiéramos o desalojáramos el resto, la vida, nuestras vidas, continuarían estando llenas... ¿verdad?... A ver, responded, ¿Cuáles son las cosas importantes de la vida?...” “La salud”, respondió un alumno, “La familia”, dijo otro. “El trabajo”. “El dinero”. “Los amigos”... La sonrisa del profesor iba asintiendo a cada una de las respuestas.  “El respeto” “Los hijos”... “Las fiestas”...

“No, las fiestas, no… -reconvino el profesor-  Porque después tenemos las canicas, como pueden ser la casa, el coche, la ropa... las demás cosas importantes de la existencia... Las fiestas, para los que así lo estimen, entrarían en los espacios que colmaría la arena, y con éstas a todo aquel etcétera de pequeñas cosas que cada uno de vosotros necesite y con las que quiera rellenar de felicidad su vida”.

Un silencio agradable, reflexivo, ocupó todos los resquicios vacíos de la clase. El educador aprovechó este provechoso ambiente para si no sentenciar, afirmar un mensaje en nuestros aún solícitos interiores:

“Comprenderán qué sucedería si hubiera llenado en primer lugar el tarro con arena... ¿Qué sucedería con la vida?... -todos sabíamos la respuesta, pues poner primero la arena en el frasco conllevaba a que no fuera posible un sitio ni para las canicas ni para las pelotas blancas. Entendíamos y callábamos por esa determinación en que las respuestas viniesen ajenas, de afuera, por esa apatía cómoda e insufrible que comenzaba a aportar una época tan comunicada pero despersonalizada. El profesor, tras barrer con su mirada noble el aula, a sus alumnos, puso continuación a su mensaje en vilo, como si pretendiera instalarlo con delicadeza en nuestras conciencias y sortear algún impedimento tendido por esa actitud indolente o propia del nihilismo juvenil-. No podemos derrochar, dilapidar nuestro tiempo, nuestros esfuerzos e ilusiones en las cosas pequeñas y desatender las importantes y fundamentales, las que verdaderamente sustentan la vida. Las cosas pequeñas están bien, son necesarias, imprescindibles ya que ponderan e incentivan la ilusión ante las grandes, pero éstas, las grandes, las pelotas blancas, deben ser únicas, preferentes, las que tienen que sostenernos porque la felicidad y el hecho de vivir depende de su colocación y desarrollo”.

Una sonrisa de connivencia, y tierna, nos empujaba a los escolares hacia la consciencia quizás de uno de los prodigios con los que la propia vida desvelaba, o llamaba la atención, sobre su esencia; y la que a todo impregnaba, la que se evaporaba sintomáticamente ante unas creencias, o por esas desidias auspiciadas por unos tiempos donde nos conformábamos a que nos lo dieran todo hecho, de que todo era permanente,  inalterable,  desoyendo, desprotegiéndonos de la tarea, del esfuerzo por afianzar su hecho, como el amor, como los sacrificios en pos de los sueños, como la educación y la confianza. También sonreía el profesor de Filosofía, quien de nuevo abarcó el frasco de cristal en alegoría de la existencia, lo miró con detenimiento y, ofreciéndolo a los alumnos, expuso con una voz sosegada que parecía subrayar cada una de sus palabras en un consejo musical, bello e inevitable:

“Ocupaos primero de las pelotas blancas, de las cosas más importantes en vuestra existencia, ilusionaos con ellas, poned todos vuestros esfuerzos en tenerlas y en colocarlas en los grandes vacíos de la vida, llenándolos, priorizando lo fundamental a lo superfluo... Estudiad, trabajad por vuestro futuro, cuidad la salud, sed humanos. Una vez conseguido o direccionado la aptitud hacia lo esencial e inequívoco, tendréis lugar y momentos para las canicas, para ese teléfono nuevo u ordenador, para ese viaje o juego, para la moto... Marcad cuáles son las verdaderas preferencias en vuestras vidas, las esenciales, como la de estudiad ahora,… ya que el resto... el resto solo es arena.”

Tras un tiempo espacioso, instructivo, relajado, en el que masticábamos las palabras, paladeábamos las ideas, aparecieron las primeras toses, provocadas, las primeras carcajadas, despejadas, los primeros suspiros, intensos, el repertorio de banalidades que como simples epílogos tenían por función devolvernos a la realidad, aunque con el bagaje, sin peso, de un tesoro valioso. Uno de mis compañeros, uno de la última fila, reconoció entender con interés lo de las pelotas blancas, las canicas y la arena, pero se cuestionaba, seguía sin interpretar qué representaban en la alegoría la coca cola y la cerveza. El profesor dejó el tarro en la mesa, con los brazos relajados, con la mirada baja, bajó del estrado, después de unos pasos moderados se detuvo en el centro del aula, rodeado de pupitres y de estudiantes. Alzó la mirada y derramó una sugerente complicidad en nosotros a través de su sonrisa, cordial y traviesa, y dijo:

“Una demostración. Acaso un incentivo. La evidencia de que por muy llena que tengamos la vida, por muy ocupada que esté, siempre habrá lugar, huecos que llenar con satisfacción, con alegría, para que toméis una coca cola con los amigos, en una fiesta, en la terraza de un bar, en un parque, o en mi caso una cerveza y a poco que termine hoy mis clases.”

Sonreí. El recuerdo matizó en mi semblante aterido por el frío una cálida sonrisa. Y al mirar nuevamente el alzado del edificio, esa ventana de la fachada abierta o cerrada a la nada, al vacío de un espacio interior expedito, al vacío de un exterior donde la noche desdibujaba los límites y sujeciones, sentí cómo el “horror vacui” iba deshaciéndose al igual que la frágil bruma de la helada en la extenuada alborada de la farola, permaneciendo acaso como la película húmeda que emborronaba con sutileza los cristales de los coches, de las ventanas, si bien con la incitación a deshacer su lienzo translúcido con un trazo de los dedos, con un dibujo más o menos recurrente o unas palabras que en su futilidad contuvieran todos los secretos del mundo, o las cosas que importaban en una realidad que llamaba al entendimiento y a la afinidad con su viso trascendental. Edificar en los vacíos o construir en estas estructuras de la nada. Así que se trataba de esto… El mensaje. La idea. La epifanía. La metáfora de esta ahora especular portada mientras esperábamos en la calle la apertura de su portal. Mi mujer hablaba por el teléfono móvil con una de las niñas, una de las sobrinas, arrebujada en el piso de arriba, el 2º C, creo, y de la que me llegaba el runruneo de su vocecita cansada y aún sorprendida por el dislate de la víspera y de cómo estaba trascurriendo este bisoño año en su primer día que ya alcanzaba la noche más antigua.

Repasé el insólito alzado, delineando con otros dedos imaginarios los huecos entre sus travesaños rectangulares. Los espacios en los que se recreaba la noche, en los que ésta se engalanaba con la perfección de sus infinitos vacíos, de la nada. Porque solo ésta podía reunir vacío y nada, emparejarlos, aun cuando conocíamos que no era lo mismo el vacío que la nada. Los grandes intersticios delimitados por el ladrillo y el cemento, por la geometría recta y dócil de su estructura, como espejos que siempre reflejaban la eternidad, la creación, el vacío con lo que todo estaba obrado, en su principio, este presente y el final. Espejos para una materia que intrínsecamente estaba vacía. Espejos de la nada donde yo acababa de asomarme para advertir el azogue de mi vida. Yo en el borde de mi vida, a la que miraba para, de esta manera, hacerla posible, y en especial con hallarme en ella. Consciente de la exigencia quizás cósmica, o la de atender a los reclamos del destino, para reflexionar en lo que yo soy, o en lo que yo era según la existencia que llevaba. Reflexionar en mantenerla, no lo infería así, o en redefinirla, con seguridad, en inventarla para hacerla más real o adecuada a mi sentido o espíritu o inquietud. Llenar, como lo haría la luz en aquellos espacios precisos y desocupados del edificio, los míos propios, de cosas importantes, de pelotas blancas. Pelotas blancas, no hacían falta muchas, podían servirme alguna de las existentes, dotándolas de un restablecimiento o renovación o hálito en su función; o incorporando otras nuevas, frescas e ilusionantes. Construir mi realidad desde su propio vacío y nada en algo que mereciera su experiencia.

En esto consistía la vida: en ir completando ciclos, etapas vitales en las que quitamos o incorporamos las pelotas blancas, requisitos para vivir, y, junto con las canicas, para estarlo con consciencia, es decir, siendo, estando, donde encontrarse o reunirse con todo. La arena vendría a colorear los espacios colmados, a resaltarlos, a imprimirlos de ese vaho pesado y paradójicamente quebradizo, encantador, en los que reescribir fantasías en los cristales que preservaban y distorsionaban la visión del universo. Edificar mi propia vida con elementos, de detalles importantes, que valieran apreciarla, forjarla, sosteniéndola contra cualquier horror al vacío y miedo a la resignación y a la pérdida. Y para comenzar a colocar pelotas blancas en los vacíos de mi existencia, sí, solo bastaba con observarlas y poner todas mis energías, incluso las oscuras, en tocarlas y asentarlas ceñidas, como teselas de un puzle, a sus huecos y no en otros.

Mi mujer terminó la conversación telefónica y, al poco, un chasquido continuo e insistente desbloqueó el cierre eléctrico de la puerta. Con la hoja del portón entre mis manos, mi mujer ya había entrado en el delimitado espacio forzado y abierto, con el pensamiento latente en mi cerebro y en otros vericuetos del alma o los que concebía en tiranteces del corazón, eché la vista a la calle o respondí a un remusgo inconsciente e inevitable. Dos cintilaciones doradas, el resol de unos faros, en los espacios negros e infinitos de los ojos del gato, irrumpido en plena calle como una exhalación de debajo del coche, tal vez fugado del experimento cuántico de Schrödinger, refrendó mi reflexión como las leyendas hacían con aquello que la historia se veía incapaz de vencer. La sola acción de observar modificaba el estado del sistema y solo entonces observaba a un gato afortunadamente vivito y coleando, estático como una estatua o por maldición de Lot, mirándome con fijeza y, además, con ese arrojo, con esa afirmación presuntuosa del que está por encima de lo visible y experimentado, en lo acertado, en lo necesario de que estuviera abierto a la mira de las pelotas blancas, de las cosas importantes, para hacerlas posibles y poder de este modo situarlas en los espacios vacíos donde yo era yo y mis circunstancias.

Realicé un brusco movimiento con mis hombros y cabeza, como de embate, y el gato quebró su inmovilidad para, como una centella negra, desaparecer en los rastrojos tras la valla que separaba la vía del tren de la calle. El gato se fue, pero me dejó la epifanía. Entré en el primero y desalojado recinto o umbral del edificio. Unos pasos morigerados por un escalofrío o el reflejo de la energía universal presente en el espacio vacío de los átomos. Antes de penetrar en el siguiente y cubierto soportal, con la distribución de las viviendas, las plantas, escaleras de acceso, ascensor, sin la hoja de la puerta blanca entre las manos porque pesaba mucho o suponía un enorme esfuerzo su arrastre o deslizamiento de apertura, observé desde esta perspectiva, desde el mismo interior, la colosal ventana de la fachada abierta esta vez a la vía, afuera, a un cielo todavía más oscuro, más infinito, más inalcanzable y en el que, como una traslación en mi interior, a ese 99,999% de mi cuerpo, noche, un espacio vacío e inexplorado; y al que, eso esperaba, colmaría de materia, de pelotas blancas, de canicas, de arena, y de… Porque a poco de entrar en el domicilio de mis cuñados, 2ºC, creo, lo primero que realizaría, saludos aparte, sería tomarme una cerveza, sentado en la confortabilidad fumante de la cocina, para no solo mitigar los efectos punzantes de la resaca de nochevieja, sino empezar con agrado a redefinir mi vida o a rellenar mis vacíos. Mi nada que lo era todo.


© F.J. Calvente.

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