El acto.
El martes pasado asistí a la presentación del tercer libro de Pablo Aguayo de Hoyos, "Plaza de la oscuriá". Las seis de la tarde. Una hora antes y esta cita literaria hubiera sido muy taurina, tanto o más de celebrarse en la plaza de toros y no en el Convento Santo Domingo o formal palacio de congresos; si bien, algún hilo argumental tocante al coso maestrante, se deshilachara durante el evento para evidenciarlo, ante la Memoria de esta plaza militar y torera, de campo de concentración franquista durante un tiempo aciago de nuestra historia de Ronda y asimismo de una impostada Lucientes. Hacía calor, mucha calor, pero no impidió que nos diéramos cita un buen número de amigos, familiares y curiosos (incluso una confundida niña o confundidos sus padres que esperaban a un trasunto de Lewis Carroll) en estos menesterosos y con todo convenientes actos encuadrados en torno a la pobre escenificación (o un institucional guardar las apariencias) de la feria del libro. En esta línea insípida, adocenada, se sumó la frugal intervención de la delegada municipal de cultura. De seguido, en la pretenciosa, de nombre, "Aula magna" donde nos encontrábamos, no sorprendió, por esperada, aunque agradó la animada y verbosa introducción al autor y obra a cargo del popular Antonio Jiménez "Desnu" (esa sorpresa prometida) para después resultar otra cosa, lo que arrancó unas risas, algún mohín nostálgico y un matiz que resultó entrañable de no ser por la habilidad de Pablo Aguayo, si no para reconducir la apabullante disertación del invitado, que también, para evitar su exhibición "monumental" y somnífera. Luego este, no el apreciado librero del caramelo "cuba libre", el escritor, quien concienzudamente se había preparado un suficiente número de folios con los que desplegar todas las cartas de la historia, del momento y el mensaje de esta "Plaza de la Oscuriá" con la que concluye la trilogía iniciada en "El Crimen de Fani" y "Un traje nuevo para el abuelo", se limitó con desgranar unos apuntes de aquí y allá, conformándose por sintetizar su exposición a las bondades e incentivos que con seguridad depararían la lectura de su libro, y en lo que conjeturé una inesperada metáfora de la brevedad hasta entonces de su narrativa.
Sorpresa y anécdota.
La sorpresa, particular, mía, ya estaba moldeándose antes de que pasara mis dedos y vista por aquellas hojas. No compré la novela por la razón más obvia; a pesar de esto leí su primera página del ejemplar que adquirió mi amigo "Lete" y mientras marchábamos por un café al bar Maestro entre intrépidos enjuagues y análisis políticos de la actualidad. Leí y sonreí y me gustó la alusión de uno de los personajes, Roberto el escritor, a una crítica de su primer libro, el de Fani, por parte de un "avezado" reseñista local y que daba la sensación de éste haber herido la vanidad prosística del otro. Con esto dejo aquí la anécdota y regreso a mi sorpresa o significada experiencia.
La pregunta.
Estas palabras, pues, estas, sí, porque no he leído el libro, porque "la mayor parte de la escritura se hace lejos de la máquina de escribir" (gracias Henry Miller), no van a pergeñar una de mis reseñas literarias, ni ninguna crítica porque no soy crítico de nada ni menos de mí mismo y por mucho que lo intento; por el contrario, letras que además de por el interés que ya me suscitaba la novela, por su argumento con respecto a la transición democrática en Ronda-Lucientes y el papel, dentro de su propia transición o aguerrida idiosincracia, de la llegada de La Legión a la localidad, me sirvió para constatar y sorprender y dilucidar un sentido a la acaso mística pregunta que de algún modo u otro, con mayor o poca atención, nos hacemos los que escribimos y del sentido a su desahogo y devoción y al dickensiano y definitivo una vez encontrado, anótalo: ¿Cuándo alguien que escribe se hace escritor?
La escritura de sabor y dolor.
Esto que ahora sigue, por descontado, supondrá una consideración personal y muy osada, vale, (mis disculpas de antemano al autor, sin que a él ni a mí nos importe) pero la única para intentar explicar, la única que de tal manera me permite estimar cómo en los vívidos instantes de la intervención de Pablo Aguayo, con una húmeda emoción en sus ojos y alguna quebrada curva de la voz que a duras penas consiguió sostener con su sonrisa, confesó: primero, la voluntad y esfuerzo puestos en el cuidado y aplicación del armazón literario de esta novela (sin ese apresuramiento de su primer relato que pareció dar la razón a aquel "avezado" reseñista), con esa eficiencia del lenguaje del buen escritor, es decir, o de lo que Ezra Pound defendía con mantenerlo preciso y claro; y especialmente al reconocer, incluso trascendiendo su profunda inmersión en la historia y en la simbiótica personalidad de sus personajes, más a la "noble función" que apuntaba Cela de "dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista" no necesariamente del tiempo que le ha tocado vivir, sino de otro silenciado e irresuelto, escribirla con sangre, desde bastante adentro, volcando su inquietud, también un enorme dolor.
La revelación.
Sucedió, con esta aguda y valiente declaración, de forma insospechada, que yo percibiera, todavía sin contrastar con la lectura que seguro realizaré de esta su última novela y a lo mejor reseñaré, "Plaza de la Oscuriá", y del mismo modo admirara y me sintiera respondido, cómplice de cierto paradigma, de cómo este rondeño afincando en el Puerto de Santa María que escribe, se hizo escritor.
"ESCRITOR QUE ESCRIBE EN LA PLAZA DE LA OSCURIÁ"
© F. J. Calvente.

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