Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 23 de junio de 2019

"BALCÓN AL ABISMO"


Noche. De nuevo me dejo y sumerjo, aprovechando la obligación, en la noche de Ronda. De noche, y en uno de los centros del centro del universo. En el Puente Nuevo, imponente arquitectura que une los antagonismos de la pavorosa garganta. El barranco del Tajo. Marcha lánguida la madrugada del sábado al domingo, en la víspera del solsticio de verano. Ramalazos de magia barren el ambiente. Unas suaves corrientes de aire traen el olor de las mieses ya agostadas, alientos del abismo y puntadas a lo mejor de las candelas en los Descalzos, la verbena de San Juan. Sentado estoy en uno de los balcones del Puente, esos asomados al Tajo. Aunque respira el fresco en esta carrera al alba, se agradece su recia caricia después de un día de bochorno al que todavía nadie estaba acostumbrado. La piedra está caliente, los hierros fríos. Un azogue lunar baña la alambicada balaustrada de forja, de atracción mimética hacia la refulgente cal de las casas en equilibrio, en frente, al otro lado, colgadas por un sortilegio que aún continúa ahondando la herida cósmica del precipicio. La colosal hendedura que esta noche asume todas las profundidades, del mar y de la tierra, de adentros y afueras. Los fondos negros. Las zozobras de las almas. No me encuentro sentado en este balcón para desenamorarme, ni en la espera ingrata de alguna amante como moldean unos versos de Concha Lagos, los que parece recitar si no ella, su reencarnación en esa o aquella otra mujer acompañada por su pareja,  con recelos atisbando el Tajo, como si ante la bola de cristal de una vidente se arrepintiensen precisamente de estar, del sino fatal del augurio o en este caso del acontecer inmediato:

" Que Ronda tiene un balcón
para desenamorarse.
Miré al fondo, miré al cielo,
a los abismos del aire,
y se voló sin sentir
el nombre de aquel amante.
Que Ronda tiene un balcón
para desenamorarse.
Niñas de amor escondido,
las de pena agonizante,
que Ronda tiene un balcón
para desenamorarse.

Por qué caminos iré
huyendo de tu recuerdo.
Caminos tiene el amor;
para el olvido,
ni un puerto.

Tendré que pasar el puente,
puente largo de la pena,
hecho de noches y días
hasta cumplir la condena.

Dije que estaba segura
del querer que te tenía
y era cosa de locura.

Cosa de la sinrazón,
de no saber lo que pasa
ni en el propio corazón.

Agua de nieve bebí
para saber lo que sientes
cuando te sientes a ti ”

Sentado en el balcón por agrado, sin desamores ni cansancios, en cualquier caso siempre dispuesto, receptivo a la inmortalidad que brinda la belleza, como admitía la sabia disertación de Borges que compartí días antes, abrazado a la brisa fresca y con la mirada errática, sin detenciones ni reflexiones. De esta manera pulsaba el latido detenido de la realidad, salvo por el raudo paso de los coches, de las molestas chicharras con motor, desenfrenados en su inconsciencia por una calle Rosario convertida en lanzadera, en un tentador ramal de aceleración, entretanto las esporádicas (hoy más asiduas) luces azules (¿estroboscópicas?) de una policía que de nada se enteraba o demasiado tarde llegaba en un tópico de lo ridículo y escurridizo, ni ante mi extraño asiento por la hora y en el límite de un no estar preocupante, incierto y truculento. De acuerdo a este detalle advertí, tan curioso, de mi invisibilidad. No me percaté de mi naturaleza ahora impalpable para las parejas que con escama, ellas, y fingida hombría, ellos, o en otra de unos Stan Laurel y Oliver Hardy gays, con el segundo de piernas sin depilar y más blancas que el pedernal, con unos pantalones cortos floreados y horrorosos, volcaban su cuerpo para capturar la foto maravillosa y en exclusiva para Facebook o Instagram con el congelado llamear de los sillares del Puente de Aldehuela de telón de fondo. Ni mi sombra se proyectaba en el hueco por el dulce lamido de la azafranada luz de las farolas, aunque la más próxima estuviese torcida y se antojase en su elevada función de abrir la impenetrable negrura del firmamento antes que a mi efímera insignificancia por mucho poder, propio o ajeno qué más daba, que me había hecho incorpóreo. Miraba, respiraba y sentía el agradable cosquilleo en mis entrañas provocado por la situación, por formar parte del fascinante escenario, por experimentar la complicidad con los demiurgos si no en su capacidad de intervenir en la creación, de poder inmiscuirme sin ser notado en las existencias, o en aquellos pormenores de estas, de los demás. Con todo, todavía, a pesar del sosiego y del lento suicidio del tiempo, no había cogido la curva de la interrogante, el punto, la pequeña esfera sobre la pregunta, que respondiera a mi estado o mejor conmoción, el feliz sentimiento. 

La luna había ido acercándose, parsimoniosa, sigilosa, deteniéndose encima de los Jardines de Cuenca, tan cicatera en derramar su argentina luminiscencia, incapaz de sostener con su clavo sideral el peso de la noche que caía con solidez y sin permitir las fugas ni otras evanescencias. Al mismo tiempo, las casonas ingrávidas en el vacío, fueron apagándose junto con los focos y su ahora cementerio de insectos y vahos fantasmales, en unos fundidos grises y oclusivos, despertando el desafío de unas penumbras escalofriantes que hacían suyo el permanente ruido o exhalación del paso del Guadalevín en los dudosos y foscos bajíos. Yo seguía ojeando el cada vez menor paso de los noctámbulos a pie o en coche, insistiendo sin dolor en la pregunta, en su dilucidación a lo grato, a lo bondadoso y fértil de las horas, de lo reconfortante y afín con independencia de surgir de una obligación. Por esto me impuse a recopilar lo sucedido a lo largo de mi permanencia en el duro asiento, exceptuando mis intervalos preceptivos, en la escasa concurrencia que venía alterando el cuadro de la Plaza de España y especialmente el único trayecto del Puente Nuevo, con el propósito de clarear la cuestión y mi complacencia, mi solaz integración con todo y digo bien en que con Todo.

No me vi en el interior de los automóviles, taxistas o particulares, estos más o menos con sus vacuas urgencias, más o menos con sus discotecas ensordecedoras y vibrantes, con sus gustos de velocidad y fatuidades, ni menos a lomos de las estridentes motocicletas; quizás sí con uno o una de las parejas, solas o en grupo, mejor o menor vestidas, de fiesta o de paseo, con un taconeo que agujereaba el adoquinado o de corbatas desanudadas y chaquetas al hombro; con alguno de los que iban borrachos o drogados o confiados en la frescura nocturna para devolverles un mínimo de equilibrio y sentido, jóvenes y adultos, solitarios o en clamorosa cuadrilla, acompañados de soledad o con mascotas; ni tampoco me identificaba o buscaba en una de estas, perros o aquel libre, ágil y descolorido gato que se hacía cargo de todas las desconfianzas del mundo hacia el abismo aledaño; somnolientos padres y madres que recogían, con alivio, a sus hijos, o con ese individuo que a su vez recogía las mesas exteriores del Mcdonalds, las últimas limpiezas, o ella las de la sala de juegos adyacente y su clima insolente y reducido; o con alguna de las jaleosas mujeres que salían del restaurante Don Miguel, marcándose un cante y un baile y trasladando la fiesta al Dulcinea o a otros perdidos paraísos; ni supongo, por mi invisibilidad, que saliera en los innúmeros selfies de otro grupo heterogéneo que marchaban sin un rumbo fijo; ni en la inmadurez cansada de otros no tan niños pero que tenían que ser niños para sobrevivir en una realidad que se les había adelantado; o los que aún, sin desearlo, lo eran, infantes, y, con escrúpulo y cuidado, se decidían a un ritual de mayores, a una prueba de selección acaso, a extraer una caja de condones de la máquina expendedora de la farmacia, para al final, los nervios, perder los tres euros y no obtener la ofrenda y el premio de un reto existencial superado; sonreí, pues si una vez fui uno de ellos, desde hacia décadas dejé de serlo, y si bien le busco en ocasiones con desesperación, tristemente; ni siquiera cercano a los fugaces recepcionistas del Parador, del hotel de enfrente, rápido el cigarrillo y para adentro, con sus mecánicas bienvenidas a los que llegaban a dormir con su bagaje más o menos rico... o posiblemente, en ese tiempo, los englobaba a todos, incluso a las niñas procaces, al vagabundo sin mañana ni pasado, a los inefables orientales... o al conductor de aquel autobús urbano estacionado en la plaza y que marchó para volver tres las veces, "Ronda más cerca", rotulaba su carrocería. 

Al final, rondando la leyenda, consumidas la espera y cualquier expectativa, sin esperanza porque llegara la respuesta, ya esta ni me importaba, el viento trajo la cadencia de una melodía, un bolero de Chavela Vargas, la cantante de la voz cavernosa. Y la noche, en aquel balcón del Puente Nuevo, en el Tajo, me penetró con unas letras, épicas, sensibles, y entonces lo entendí y lo fui todo, una vez más alguien eterno en la belleza:

"Uno siempre vuelve a los viejos sitios en donde amó la vida"

"BALCÓN AL ABISMO"
© F.J. CALVENTE.

No hay comentarios:

Publicar un comentario