La noche cambia la fisonomía, la confianza y el recelo en las cosas, transformándolas a veces en algo muy distinto a su naturaleza, o jugando con nuestra relativa apreciación de aquellas o con la intervención de alguna e inextricable fantasía o magia o irrealidad o aventura onírica. Sin recordar todavía el motivo de mi paseo o trayecto nocturno por la calle Espíritu Santo, pienso mientras escribo, con esa corazonada de los amarres imposibles, que tenía que pasar por allí, a esa hora, en ese momento, en un borrón de la noche, intramuros, bajo las maltrechas farolas que derretían su extenuada luz en el suelo de guijarros, como una exigua cascada de fundidas hojalatas, entibiándose con el silencio o con cuanto todavía, y trascendente sería, no estaba dicho; lejano del día y de su compás previsible, vigilia de ausencias, para primero estar en situación y a partir de ahí apreciar la conmoción que atesoraba si no una de tantas y laberínticas epifanías hogareñas, la enseñanza o uno de los escurridizos relatos garabateados tras el azogue del espejo de la realidad, sea la más cotidiana. Cualquiera de estos factores me instigó o más bien me absorbió en un mirar insólito, irrenunciable y agudo, al percibir cómo me miraba la casa, sí, esa de la fotografía, esa que como un icono recurrente vestiría el escenario de unos malos sueños o de un terror menesteroso y porqué no cautivo. Yo miré la casa y ésta me miraba con idéntica intensidad, del mismo modo con sorpresa y con debida atracción por lo inusual o sorprendente del hecho. Un mirar mutuo y profundo. Callados, ambos. En las penumbras elásticas de la calle se encendían como rescoldos sus ojos entornados y geométricos, con pestañas los inferiores y fijos los de arriba, sus ventanas, atisbando desde sus fuegos detenidos, anaranjados del crepúsculo, de los ciscos de antiguas candelas en las aceras, y los que simultáneamente me penetraban, a través de mis ojos húmedos no por un relente fresco sino por una expectativa caliente. Sus puertas, por contra, estaban atrancadas por siglos, su boca muda. Yo asimismo callaba. No hacia falta otro ruído en la extraordinaria comunicación. Nuestro silencio que tanto hablaba, que atendía a lo importante, a las cuentas que manejaban los hilos del destino de cuanto buscábamos y jamás supimos en qué momento perdimos. Yo miraba la vida en su calendario de "encalíos", como anillos en el tronco de un árbol centenario, tal vez de la acacia de metros más arriba, centinela del templo sagrado, o los vetustos olmos de más abajo, en la alameda donde no existe el tiempo, quizás en un intento de manejar una eternidad que no me pertenecía o en la que abocaba mi circunstancia. Y miraba su muerte en los desconchones, en las grietas y en los regueros de humedad como la savia derramada por una herida de aquel mítico árbol. La casona auscultaba mis rutinas, los aplazamientos de mi leyenda, el significado de mi paso por el mundo, sea cual sea este y su providencia, si en algo o mucho interfería con el suyo, si los reunía o disgregaba. Yo curioseaba, imaginaba, recreaba con recuerdos veraces y memorias futuras las existencias que habitaron sus límites y determinaron su alzado, recogimiento y por supuesto fugas de los espectros del exterior. La casa, entretanto, sopesaba mi miedo y mi claridad, mi capacidad de vencerlo. En cambio a esta no la esclavizaba, no la condenaba, no la afectaba el pavor, acaso la resignación, seguro que un dolor de duelos y abandonos. Miedos. Sentí, entonces, mi alma quebrada. Cerré los ojos y emprendí un primer paso, o el último que deshacía la recíproca ojeada, aquella parada. La parada en la que la casa y yo nos vimos y nos reconocimos en una noche cualquiera y donde las cosas jamás fueron las mismas.
"LA CASA MIRA"
© F.J. Calvente.

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