Al pasar por la Alameda de San Francisco, me detuve, inesperadamente,
asombrado por la infernal acústica del silencio, por la aglomeración de hojas
en un lateral de la plaza, por el virulento caos de estas como notas caídas de
los árboles. Álamos y plataneros cuyas ramas desnudas asemejaban a los menudos
brazos de un director dirigiendo, en estos momentos corrigiendo, la orquesta,
guiando a las hojas que en su afinación particular provocaban aquella locura
desafinada, cósmica, ecuménica. Todas, amontonadas junto a la verja, el vallado
de hierro o el pentagrama dispuesto en otra originalidad vertical de sus barrotes
o líneas en las que las hojas, los signos musicales, trazarían la música, la
sintonía de este otoño que es más parecido a los antiguos y recordados otoños
que a la estación fenecida o absorbida primero por el verano y luego por el
invierno, sin solución de continuidad, de heridas melancolías.
Las hojas, las notas musicales, situándose, abarcando,
escribiéndose en el pentagrama de la valla, debajo, por encima del lugar
pautado con fríos y negros fierros, en altura o función o voluntad o vocación…
con los silencios, el compás, tiempos e incluso caracteres, sí, en torno o
vibrando en un maestoso, agitato, marcial, amable… como objeto para un efecto
anhelado, la duración del sonido, por la temporalidad y ubicación allá, en la
épica de un milenarismo receptivo, en la línea o la altura del espacio de la
estación o el ánimo, en este caso mío, de quien tiene la receptividad de ver y
oír, con consciencia, cuanto a otros les estaba vedado o por miedo,
acobardados, livianos se arropan en su indiferencia, por obviar la incomodidad
del estremecimiento, de la llamada interior exteriorizada en un eco propagado
en el ambiente, en la alameda y con su leyenda, con la memoria y persistencia.
Las hojas más ocres se colocaban primero, como cabeza de
nota en la intersección de una fila o ringlera o entre los hierros, la más
inmediata a la escalera donde yo me encontraba, aún admirado, representaba a la
primera línea, la más baja o, por su singularidad vertical, la inmediata,
después la segunda, la tercera, la cuarta y la quinta; llave, y de nuevo la
sucesión armónica, musical. Una farola marcaba la casilla del conocimiento, la
interpretación, la objetividad anclada en la piedra, en los poyetes desde los
que se observa el discurrir del mundo, a lo acostumbrado y a lo invisible, alumbrando
la composición, el camino. Once notas que cubrirían el pentagrama, existían más
líneas adicionales, disponibles de hacer falta. Más que reconocer, infería cuál
iba a ser la hoja que, remontándose de las demás, ayudándose, inspirándose o
templando entre estas, figuraría en el origen, al principio; la reconocía de
otras sinfonías del otoño, la clave de sol… esa a la que más tarde, después del
concierto, cogí y me llevé a mi casa y ahora preside, como un ritual anual en
mi búsqueda siempre de la harmonía del silencio, en un marco de maderas de
arabescos e inspiraciones extravagantes, el salón de mi casa.
“COMPOSICIÓN DE HOJAS”
© F.J. CALVENTE.
(Recordemos,
si quieren, yo sí, aquella “PARTITURA PARA ESTE FINAL DEL OTOÑO, de 2016: https://drive.google.com/file/d/0B7Wg5z7kVgC4NjdDaFBOOHZfa28/view?usp=sharing)
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