Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 15 de diciembre de 2019

"COMPOSICIÓN DE HOJAS"



Al pasar por la Alameda de San Francisco, me detuve, inesperadamente, asombrado por la infernal acústica del silencio, por la aglomeración de hojas en un lateral de la plaza, por el virulento caos de estas como notas caídas de los árboles. Álamos y plataneros cuyas ramas desnudas asemejaban a los menudos brazos de un director dirigiendo, en estos momentos corrigiendo, la orquesta, guiando a las hojas que en su afinación particular provocaban aquella locura desafinada, cósmica, ecuménica. Todas, amontonadas junto a la verja, el vallado de hierro o el pentagrama dispuesto en otra originalidad vertical de sus barrotes o líneas en las que las hojas, los signos musicales, trazarían la música, la sintonía de este otoño que es más parecido a los antiguos y recordados otoños que a la estación fenecida o absorbida primero por el verano y luego por el invierno, sin solución de continuidad, de heridas melancolías.

Las hojas, las notas musicales, situándose, abarcando, escribiéndose en el pentagrama de la valla, debajo, por encima del lugar pautado con fríos y negros fierros, en altura o función o voluntad o vocación… con los silencios, el compás, tiempos e incluso caracteres, sí, en torno o vibrando en un maestoso, agitato, marcial, amable… como objeto para un efecto anhelado, la duración del sonido, por la temporalidad y ubicación allá, en la épica de un milenarismo receptivo, en la línea o la altura del espacio de la estación o el ánimo, en este caso mío, de quien tiene la receptividad de ver y oír, con consciencia, cuanto a otros les estaba vedado o por miedo, acobardados, livianos se arropan en su indiferencia, por obviar la incomodidad del estremecimiento, de la llamada interior exteriorizada en un eco propagado en el ambiente, en la alameda y con su leyenda, con la memoria y persistencia.

Las hojas más ocres se colocaban primero, como cabeza de nota en la intersección de una fila o ringlera o entre los hierros, la más inmediata a la escalera donde yo me encontraba, aún admirado, representaba a la primera línea, la más baja o, por su singularidad vertical, la inmediata, después la segunda, la tercera, la cuarta y la quinta; llave, y de nuevo la sucesión armónica, musical. Una farola marcaba la casilla del conocimiento, la interpretación, la objetividad anclada en la piedra, en los poyetes desde los que se observa el discurrir del mundo, a lo acostumbrado y a lo invisible, alumbrando la composición, el camino. Once notas que cubrirían el pentagrama, existían más líneas adicionales, disponibles de hacer falta. Más que reconocer, infería cuál iba a ser la hoja que, remontándose de las demás, ayudándose, inspirándose o templando entre estas, figuraría en el origen, al principio; la reconocía de otras sinfonías del otoño, la clave de sol… esa a la que más tarde, después del concierto, cogí y me llevé a mi casa y ahora preside, como un ritual anual en mi búsqueda siempre de la harmonía del silencio, en un marco de maderas de arabescos e inspiraciones extravagantes, el salón de mi casa.


“COMPOSICIÓN DE HOJAS”
© F.J. CALVENTE.


(Recordemos, si quieren, yo sí, aquella “PARTITURA PARA ESTE FINAL DEL OTOÑO, de 2016: https://drive.google.com/file/d/0B7Wg5z7kVgC4NjdDaFBOOHZfa28/view?usp=sharing)

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