En un descenso o subida, vertiginoso o precavida, se emplaza esta choza más que casa en Pujerra, en mi otra cuna a la que hoy he llegado quizás para derrotar un azote de desarraigo, una añoranza de raíz sujeta, o un cumplido enriscado de origen, como su esencia y la que se escancia en la integridad de la familia. La casita, sola, rota y olvidada. Solo, roto y olvidado me encuentro yo, de cualquier pormenor, circunstancia o distracción, en este momento, detenido, anclado por una terrífica atracción y violenta por lo inesperada, como las insidiosas zarzas en su afán de herir, de ocultar el presente. Guardando una prudencial distancia, oigo los crujidos del chamizo, o la llamada de los usos que murieron y vivos permanecen hasta que una última voluntad, recuerdos deshechos, la atención por algo inconcluso, me insisten, me reclaman no sé qué y maniatan con su poderosa influencia de ruina y abandono. Las hojas ocres de los castaños caen con otros suspiros inanes y las ramas grises gesticulan con pavor, como si mudas declamaran en sus espantosas muecas la necesidad de que escape de aquí, de este infierno de la desmemoria, decadente e infeccioso. Pesa el silencio, bastante, y me agota estar parado junto a la casucha. Inquieto. Y el miedo. Me marcho. No puedo. La desvencijada puerta se abre, con un rechinar quejoso de goznes y maderas, de socorro o acaso de una bienvenida de décadas y deterioros que desprende unas costras de pintura encarnada, como cortezas de los plataneros en otoño. No voy a entrar. No. Una sombra. No voy a dejar salir lo que apercibo entre una liviana, pero distorsionante de la realidad, de los detalles, bruma azulada, porosa, enrarecida de terrores nocturnos y antiguos. Culebrea la sombra en la tiniebla. Por el ventanuco asoma una mano demacrada, blanca de cal o de pedernal, de uñas largas, sucias y curvadas, flexionando, una, dos, tres las veces, la falange de su dedo índice, invitándome, llamándome a entrar, a penetrar su negrura con pasos perdidos y, sobre todo, aleccionados en saldar una deuda pendiente, jamás prescrita, un rumbo determinado, el destino inexorable, tal vez para que la muerte, cuando suceda, tome del sosiego un esperanzado alivio en ese algo más allá donde la nada es absoluta, un significado a lo absoluto. No quiero. No. Si bien sé que, tarde o temprano, tendré que resarcir mi deber demorado, inexcusable. No voy a entrar. Tengo que irme. No puedo despegar mis pies del suelo encementado, de surcos paralelos en su trazado, voluntariosos agarres a lo cotidiano, a lo pragmático, al fácil olvido y a sobrevivir entre unos márgenes calculados y decididos por los demás. No puedo entrar. No. Temo ser engullido, desaparecer en una de esas dobleces de la providencia y en las que yo, mi camino, mi existencia, de tomar su decurso, su inflexión, hubiéramos terminado ahora siendo otros, superficiales o abismales, otros. Incierta la confusión. Penetrante. Adolorida. En tan exiguo espacio, entre paredes que infiero de infinitos encalíos que lloran una viscosa humedad, en sus penumbras atemporales, aullan los miedos ancestrales, los de la noche y las ausencias, los infantiles y adolescentes, los metafísicos y de tímidos quereres, siempre apocados, tan tiernos, tan sufridos, los sueños borrados, anhelos precipitados en los pozos de un mañana que nunca llegó, la magia, la belleza de lo simple, también en lo inesperado, aprensivo, incluso ridículo, las aventuras juzgadas y mutiladas, desechadas por el bien ajeno, el reverso de la moneda que al aire se lanza y no se espera su caída hasta cuando ya es demasiado tarde, la amistad sincera, la traicionada, las negaciones a cuanto era capaz de hacer, lo que me callé, todas mis cicatrices que cerraron las heridas del vivir, porque si duelen los desgarros, es más sencillo suturarlos con indiferencia antes que aprender de sus mensajes, de sus emociones, de falsas decisiones que llevan al punto de partida. Aquel niño... a quien el miedo sepultó en un tiempo que más discurre ya en la fantasía que en el pasado. Terrible persistencia. Lánguido se tiende el atardecer y mis prisas toman la rápida brusquedad de mis latidos. Me falta el aire. Un gato, por supuesto tiene que ser negro, aparece con otras urgencias de una de las esquinas del chozo, impávido se detiene en el centro de la calle, me observa fijo, impertinente, ahondando en mi espanto, y veloz, como quitándome importancia, se pierde más arriba. Agradezco su providencial aparición para imitarlo en mi fuga, despegarme del cuento, de la maldición, del empeño de la casita. Desaparezco. El tañido enlatado de una campana en la iglesia del Espíritu Santo quiebra el silencio, la leyenda, la irrealidad crepuscular. Solo queda la escena, esta fotografía del instante, y aunque respire aliviado, sé que volveré allí una y cien mil las veces, hasta que asuma la dimensión de la doblez sinuosa del destino, el recuperado sentido para mi naturaleza melancólica y esquiva, espero que todavía no sea demasiado tarde.
«... DEMASIADO TARDE»
© F.J. CALVENTE
No hay comentarios:
Publicar un comentario