Más lo apreciaba al no pedirlo, más lo admiraba y me
reconfortaba al no esperarlo. La noche. Una salida insustancial a la calle, en
la noche. No era insustancial el frío, que húmedo me calaba dentro, dentro,
dentro... ni ante el que el rojo chaquetón subido hasta casi cubrirme la boca,
la nariz, lograba escudarme de los escalofríos, tal el entumecimiento, tal el
temblor, para ni siquiera pensar en aquella paradoja visible del momento, esta
por la que los inevitables espeluznos nacían del interior del cuerpo, del que
se supone cálido o tibio, de acuerdo, en tanto la barrera de la piel, de la
ropa, de la impermeable pelliza, no me aislaban, no me protegían de la
inclemencia del exterior adonde hacía frío, pero los estremecimientos se
seguían produciendo, esa piel de gallina, todavía adentro, acaso un eco, un
diapasón táctil, un marcador temporal del fresco y del enfriamiento, del
resfrío y acechante su fiebre, de la enfermedad o de la expectativa; porque
también la belleza, la admiración, la emoción, provocaba esta reacción, esta
erección de la piel en infinitas turgencias que afloraban del interior para
fundirse con la realidad o con la fantasía que tenía que convertir lo imposible
en posible.
No lo pedí. No lo esperaba. La fría noche, y ventosa, o
lo era verbosa en su vehemente susurrar y gritar y chillar y ulular e incomodar
y asustar, amoldándose en el áspero gesticular, en los aspavientos bruscos, groseros,
de manos levantadas y tremulantes, de los miles de brazos enmarañados, flexibles,
de apariencia frágiles, nudosos e insurrectos, de los árboles, como si se
sacudieran de sus últimas hojas ocres y no obstante sujetas, como si se
despidieran del otoño así, con cajas destempladas, irascibles, con el
descontrol, la efusión o la explosión de un gol del equipo favorito u obsesivo
en un campo de fútbol, frente a la televisión, más en el bar que en el
domicilio, o al compás de una canción, de un ritmo pegadizo y querido, en un
concierto, o acaso la arboleda envalentonada en su cobardía, por el miedo del
viento de la tormenta que la desgajara de la tierra. Con todo, me detuve y
permanecí bajo estos árboles, dos plataneros junto al muro que bordea la
alameda, mojado por la lluvia de poco antes y la que luego continuaría,
inmediatamente, tildado de reflejos tiznados como las piedras del suelo, guiños
luminosos acentuados por los juegos que prodigaba la farola de hierro y cristal
en su cimbrear por un aire soliviantado sobre el poyete. La luz blanca, aureolada,
precisa, que garantizaba la objetividad de la noche, el contexto en una ciega
nebulosidad que siempre tendería a difuminar, a confundir sus detalles y a
interpretarlos de una manera insincera y fingida, difundía como vagas
esperanzas, como un exánime estertor el último colorido de las hojas que
persistían en las ramas con su testimonio tan cercano como extinto.
No lo pedí. No lo esperaba. De una manera maquinal, aun a
conciencia de lo que hacía al coger el teléfono, poner el modo selfi o autorretrato
en la cámara, aun a sabiendas de que, por las condiciones del momento, del
dispositivo, de la intención, derivaría una fotografía, un azogue malo, molesto
y burdo de este insustancial espejo de la calle, de la noche; aunque estas
letras sean menesterosas de, al menos, condescender a su sentido, de tenerlo, en
la intención de perpetuar la escena, evidente. Un sentido que ya por la toma,
por la determinación, significaba mucho. Tomé la instantánea de abajo arriba,
en un contrapicado de abatido a alzado, del suelo a la altura. Yo miraba abajo,
como reparo en los últimos tiempos a un fondo de los fondos donde yo solo me
había abocado, yo mismo, sí, sin que para nada entonces agudizara su efecto
habitual de superioridad y grandeza, sino a un ser pertrechado de ansiedad y a
lo mejor tristeza, por mi falta de voluntad, de decisión, de riesgo o desafío; también,
y por ello, conforme a las circunstancias, forma de las luces, esos hilos
invisibles de la providencia o del guiñol cósmico, de la energía que todo lo
crea y destruye, Dios o quien sea. Escrutaba el pavimento de piedras acharoladas
de humedad y negrura, abajo, miraba abajo, mientras en mi mano, pronto aterida
de frío, el visor de la cámara del teléfono, apuntaba, descubría arriba con su
angulación oblicua, a mi inflexión y taciturna ojeada abajo, y más arriba a la
bóveda de hojas y ramas y huecos por los que penetraba la oscuridad insondable
de la noche que, por la tormenta, vestía una tonalidad azafranada, opaca o de
cierta virulencia por lo que traía el temporal en la extrapolación de su furia,
en ese lapso personal, o de mi protagonismo del instante, en mi interior.
Disparé o accioné o pulsé el icono en la pantalla del móvil, un círculo blanco
con un borde orlado negro. Sonó un clic distintivo, eléctrico o electrónico, un
“clic clac” que en su duración exigua subía y bajaba su tono, pero también como
una de aquellas y pequeñas ramas que se desgarran, como un vidrio que se rompe
sin estruendo o con un rumor de grieta que lo recorre y tergiversa, estropea.
Miré con la misma fugacidad con la que desapareció la imagen captada o
capturada, ya entonces me supuso mala, muy mala; o acaso mi imagen,
fantasmagórica, casi monstruosa, deslucía toda la composición y por ello la
odiaba, me odiaba, o quería ya olvidarla y destruirla y demoler su esperpento,
su inconsistencia, incluso su filfa. No, no era yo, sino otro, otro moldeado
con el humor negro, pesado, sin horizonte, parado, de estos tiempos en los que
la dicha había quedado sumergida entre nostalgias muy lejanas, sepultadas en un
pasado del que ya temía jamás había sido presente. Con todo, no borré la foto.
La guardé para después editarla, para después hacerla siquiera más penosa, con
ese matiz de un comic infame. Pero al guardarme el teléfono en el bolsillo del
chaquetón, abandoné inconscientemente la mirada abajo, para de seguido elevarla
y detenerla en la covacha cada vez más mustia, más esquilmada de hojas, como si
oyera o de hecho oía con los ojos en su resonancia interna la idea… no… quizás
la sensación, la emoción que de pronto me atravesó con su epifanía… no… con una
letanía o sintonía que se me antojaba un réquiem, con todo el respeto por la
palabra, de un réquiem para nada apocado, aciago, sino de un descanso, de la
muerte o de una acuciante e indefectible necesidad para dar cabida al
renacimiento. Supongo, o menester fuese, que me olvide del réquiem y lo
sustituya, por su nervio, con el regreso quizás, años después, del “Equinox” de
John Coltrane, aquella “Partitura para este final del Otoño” … “But always understand/ That everything,
everything ends” “Pero siempre entiendo/ Que todo, todo termina”
No lo pedí. No lo esperaba. El Otoño se despedía de mí,
como otras veces atrás pero con distinto desempeño, porque no hay ninguna hoja
igual, ninguna con idéntica geometría y cartografía cromática, y ninguna cae
con la misma languidez al suelo. El Otoño se despedía y me dejaba los últimos
compases de su sinfonía, de su tema, la letra de un estribillo, los acordes en los
que quise y anhelo oír cómo mi existencia, este devenir ahora, de todo o cuanto
me conmovía y afligía y en momentos desolaba, lo sigue haciendo, estaba, o dura,
acomodándose, ya no sé si a su solución o confianza o rutina y por tanto catástrofe,
pero no se me antoja tan negativo, tan malo, adoptando la solidez que lo logre
posible y ojalá que de modo venturoso. Oí su letra, su son, su marcada disposición,
su designio y esperanza... Si bien, aún en estos momentos en los que escribo,
me quedo solo con el fin, en un silencio ante este adiós del otoño.
“NO LO PEDÍ. NO LO ESPERABA”
© F.J.
CALVENTE.

No hay comentarios:
Publicar un comentario