«Soy aún, luego es cierto que he sido; tú me ves y tú me has visto». He dicho, o me he dicho, o mejor he citado esta frase leída, releída, hacía de esto, de leerla, en su última vez, porque ya hubo una lectura anterior, poco tiempo, una hora o quizás menos; momentos antes de estar sentado, con el libro de Javier Marías en las manos, ese primero o «Fiebre y lanza» de la trilogía «Tu rostro mañana», para, por una exigencia, circunstancia, encargo, tarea o lo que fuese de irremediable, inaplazable, dejar tan buena lectura, difícil pero penetrante, hipnótica y llena, desamparar el libro en un brazo del sofá, levantarme, coger las llaves del coche, dirigirme allá, donde fuera y afuera, parar, estacionar y quedarme dentro del vehículo, esperando, aguardando, de esto estoy seguro, y al verme en el espejo interior, bajada la visera de parasol, expectante, divertida, recordar la frase leída, tan cercana, citarla en voz ni alta ni baja, ni en un grito ni en un susurro, proferirla al reflejo, a mí mismo o al otro yo que me sonreía desde el espejo con una tintura de noche y aguardo. Tu rostro mañana... ¿cuál?, ¿cómo será?, ¿será para ambos, yo y ese otro yo del reverbero, el mismo?, pregunté, le pregunté, me pregunté, pretendiendo que algo: el poder de las palabras, el misterio de la oscuridad, esta soledad tan concurrida, o cierta esperanza, todas o una que disipara la incertidumbre, interpretara el destino, despejara la ambigüedad; cuál su expresión en el semblante, en sus inéditos mohines, arrugas, luces o ensombrecimientos, dolor o contento, o en un esfuerzo de nuestro rostro mañana por conocernos, a fondo, él y yo o los dos uno. «¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan sólo cuando no lo espere?» Cuánta vulnerabilidad, sensibilidad, juicios y tragedias, instantes de dicha y sosiego, palabras y silencios, solo la traición se vence con una nueva confianza, veré y experimentaré al verme o al vernos en este o en cualquier espejo. Ahora lo dejo. Luego continuaré, si puedo, con la lectura del primer libro de «Tu rostro mañana», del que Marías tomó por título de la frase de Shakespeare de su «Enrique IV»: «¡Qué deshonra es para mí recordar tu nombre! ¡O conocer tu rostro mañana!». Bajo la visera interior del coche. La imagen, ese yo soy otro del espejo, desaparece. Quedo yo, o mi sombra a la que veo en la acera recortarse, desplegarse, marcharse cuando arranco el coche para regresar a cuanto fue un tiempo de lectura, la novela espera en el sofá, en mi casa; o dirigirme acaso a otro cómo, este que será mañana.
«TU ROSTRO MAÑANA»
© F.J. Calvente.
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