El aliento tóxico.
A veces callar y
esperar es una manera de hablar y de que suceda algo.
No eres invisible. Temías
que de tanto ser sigiloso, desapercibido tras una sombra de la tiniebla, como
una lealtad herida al no dejar huella en el agua, al final resultaría más fácil
invisibilizarte a lo nuevo como un redundado eco hecho trizas de aquel eclipse
viejo.
Tranquilo, si cuando
estabas no te valoraban, ahora no pretendas que alguno, cualquiera, uno de los
nuestros, o ahora de los otros, te atrape al menos uno de los cien pájaros que
vuelan hacia el ocaso. Jamás tuviste balas contra la amistad y las apariencias
matan con veleidad.
Sonríe, ¿ves?, todavía
te reflejas en el charco de los días pasados. Aún puedes cerrar los ojos. Olvidar sin dolor.
Piensa que un ligero golpe en la superficie, bastaría un pétalo caer de
la rosa marchita, el peso de los ¡No! que se callaron, desbarataría tu reflejo,
en unas ondas gruesas de indiferencia sincronizada o de esa docilidad desaguada
en el tintero de los acasos mañana.
Aguanta, calla y espera.
Aunque ya es tarde, tarde para todo.
No hay vuelta atrás.
Un lugar donde ir, eso necesitas, aunque no sepas dónde. Sin duda lo habrá.
Venga.
No debes nada, para ti no hay nada, ni piedras por donde cruzar. Más
allá está hondo y olvidaste nadar.
Rompe el hilo, recupera tu recuerdo roto, chorreado de confusión, y
déjate llevar hacia la orilla, a tus espaldas, de los erráticos perdidos que
vuelven a errar.
El problema son los
pies mojados, no hundirse más en el fango con los pasos adelantados sobre tu
cabeza, el traje de ayer que pesa como una confianza zozobrada, y mantener el
globo del ego, de la dignidad, indemne a más pinchazos, con lo que te cuesta luego
inflarlo.
De “El aliento
de la oscuridad (II)”
© F.J.
Calvente
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