En mi andar solitario
por el campo, la mañana fría, soleada, generoso su azul retirado, de improviso
observo a un lado, entre las cabezas de un rebaño ovino clavado dentro de un
vallado, a una oveja que no permanece como el resto, distinta, como una falla,
una inquieta discordancia en el dócil conjunto. Detengo mi paso. Presto más atención.
El animal mantiene las patas abiertas, semiflexionadas en sus corvas, con la cabeza
postrada, cada vez más y más extenuada y próxima a la tierra, a un polvo que abordaba,
aún sin conocerla, la metáfora de los orígenes y de los términos. Algo grave tenía
que sucederle al animal. Un rastro de pena me traspasó. Interrogo con la mirada
a los dos pastores, uno más joven que el otro, uno más alto que el otro, uno
más enjuto que el otro, uno más abierto que el otro, … ambos impasibles a aquel
borrón algodonado de los borregos, lo cual me confirma que quizás no esté
enfermo; o, con crueldad apática, la usanza insensible de esos hombres secos y atezados,
el padecimiento del animal no significa nada, ni un menoscabo en su economía ni
razón a la piedad. De hecho, los veo abrir el portal del cercado, un perrito
canelo juega con gratuitas cabriolas frente a la acostumbrada tibieza de ellos;
conducen el ganado afuera, cruzan la carretera, remontan el monte, suenan los
cencerros, se eleva el humo de unos cigarros; dejando abandonada, aislada, a la
oveja.
Esta persiste con la
boca abierta, tensionada por un jadeo mudo, con un baboseo acucioso de un
reguero adherido y terco, un estremecimiento de tendones, convulsiones en el
cuerpo. Me acerco más a la empalizada de alambres. El norte arroja suspiros
broncos, sentencias de soledad. El animal no me hace caso. No se asusta. La
lucha es con ella misma, propia. Me sorprendo con un peso de la realidad, de naturalidad
en el terruño, lo que no cuadra con la agonía y sufrimiento del rumiante, oveja
o borrego, aquel que se muere o vive sus últimos momentos. No emite ningún
sonido, ni un balido, ni un lamento, ni estertor, ni… nada. Silencio. Desgarra su
silencio en el ubicuo silencio. Entonces, tras un arqueo más acusado de las patas,
más desmayado, la cabeza levantada, traspuesta, no sé si con los ojos abiertos
o cerrados, como si dictara la tirantez de un enorme esfuerzo, oigo algo que fractura
el ambiente callado, provocándome un subterráneo escalofrío. Un ¡plof!, de sopetón,
la de una mullida oscuridad que se desploma en la tierra. ¡Plof! Luego, mayor
vaciado de una sordina extraña y espesa, más compromiso vacío de la normalidad.
El animal desgarra con
los dientes el cordón umbilical, un colgajo sanguinolento que contrasta con el
verde vivo del pasto, con la blancura rota de su lana mancillada por la
intemperie. La cría, oscura como la hondura de la que proviene, se mantiene acurrucada
entre las extremidades de la madre, de la madre, qué hermosa palabra, más en esta
hora parturienta, la que comienza a lamer, con destreza y fruición, a todo el ínfimo
y encogido gurruño articulado de pelusa y huesos. Sorprendido, todavía, con la omisión
total de dolor y alegría, suspendidos en un mutismo atronador, en el sigilo de
la circunstancia, en una serenidad natural o instintiva. El recental o cordero,
negro como un carbón mojado, comienza, con torpeza, a aspirar sostenerse en sus
quebradizas extremidades; tras unos cuantos intentos, de empellones del trasero
contra el terreno, ayudado por los tiernos cabeceos de la hembra, de la madre, logra
al fin incorporarse con esa fragilidad como si de un momento a otro diera de
nuevo con su liviana hechura desmadejada por el piso terroso. Sonrío, con apego.
¡Fascinante!
Me siento privilegiado
al ser testigo de este milagro, esta esencia de la creación envuelta en un
silencio extraordinario; donde no importa en este parto, en este nacimiento, en
ninguno, en absoluto, cuánto se ha perdido ni lo que se ha ganado. Creación. Vida.
Ensimismado, emocionado, por la escena, rumio cómo este profundo respeto y hechizo
a los que siento, pues todo había sido tan tenue, tan espontáneo, tan efímero, son
como los pequeños detalles que escribirán siempre el alma eterna de la
existencia, el aliento del universo: los de las albas y los atardeceres, el
rodar de las lágrimas, las gotas de lluvia por el cristal, la curva de una
sonrisa o la otra curva de dolor o miedo, un latido que acompasa a otro, un destello
cristalino, una explosión de color, … (que cada cual rellene, si quiere, los
puntos suspensivos) Me he conmovido. Les doy las gracias, a la oveja y a su camada.
El dilecto agradecimiento por darme a conocer, a reconocer, así de forma
inesperada, aquello de lo que verdaderamente estoy hecho.
“NACIMIENTO”
© F.J.
Calvente
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