Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 22 de marzo de 2021

"NACIMIENTO"

 


En mi andar solitario por el campo, la mañana fría, soleada, generoso su azul retirado, de improviso observo a un lado, entre las cabezas de un rebaño ovino clavado dentro de un vallado, a una oveja que no permanece como el resto, distinta, como una falla, una inquieta discordancia en el dócil conjunto. Detengo mi paso. Presto más atención. El animal mantiene las patas abiertas, semiflexionadas en sus corvas, con la cabeza postrada, cada vez más y más extenuada y próxima a la tierra, a un polvo que abordaba, aún sin conocerla, la metáfora de los orígenes y de los términos. Algo grave tenía que sucederle al animal. Un rastro de pena me traspasó. Interrogo con la mirada a los dos pastores, uno más joven que el otro, uno más alto que el otro, uno más enjuto que el otro, uno más abierto que el otro, … ambos impasibles a aquel borrón algodonado de los borregos, lo cual me confirma que quizás no esté enfermo; o, con crueldad apática, la usanza insensible de esos hombres secos y atezados, el padecimiento del animal no significa nada, ni un menoscabo en su economía ni razón a la piedad. De hecho, los veo abrir el portal del cercado, un perrito canelo juega con gratuitas cabriolas frente a la acostumbrada tibieza de ellos; conducen el ganado afuera, cruzan la carretera, remontan el monte, suenan los cencerros, se eleva el humo de unos cigarros; dejando abandonada, aislada, a la oveja.

 

Esta persiste con la boca abierta, tensionada por un jadeo mudo, con un baboseo acucioso de un reguero adherido y terco, un estremecimiento de tendones, convulsiones en el cuerpo. Me acerco más a la empalizada de alambres. El norte arroja suspiros broncos, sentencias de soledad. El animal no me hace caso. No se asusta. La lucha es con ella misma, propia. Me sorprendo con un peso de la realidad, de naturalidad en el terruño, lo que no cuadra con la agonía y sufrimiento del rumiante, oveja o borrego, aquel que se muere o vive sus últimos momentos. No emite ningún sonido, ni un balido, ni un lamento, ni estertor, ni… nada. Silencio. Desgarra su silencio en el ubicuo silencio. Entonces, tras un arqueo más acusado de las patas, más desmayado, la cabeza levantada, traspuesta, no sé si con los ojos abiertos o cerrados, como si dictara la tirantez de un enorme esfuerzo, oigo algo que fractura el ambiente callado, provocándome un subterráneo escalofrío. Un ¡plof!, de sopetón, la de una mullida oscuridad que se desploma en la tierra. ¡Plof! Luego, mayor vaciado de una sordina extraña y espesa, más compromiso vacío de la normalidad.

 

El animal desgarra con los dientes el cordón umbilical, un colgajo sanguinolento que contrasta con el verde vivo del pasto, con la blancura rota de su lana mancillada por la intemperie. La cría, oscura como la hondura de la que proviene, se mantiene acurrucada entre las extremidades de la madre, de la madre, qué hermosa palabra, más en esta hora parturienta, la que comienza a lamer, con destreza y fruición, a todo el ínfimo y encogido gurruño articulado de pelusa y huesos. Sorprendido, todavía, con la omisión total de dolor y alegría, suspendidos en un mutismo atronador, en el sigilo de la circunstancia, en una serenidad natural o instintiva. El recental o cordero, negro como un carbón mojado, comienza, con torpeza, a aspirar sostenerse en sus quebradizas extremidades; tras unos cuantos intentos, de empellones del trasero contra el terreno, ayudado por los tiernos cabeceos de la hembra, de la madre, logra al fin incorporarse con esa fragilidad como si de un momento a otro diera de nuevo con su liviana hechura desmadejada por el piso terroso. Sonrío, con apego. ¡Fascinante!

 

Me siento privilegiado al ser testigo de este milagro, esta esencia de la creación envuelta en un silencio extraordinario; donde no importa en este parto, en este nacimiento, en ninguno, en absoluto, cuánto se ha perdido ni lo que se ha ganado. Creación. Vida. Ensimismado, emocionado, por la escena, rumio cómo este profundo respeto y hechizo a los que siento, pues todo había sido tan tenue, tan espontáneo, tan efímero, son como los pequeños detalles que escribirán siempre el alma eterna de la existencia, el aliento del universo: los de las albas y los atardeceres, el rodar de las lágrimas, las gotas de lluvia por el cristal, la curva de una sonrisa o la otra curva de dolor o miedo, un latido que acompasa a otro, un destello cristalino, una explosión de color, … (que cada cual rellene, si quiere, los puntos suspensivos) Me he conmovido. Les doy las gracias, a la oveja y a su camada. El dilecto agradecimiento por darme a conocer, a reconocer, así de forma inesperada, aquello de lo que verdaderamente estoy hecho.

 

 

 

“NACIMIENTO”

© F.J. Calvente


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