Termina un día de un año que han resultado siglos. En este año de aterradora pandemia, quedará en mí marcados, más allá del dolor, del desconsuelo, ajenos pero siempre cercanos, por la efusión de una sorpresa fascinante y el miedo a un exterior devastador y cada vez más devastado de miasma y mortandad. Miedo, mucho, cuando había que salir a la calle a realizar las compras, sometido por los nervios, por una incertidumbre descomunal al igual que un contagio sentencioso que se antojaba acechante tras las esquinas, o en aquel que se aproximaba y a quien ayer apretabas la mano o saludabas con generoso contacto; ofensivo el desconocimiento y despiadado su efecto, como si la propia sombra fuese un espejo del “bicho”, adherida a la física del destino y la metafísica del alma. Por otro lado, lo reconozco, me sugestionaba, durante la fase más dura del confinamiento, de la clausura domiciliaria, el riguroso silencio que penetraba por todas las rendijas de un pertrechado hogar. Un silencio al que una vez olvidé y tanto necesitaba y porque con este podía oírme a mí mismo y entender algún que otro sigilo del universo. Escapaba al balcón de mi casa, afuera, aunque sea en la altura, sin mascarilla, y como si arropase a una soledad muy sola, tocaba, oía, gustaba, olía el silencio, inédito, denso y celoso; tan solo accidentado por el retorno de los pájaros y el rumor de los surtidores de la fuente de San Francisco en la Alameda, a medio centenar de pasos, incluso alguna que otra madrugada me alcanzaba el incesante fluir del agua lustral del pilar anexionado a las murallas, un desierto mayor y lejano. Nada más. Un silencio embriagador que anestesiaba la aflicción, el pavor ante la tragedia. Un día de un año que fue siglos y del que, sea una cuestión de todos, pronto termine y solo permanezca en la memoria colectiva como el triste recuerdo de lo fugaces e insignificantes que somos.
F.J. Calvente.
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