Una, dos, tres, …
miles de veces, más y acostumbradas en los últimos tiempos, quizás al ser hoy más
serviciales, o tal vez más acuciosas, todas las que he atravesado ese pasillo siempre
en penumbra, con la puerta acristalada, la puerta tallada, un estremecimiento
en las hojas de las plantas de las macetas a mi paso, con mayor o menor
atención o tiempo, o permanencia ahí, adentro, con mayor o menor paciencia, o
confianza, y por un cuidado necesario, con virtud y entrega, “¡venga, vamos”,
tantas mis idas y venidas que acaso podíamos terminar encontrándonos, yo con
él, él conmigo, encontrándonos aquí o allí de este tránsito reiterado y perenne.
Y sucedió. El velo obscuro en el pasillo era más tupido, un ensombrecimiento contagioso
de fuera por unas nubes de tormenta, grises y convulsas, un airecillo de agua,
que igual de travieso, o caprichoso, se aguantaba las ganas de llover o las
dejaba para una hora inesperada y la que suele ser fastidiosa, unas sombras con
filos, cortantes, como el testimonial escalofrío que dejaba el airecillo de
agua en su marcha, en sus ráfagas, en sus soplos, una luz blanca lidiaba con una
lobreguez dinámica, en un contraste mágico, lúcido, optimista… Lo recuerdo porque
en una, dos, tres, … una de las miles de veces en las que atravesaba el
pasillo, mayor su tiniebla, con un derrame de luz dulce, melindroso, recogido, afianzado
en las paredes revocadas con delicadeza, acaso por su lapso tibio y efímero, el
sutil viso crepuscular o de un intervalo privilegiado que pronto, unos minutos,
una brevedad que podría resultar eterna para quien espera, desaparecería para
ahondar la noche en la estancia, el desconcierto por si es mañana o tarde, y en
esos instantes espejeado en los cristales de la puerta como una pintura
empañada, un sfumato húmedo o escarchado… Así, en esa vez de muchas, al salir
de dentro y al subir los primeros escalones, la escalera más clara, iluminada, por
estar más próxima a la calle, afuera, un consenso geométrico entre la claridad y
la oscuridad, una lengua refulgente que lamía el primer peldaño, como una ola
la arena, allí me encontré conmigo mismo que bajaba con prisas los otros
peldaños, en una, dos, tres, … una de las miles de veces que lo efectuaba, más
en los últimos tiempos, estos acaso de virtud y entrega, de cuidado y servicio,
de obligación y afinidad, en cualquier caso ineludibles, esenciales. Entonces
nos detuvimos los dos, yo y yo, nos miramos con deferencia, no uno arriba y
otro abajo, uno abajo y el otro un escalón más arriba, no, en el mismo peldaño,
a la misma altura, próximos, casi pegados, casi nos tocamos, pero no hablamos, ni
un gesto, ni una medida cargante o de cansancio, ni una mueca de sorpresa o
reconocimiento, no nos dijimos nada, ni un hola o cualquier interjección curiosa
o atónita, ni un adiós definitivo o un hasta luego sencillo e invitado. Nada. Yo
subía las escaleras y él, yo también, las terminaba de bajar para atravesar la
puerta acristalada, junto a la puerta tallada en el estrecho zaguán tajado por un
tirón de luz del exterior, el pasillo siempre en penumbra, una sacudida en las
hojas de la maceta a su paso que era el mío, en una, dos, tres, … en una de las
miles de veces hacia el interior de la caverna, del hogar, de la madre o el
regazo del origen, un argumento en los fósiles o cuadros, y que ahora, no
luego, precisaba de atención y observancia. Sus pasos, los de él e
inevitablemente yo, aún resonaban abajo encumbrando los últimos escalones de la
escalera.
“Encontrándonos”
F.J. Calvente.
©
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