La noche abrió y alisó
una foto del álbum de la memoria, o fue una necesidad moldeada, un anhelo
corpóreo, en el calendario de los días pasados. Una nostalgia de otoño, desdobló
“Alguien, cualquiera”, rescatada en el último día de agosto y este primero de
septiembre, todavía verano. Con seguridad, al lance insólito contribuyó un fresco
de estreno que invocaba a aquella melancolía siquiera menos tibia, o de una luz
más pálida, no tan blanca y soberbia, más oblicua y ubicua, la que el
crepúsculo derramó con un respeto o con un sigilo tímido y siquiera más extrañó;
como un ensayo, bastante discreto, disimulado y confiado en el solaz de estos
insomnios estivales, de lo que llegaría en apenas otra hoja, caída o vuelta,
del almanaque de unos sueños viejos, pronto muertos. De esta manera, “Alguien,
cualquiera” cerró los ojos para entrar en una noche de silencio y soledad, sin
esos recreos en la plaza aledaña, en la alameda franciscana, con su confusión
de veladores y alcohol, de risas combadas, y tristeza en las silenciosas copas
de los árboles. Un velo liviano, neblinoso, del que él ya no creía, o mejor
diferenciaba, si legañoso a poco abriera los ojos o la brisa escarchada que más
que una frontera entre “alguien, cualquiera” y la mítica piedra, integraba o
acariciaba o provocaba una desintegración de su sustancia cotidiana en un
ambiente confuso y como paradójico son los escenarios que resbalan de la razón
o a lo fijado. Solo habían bastado unos pasos, un instante para cerrar los ojos
a la eternidad, para entender que había llegado el momento, por inconsciente
que hubiese sido y aunque lo llevara esperando más allá de los límites del
tiempo o de un atirantar de este y no de aquel otro hilo de fantasía, de
imaginación. Abrió los ojos y se los llenó de niebla o esta chorreaba de esos,
un recurso para no dilapidar las lágrimas cuando la emoción erraba en su
escrutinio, en estas cosas de la metafísica o de lo complicado.
Más o menos dispuesto,
más o menos preparado, “alguien, cualquiera” extrajo, de uno de los bolsillos
traseros del pantalón, el papel arrancado de un cuaderno escolar, meticulosamente
plegado en una, dos, … cinco dobleces, como un agostado capullo de pétalos cerrados
a su secreto; como si pudiera meter sus dedos entre los pliegues, contar una y
todas las veces que se quiera, así, en un cerrar ora vertical, ora horizontal de
la pirámide articulada, y abrir uno de los doblamientos y augurar, en ese juego
infantil de preguntas y respuestas, el destino inocente que tenía que ser
visado o audazmente quebrantado. La hoja que encontró o afrontó durante la
mañana, temprano, las ocho u ocho y cuarto, al salir a la calle, cuando un
viento que olía a tormenta la volaba y sobrevolaba hasta que quedó depositada
en su pecho, con una languidez final como aquellas otras naturales que tanto
tardaban en caer de los árboles de la alameda contigua, desdiciendo al otoño, allí
permaneció, con un pico adherido a uno de los botones de la chaquetilla que
pareció conferirla de un lacre arcaico y misterioso. Desde el primer momento no
quiso desplegar la hoja, revelar su asunto, juzgó no era el momento. Ahora sí era
el momento, de hecho. No le pregunten el porqué, “alguien, cualquiera” no
sabría responder, no tenía respuesta, ni argumento, o al menos una excusa que
aliviara la consideración, simplemente concibió que así debía ser y así terminó
siendo, o todavía no, ya quedaba un poco, un momento. Desenvolvió una, dos, …
cinco las dobleces. Y a la luz mineral de una farola lejana, leyó con
dificultad unas letras escritas con lápiz, redondeadas y jóvenes, que de esta
manera le hablaron: “Una vez, sin buscarlo, viste el Aleph ahí arriba, en la
muralla. ¿Por qué?” Nada más. Leyó y pensó una y mil veces, … no tantas,
muchas, la inextricable frase y la insidiosa pregunta. No, “Alguien, cualquiera”
no podía explicar, dilucidar, desnudar la interrogación. No.
“¿Por qué?” No, no
sabía, no lograba responder, se convencía, tanto o acaso influirían a responderse
ciertos viajes al amor, a la belleza, de las lágrimas que ruedan por las
mejillas, de las gotas de lluvia por el cristal, de los fragmentos de sol
intrincados, desgarrados del enrejillado de las hojas de los árboles… Con todo,
pervivía en él, en el entorno, una casualidad, palpitante, clamorosa, o mejor sitiarla
asimismo entre otras incógnitas por las mismas y objetivas y anteriores sutilezas.
Un peso, más acucioso, más flagrante, en el bolsillo de la americana, “Alguien,
cualquiera” tocó, a través de la fina tela, el libro de bolsillo. Un
escalofrío. La conmoción por la correlación, por un cruce en el fárrago de
cables de la Providencia: Aleph aludido en la hoja de papel, en el mensaje
errabundo, sí, y también Aleph como título del libro de Jorge Luis Borges que sobrellevaba
desde la mañana, leyéndolo de manera desordenada en cada una de las paradas que
las rutinas y las esperas le permitían y con esto apaciguaban. “Alguien,
cualquiera” se aproximó un poco más a la farola, sacó el libro. El marcapáginas
en uno de los relatos, “Deutsches Requiem”. Leyó:
“Mientras tanto, giraban sobre nosotros
los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que
respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar
estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en
aquellos años, era distinto; hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui
plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.)
No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias
de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna
parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque
primero le fue deparada la gloria y después la derrota.”
Y en esta pausa del
momento, de la noche, de una nostalgia de otoño, al socaire de la épica del
baluarte almohade, con su fluir perpetuo de unas cuentas líquidas, inalterable en
los tiempos y en las ficciones, “Alguien, cualquiera” fue repitiendo una y mil
veces, … no tantas, muchas, el contenido del paréntesis, en una letanía que remachaba
el alfa y el omega, el origen y el fin a la pregunta del papel. Nada, quién
sabe, no lo sabía, solo sentía su refutación como la solvencia de los sucesos
inexorables: “Yo, quizá, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la
desventura requiere paraísos perdidos.” Esto que fue repitiendo una y mil
veces, … no tantas, muchas, hasta que se colmó, poco a poco, despacio, despacio…
de aquella afinidad que una vez perdió y que aspiraba a reencontrarla en
momentos como este, o como aquel, cuando arriba en la muralla, arriba de la
Puerta de Almocábar, vislumbró el Aleph, en una desventura al recuperar un
paraíso perdido de piedra y leyenda, el que entraba y salía de la muerte.
“Alguien, cualquiera”
cerró los ojos, entonces se abrieron y avanzaron a través de la cortina neblinosa,
paso a paso, palabra a palabra, en la noche y en la soledad, susurrándolas con
tal conjuro que el murallón o el fragmento de un patrimonio infinito, los
devolvía en un eco de asombro y exaltación: “Miro mi cara en el espejo para
saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me
enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.”
“DESVENTURA
DEL PARAÍSO PERDIDO”
© F.J.
Calvente.
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