Al árbol de navidad que sorprendí fugándose, lo alcancé con esfuerzo en el Paseo de Los Ingleses, en su final o a unos metros de los jardines del hotel Reina Victoria. Un expectante Rainer Maria Rilke, quien dejó por unos momentos de estar atormentado, nostálgicamente atormentado, sonrió de rebeldía adentro en su oscuro bronce a la huída y voluntad del árbol. Este, en su inminente precipitación al vacío, al Tajo, cerró los ojos, cerró los míos con una de sus ramas que aún sostenía un colgajo de niebla como una telaraña escarchada, como un desgarro de velo de fantasma o un verso roto del autor de "Las elegías de Duino" insinuante en un susurro: "El amor vive en la palabra y muere en las acciones", o de algo parecido y concerniente a la pérdida o "por ti, para que tú un día llegaras". Con los ojos cerrados por la rama de hojas verdes, duras y secas, las que antiguamente servían de adorno en las fiestas religiosas por sus puntas como pequeñas cruces, los sentidos abiertos, me mostró una imagen, esta, esta de arriba o de más abajo, de lo sucedido minutos antes. El árbol de todas las navidades pasadas inclinado, casi desmoronado sobre el tejado de la Casa de la Cultura, amenazándolo, amedrentándolo, más con broma que por venganza o malicia, aprovechando una nefasta imprevisión en unas obras que se antoja las efectúan desde el principio de los tiempos. El árbol se torció y destrabó una a una sus raíces, desenredando el nudo de su fidelidad a un espacio infinito, para huir en la niebla cómplice hacia un nuevo destino donde quizás la Navidad fuese virgen y honesta, o a uno de aquellos días en que fuimos inmortales. Y en el antepecho de la cornisa del Tajo, abrí los ojos...
F.J. Calvente.
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