Tomar el fresco ha desaparecido casi por completo de nuestras calles, de nuestros portales, de nuestros recuerdos, en ciudades o grandes pueblos; solo en pequeños municipios, en aldeas o desiertos urbanos, todavía permanece la costumbre de hacer de la calle la extensión de un espacio doméstico, un alivio a esas rigores climáticas y de otra índole metafísica, incluso poética, en válvula de escape, un respiro nuevo, a humores o pesos o gravitaciones insoportables. No es solo por airearse, un alivio a la calor que engrasa la piel y la retiene, asimismo trata de orear la intimidad, a los interiores, propios y hogareños, de aquellos pesos, rutinas o melancolías intolerables. Un ritual de convivencia, eso es, de puertas abiertas a poco que se pone el sol y su último derrame perfila el horizonte y una magia de cómplices guiños rutila lo cercano; afuera las sillas, de anea o de plásticos, de mil crujidos o plegables, en la acera, apoyadas en encaladas fachadas, sentados en limpios mármoles de umbrales que retienen la frescura o bien engañan con sus limpios reflejos de paraísos sencillos, los primeros remedos de conversación o de afinar la vista a la sorpresa o a lo que depare el fárrago y trasiego del paseo o de la pasarela o lo que acontece al lado, en el asfalto o empedrado, curiosidad o dinámica de la vida. La vida. Probablemente tomar el fresco haya sido la más genuina "red social", el mejor instrumento de comunicación y de vecindad, de hospitalidad y generosidad, de tolerancia y compañía; contradictoriamente funcional a la que hoy en día, con mil y una redes sociales, Facebook, TikTok, X o Instagram, con miles de amigos virtuales, con cientos de fatuidades y no diálogos, sordos endémicos, deseos y no verdades, con un sinfín de información y propuestas, transforma a las personas en solitarios, grises o incoloros, planos, nómadas de la indiferencia, desarraigados.
Ayer o antier, en Igualeja, pasé y observé, como un intruso, como un elemento disruptivo en el ambiente calmo de la tarde, como un foráneo a pesar de la reiteración, a ese vecino de la fotografía sentado de aquella manera en el umbral de la que quizás fuese su casa. Y me vino a la cabeza, ante su mirada escrutadora, fija y desconfiada, de ojos grandes y hundidos, huraños, frente amplia y despejada, rasgos duros y curtidos, además de la excepcionalidad a esto de tomar el fresco y de lo que vengo disertando, las primeras letras de un texto de Azorín: "Vivir es ver pasar..." Allí o allá estaba él, cercano y muy lejano, viéndolas venir o viviendo del paso, atravesándome con un recelo, con un nostálgico escepticismo que no admitían mi intromisión por admirada que de él o de lo que me transmitía fuera. Sencillo y auténtico pintoresquismo al que me fue imposible sortear e incluso no inmortalizar. Porque verlo aferrado con énfasis y cuidado, era posible, a la cortina de abalorios, como si agarrase un manojo de mieses, un fajo de sombras, una cabellera salvaje, un purgar de cuentas y memorias, si bien desmentido por su afectada fiereza, me pareció cómo él trataba de sostenerse, anclarse, ayudarse para que no se lo llevara la impetuosidad del exterior, el imprevisible lío de un lugar donde con desacuerdo nada pasa salvo él, ellos, nosotros. De ahí sus pies desnudos, sea con calcetines, por la necesidad de sentir el latido de la tierra, de lo seguro y acostumbrado, su intimidad o rutina, en la seguridad, creí, de afirmar, quieto, la segunda parte de la anterior frase: "ver pasar allá en lo alto, las nubes", a no estar allí, arriba, arriba... Al aparcar mi coche metros más alla, junto con Antonio Arroyo, de regreso al Bar Los Curritos donde nos esperaban Mari e Inés, todavía sin avellanas ni aceitunas, con alguna confidencia ya resuelta, ignoré al vecino que seguía en idéntica pose. Saludé pero lo ignoré, sin mirarlo a los ojos. No pude. No me respondió, porque yo también, como él entonces, como el resto de las letras de Azorín que pasaban, que pesaban en mí, yo también volvía, también vivía por tanto, en un "vivir es ver volver"...
... "Es ver volver todo un retorno perdurable, eterno; ver volver todo -angustia, alegrías, esperanzas-, como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fugaces e inmutables".
No hay comentarios:
Publicar un comentario