Incluso en verano, en una de estas olas de calor en el insensato océano del mundo que abarcamos y pervertimos, en #Pujerra, se abren esbozos del otoño con su recolección de castañas o del ritual ancestral de comunión de la tierra con el vecino, con el humano. Al afrontar a la izquierda la esquina para, tras el escalonado descenso y otra vez a la izquierda, como un balcón en la pendiente, admirar el colorido vergel del patio posterior de la casa de mi tía Mariana, en una soledad pesada, sólida, titánica, propia de la hora y de este ridículo estío, al pie de las escaleras me paro o ceso en mi arrastre de pies ante la llegada del castañero o esa otra metáfora hecha madera de palés y bornizo, del corcho inaugural, del barro de los mitos, por el hábil artista o mensajero Ricardo Dávila Santos. Y con él, con la escultura, con el castañero, el sudor de los compromisos y los esfuerzos, destilado en las inflorescencias de los castaños en el suelo, lágrimas caídas, llamas o candelas que anteceden al incendio crepuscular en las hojas ocres de un efímero y eterno paraíso, los mocos con su indicio seminal, el peso del saco en el hombro, saturado no ya de frutos sino de sombras del tiempo que se hacen más abiertas en su melancólica espera del mañana o de ese fabuloso mañana a la vuelta de otra esquina; de mirada imperturbable para conjugar la cuesta, subidas y bajadas entre flores naturales y de crochet, la blancura de la cal, puertas despejadas, sinceras, reminiscencias de la savia, del verde autóctono, de la fiesta apenas acabada, San Antonio, y el celeste húmedo del cielo. Entonces a él lo oigo susurrar, y confirmar: también en verano, por severo sea, hay una promesa otoñal en su cosecha de castañas, una emocionante y humilde mitología de idílicos caprichos, de esos que al palpitar, para el que quiera, arrugan el alma.
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