El desencuentro llegó de
manera violenta, exasperada, apremiada. La decisión, como no podía ser de otro
modo, partió de ella. A él, como no podía ser del mismo modo, pilló de
improviso y sorprendió la reacción; luego quiso entender, pero no justificaba
la forma, aun a sabiendas de que su querer había llegado a un punto sin retorno.
No era por el orgullo herido. El insulto pasó. No. “¡Desgraciado de mí! ¿Dónde
se ha escondido el tiempo?”, exclamaría Zaratustra. Un año. Medianerías de un agosto
como este. De un calor como este. De una desolación como este. De un abandono al
igual que las calles intervenidas por vahos ardientes como en este. De los
mismos solitarios sin alma que recorrían los páramos muertos de las tardes como
en este. De ramalazos dementes del levante que no se llevaba nada, ni las
palabras, sino que las cambiaba para rasguear nuevos y convulsos escenarios
como este. De perezas y solaces incómodos en la idéntica y acelerada salmodia estival
como en este. De recuerdos que aun hoy en día duelen, los que no han
cicatrizado la expresión de su estrago, innecesario o no, en el anhelo por la
tibieza de los calendarios, el olvido del que aseguran lo cura todo y solo cuando
ya no se tienen lágrimas ni esperanzas que verter y por cuanto llegó a suceder
en un agosto como este.
Trascurrido un año de la
separación, con sus muchos momentos de reflexión, y de dolor, de dudas y
convicciones, en torno a una relación que, aunque atípica, llenaba a ambos. Momentos,
a diario, que forjaron la detención y belleza de unas fechas que serán inolvidables,
perennemente nostálgicas en lapsos suplicantes de aquellas ternuras esquivas. Un
año distante en la gravitación de sus propios universos, excluidos del agujero
negro de la desunión. Universo, el de él, siquiera más ahondado en el
infortunio, o en los infortunios, muchos, duros, aglutinantes, sucesivos en un
cúmulo de despropósitos que lo tumbaron sin ganas de levantarse y de
aflicciones notables antepuestas a la suya, en la soledad de un corazón roto; y
el de ella, expectante, en la llama apagada que aún dibujaba en un tiempo quieto
el hilillo azul del humo de su pasión, la fría estela de un cometa por el cielo
de una memoria feliz. No se vieron. No hablaron. No se escribieron. No hicieron
el menor intento de hacer algo para que algo trascurriera. Nada. El paso
lastimoso de los días. La obligación puesta en ese mismo sendero amnésico del
tiempo para que olvidaran una unión intensa pero apocada, constreñida a cuanto
él se veía imposibilitado de solventar, de solucionar, o de enjugar, y sin que
el daño se llevara más víctimas a la propia y por una auto compasión pávida. El
chantaje de su cobardía. Ella terminó con la relación, con la anécdota de un
amor menesteroso, porque normalizarlo se le presentó improbable. Nada.
En todo este período,
mucho y en realidad tan poco, sí que habían reflexionado, y padecido, cada uno
a su manera, la ruptura que a él le pareció tan imprevista, tan ruda, tan
rotunda, y a ella tan necesaria, tan catártica. Irreversible. O todo o nada.
Era el momento. De hecho no existía excusa, no la buscaban, menos él; tal vez sí
aquel elemento catalizador de su necesidad, más ella, bastante veces
reivindicado, para que explosionara, rompiera las paredes, para no tener que
encerrar el deseo indefinidamente en ese envase hermético, sellado, de lo que
solo a ellos competía y visualizaban y en el que escanciaron, y ahí mismo bullía,
su incongruente amor; aquel que, constante, aspiró a su término sin límites, sin
frenos ni terceras personas, sin parapetos por los que resbalara, cayera y volviera
a iniciar el mismo despliegue de su efusión. Ambos reconocían, y hasta el
último momento él se postergó a su dominio, que el recorrido en pareja había
llegado a su última etapa: o se avanzaba y se le daba mayor consumación o la
que le era propia, mayor luz, mayor prestancia, o por el bien de ambos tenía
que terminar, romperlo. Y ahí surgió ese elemento que dirimió, sea de manera
intempestiva, el núcleo de cuanto les unía, y lo zanjó ella para trazar un
nuevo punto de encuentro con el que avanzar para construir un futuro juntos, o
bien un punto de fuga o de desencuentro con ambos disparados a lados
antagónicos y definitivos. Es decir: ella resolvió acabar la pareja puesto que,
o en consecuencia, con independencia de sostener su fuerza en una causa que no
la tenía, permitía que con el fin de la relación uno y otro pudieran vivir.
Ella tomó la excusa no por
una de tantas reseñas literarias que él escribía y que la concernía, no; en
este caso se trataba de una felicitación o conmemoración, de igual forma
retórica, inexcusablemente similar, reiterativa año tras año, ante cierta
efeméride personal a la que él tenía que doblar su voluntad, o su sacrificio,
el chantaje de su cobardía, la renuncia a su verdadero amor por la oficiosidad
del otro, aquel temor por las víctimas, en especial por las inocentes. Y si
bien ella conocía la recurrencia de este pormenor, de acuerdo que insufrible, tomó
la decisión de terminar con todo tras este, tras ese forzoso y último pláceme,
aun a sabiendas de que ella conocía tratarse del mismo argumento para la misma
vicisitud que el año anterior. Inaguantable. Todavía él, una vez superada la
decepción inicial, el dolor en la entraña, el abandono, a regañadientes se
decía que era lo mejor que podía suceder: ella no se merecía a un tipo como él,
o a sus circunstancias y a las que no quería o no podía escabullirse, ella
tenía que ser feliz. No fue ese imperativo parabién por cierto aniversario,
obligado, formal, protocolario, lo que entrañó la ruptura, no, a lo sumo este correspondería
a esa gota, a esa lágrima, la que colmó el mar de paciencia encerrado en el
envase reservado donde, igual ya se ha escrito, guardaban su amor. Un amor
cansado de nadar en aguas oscuras, estancadas.
Ella tenía que ser feliz.
El punto de inflexión,
con seguridad, residió en otra, llamémosle ahora así, reseña literaria que él
envió a ella y en contestación, o en cumplida devolución al relato que ésta
escribió con anterioridad, dos semanas antes y con viveza; originales renglones
en los que él trazaba su cariño, o una voluntad, palabra grande, arraigada por no
continuar amando de la misma manera. Sin embargo, para ella se trató de otra
inmersión, una más, en la dimensión oscura de un querer indeterminado, del
mismo e insoportable aguante que en vez de expandir su amor, lo condenaba al
ostracismo, a la sombra del otro y a las migajas de lo que debería ser único según
la profundidad del sentimiento, agotadas cualesquiera urgencias en la dilatación
de su expresión. De ahí la decepción, y la decisión, y la quiebra con cajas
destempladas, innecesarias a lo mejor, ofensivas, pero en ese momento adecuadas.
De esto hacía ya un año.
Un año de pausas, para nada de olvidos, esperando algo y aun a sabiendas de que
quizá nada sucedería, en ninguno. Y hoy, precisamente, él reflexionaba con
mayor ahínco sobre ello; sin importarle cómo ella decidió, cómo aseveró su
sentencia, semanas atrás para olvidar o imponerse con fe el repudio a una de
las expresiones más hermosas de aquella relación que tanto les llenó: la
escritura viva, trazada con su alma, referida en el párrafo previo, su
cumpleaños o uno de sus más sentidos encuentros. Unos pensamientos, y las
punzadas del viejo y palpitante lamento, de hace un año.
Porque hace un año…
Rosaura Espliego dudó,
con la mano levantada sobre el teclado, la sutil garra sin fuerza, con el dedo
meñique ligeramente más flexionado que los otros y en el espacio de merecer una
letra, o la pieza del teclado que la administraba, o el espacio versátil que la
terminaba; sobre la tecla que, al no estar activada la otra de las mayúsculas,
era la del punto, no dos de estos o uno sobre el otro. Un punto, de ahí la
duda, y la ansiedad de apellido desesperada. Ella no sabía, o no se atrevía, a
que el punto fuera seguido o final. Levantó la mirada de la pantalla a la
ventana, a la soledad desértica de la calle, a la densa calina, serpenteante
como una criatura indeleble, incorpórea, que a su paso desleía las formas en
otra textura blanca, ardiente, licuada. Recortado en el reflejo del cristal,
veía y no veía la indefinición de su rostro, vaporoso, acentuando la geografía
de un desvelo que tensaba sus cuerdas, en ese momento abatidas. Punto seguido o
punto final. Su corazón insistía en la cadencia de unos puntos suspensivos.
…
No, no eran estos. Más tarde.
Augusto Morelli dudó, dos
semanas después. O solo Morelli como él prefería, por el personaje de Rayuela; y
no porque conviniera lo sucinto del nombre en recordatorio de su actividad
frustrada en pos de una literatura limpia, de lo cual padecía, sin decorados
accesorios, lamentaba, o a lo mejor su frustración de escritor procedía de su
emborronamiento barroco a la hora de escribir, justificaba compadeciéndose. Morelli
remiraba el calendario, el día marcado con un círculo o remedo rojo, en ese
instante, ayer fue tarde y mañana dependía de lo que hoy sucediera. Apartó de
la mesa de la cocina el cuaderno en el que, en una tempestad de bocetos como le
gustaba decir, escribía así se presentaban las ideas o los barruntos o lo que
fuera, con la esperanza de encontrar una guía, un argumento plausible, la
inspiración que le permitiera escribir una novela que levantara la resignación
de su frustración o vocación frustrada, y se sintiera, por fin, contento,
orgulloso. Miró los dos o tres libros que la editorial le había enviado para su
crítica en Amazon. Una crítica que tenía que haber estado para antes de ayer.
Suspiró. Sorbió un poco de café. Le gustaba la soledad de la cocina a aquella
hora de la mañana. Solo en casa. Unos enérgicos haces de sol, amarillos como la
tarrina de mantequilla abierta en la mesa, entraban sesgados por las lamas de
la persiana semicerrada. No podía demorar su compromiso con Rosaura, y con el
día. Buscó y encontró la novela inacabada de ella, su regalo de cumpleaños. Quiso
enmascarar un presagio, que se le agarraba en el estómago, de que algo, algo
malo, iba a suceder.
Rosaura Espliego,
entonces, cerró los ojos y envió el email con su relato, con su novela
inacabada, enlazada a un formal asunto: “Feliz
Cumpleaños, cielo”, en mayúsculas y con ese “cielo” desleído por una imprevista lágrima empeñada con arrastrar
su espera; en su obligación de cumplir, con agrado, su compromiso en las citas
anuales de sus cumpleaños; donde en la reciprocidad de la intención, recreaban
o se dejaban llevar por historias cotidianas de cómo sería su relación, la
verdadera unión de pareja. Mucho esfuerzo le costó enviar la historia. No, ella
no era escritora. No era escritora, aunque le gustaba serlo. Rosaura era
economista, funcionaria de la Diputación provincial, probablemente de los pocos
casos con una plaza como marcaba el procedimiento, la legalidad o el decoro.
Una trabajadora honesta, tenaz, resolutiva, responsable. Por otro lado, a pesar
de las frías mecánicas ligadas a su trabajo, una mujer con una sensibilidad
abrumadora, con una hondura sobresaliente. A lo mejor por esto, según él pensó
tantas veces, necesitaba de escribir, escribir para que él la leyera, para
compendiar la enormidad de su sentimiento, la emoción de crear algo hermoso a
través de las letras y no a tantas construcciones habituales, gélidas y
previsibles, con números y cálculos, en la monotonía de sus jornadas laborales.
Sonrió. El corazón le latía de manera extraña. Raro porque de latir en los
visos de Morelli, existía una brusquedad en su compás que no le gustaba, que
parecía avisarle del asomo de un contexto inesperado o, en cualquier caso,
adverso. Mensaje enviado.
Augustus Morelli oyó el
aviso de la entrada de un nuevo email. Dejó de escribir. Rosaura. Sonrió. Bajó
el volumen de los altavoces, “DJ” de Dover: “i tried to do my best/ i tried to be the girl of your dreams/ dj! don't
you fuck with me/ i tried to be the one…” Leyó el correo, el archivo
adjunto, con el corazón, esbozando la sinuosidad de cada letra, humedeciendo la
impresión con la conmoción que aquellas edificaban. La realidad plasmada en las
páginas, simulada pero indiscutible, le satisfacía, la ansiaba… En un resorte,
empero, miró en derredor y cierta obligación, atadero en el que la cobardía se
emboscaba, lanceó con saña su sueño, su condición postergada indefinidamente. Y
no fue esto por lo que adentro sintió el incómodo hormigueo de un presagio
negro. Un presagio que intentó ajustar a su mediocridad, al fracaso en el que
confiaba las expectativas de su existencia. Suspiró. O aquella exhalación amarga
amparó la voz del destino, ese destino que tanto mal, según Morelli, le
dispensaba, tanto revés y pena. No, porque volvió a confundir la puerta que se
abría para iniciar un nuevo comienzo con otra añagaza de su frustración, la que
todavía no pensó que amenazaba, en esa coyuntura, con llevarse por delante y de
modo concluyente a aquello que lo hacía ser él: el amor.
Rosaura Espliego, en el
margen entre uno y otro aniversario, entre el de él y el de ella, continuó con
sus vacaciones, siempre lejos de Morelli, y no es porque Rosaura así lo
quisiera. Día a día seguían manteniendo las mismas rutinas de su comunicación
escrita, esa modalidad de su querer que era invisible a todos y tan diáfana en
ellos, pues se descubrían todos los pormenores, las horas, los minutos y los
ensueños, pareja que conocía del uno y del otro hasta los más intrincados
vericuetos de su ser. A las orillas del mar, sol, terrazas y paseos de brisa y
salitre, o en el calendario de ferias, verbenas, barbacoas o reuniones de
amigos “in the summertime”, estridencias
de estrechar la noche con alcohol y compañías que al menos resultasen
interesantes, ella ideaba, con cierto y sordo dolor, en la contestación o en la
respuesta de Morelli a su novela inacabada. Contaba los días para resolver su aguardo
y, al mismo tiempo, codiciaba con que los días no transcurrieran, o lo hicieran
muy, muy despacio, para de igual manera contrarrestar ese auspicio nefasto que
la desgarraba con desesperación.
Augustus Morelli, por el
contrario, observaba preocupado, sentía alarmado, cómo los días duraban tan
poco a lo que tardaba el cubito de hielo en diluirse en el lecho ocre del
wiski, de aquel otro suspiro vaciado en el débito de su estado permanente, o de
una estrella fugaz que no amenazaba, sino que iluminaba el recurso a la uniformidad
de su vida laxa y abúlica. Y con el paso vertiginoso de esas jornadas sinónimas,
la narración no emergía del maldito cursor parpadeando en la esquina superior izquierda
de la pantalla despejada del ordenador; todavía no tenía alguna originalidad,
como sucedió en estíos y aniversarios anteriores, ni ninguna otra inspiración
que pudiera extractar ya no solo la inquebrantable fidelidad de su amor por
Rosaura, igual de inquebrantable a la fidelidad de su rareza, sino aspaventar un
nuevo miedo, ya no eran los celos u omisiones, arropado de pronósticos, negros
como su desilusión. La seguridad que cada vez más se hacía insoportable por
frágil en su concreción. El fracaso. Seguía echando las culpas a su fracaso
existencial.
Solo una vez Morelli se
sintió cómodo con su trabajo de periodista en la delegación provincial de un
periódico de tirada nacional, más satisfecho cuando fue responsable de la
sección de cultura y siquiera más en su crítica semanal literaria. A pesar de
que esta actividad le gustaba, se sentía realizado desempeñándola, una adolorida
decepción asaetaba su esencia, su consciencia. Los dos intentos por despuntar
como escritor, una novela histórica y un libro de cuentos, no habían tenido la
aceptación que él daba por hecha. Y a la sazón, el desencanto le condujo a una negación
terminal, como la polilla que carcome la madera de un mueble, socavando poco a
poco su entereza, su fuerza creativa. Tanto que su trabajo en el periódico se
vio afectado, afrontado, y no porque él fuese consciente de una dejadez que no
hubo, de una irresponsabilidad que tampoco se produjo, no; solo que, de los
aspectos positivos que pudieran albergar su noción de ente acabado, de malogrado
escritor, estaba aquello que le hizo más riguroso, más ecuánime, más honesto y
objetivo en su tarea de crítico literario en su columna semanal en el diario.
Como un juez severo, su temida y alabada pluma caía sin favor en el
desmenuzamiento de las novedades editoriales, hasta que surgió una novela que,
por imperativos y zalamerías, tenía que convertirse en best seller, y esto lo
mató. Una novela romántica que escribió, al principio desconocía la afinidad,
la hija del presidente del grupo de comunicación a la que pertenecía el
periódico. Leyó la novela, con brega y dado lo mala que era, y su crítica, por
tanto, fue demoledora, sincera sí, pero inadecuada para “los intereses del
periódico”, tal como se insistió en la carta de su despido. Y ahora batía el
cobre, cuando existía para hacerlo, de “freelance”, con alguna que otra colaboración
sin importancia en uno u otro medio sin importancia y por calderillas sin
importancia. Su mujer trabajaba, ganaba un buen dinero como para que el no
tuviera que hacerlo. La dignidad, el orgullo, por los suelos. Tareas
domésticas. El fracaso terminó por destrozarlo. Hasta que llegó ella.
Rosaura Espliego no había
tenido una vida fácil. En verdad podía considerarse afortunada con su familia,
su mejor sostén; pero los tiempos no estuvieron en consonancia, duros y de
carestías, dejándose mucho de rogar por conceder una nimia expectativa tras
numerosas puertas cerradas o callejones sin salida en los que la ventura
retrocedía. No tuvo una existencia cómoda, se hizo a ella misma, con
sacrificio, dedicación, tenacidad. Llegó a España desde Ecuador siendo una recelosa
adolescente, gracias a una beca de estudios de cooperación internacional. Y
desde su primer momento aquí asumió el sacrificio como norma de subsistencia;
mientras sus padres se deslomaban en todos los sentidos, vinieron con ella a
España y quedaron huidizos tras el velo de la inmigración ilegal, luchando por
ser otros españoles, incluían lo de responsables. Pobres, pero felices. Ella se
dedicaba a estudiar, sin desfallecer, hasta que terminó su carrera
universitaria y aprobó con el número uno la oposición para la Diputación
Provincial. En ese camino, además, siempre estuvo pendiente de tender su mano,
su sonrisa, su ayuda, a quien lo necesitase. Es cierto que tanto estudio le
forjó o la arropó de cierto aire gélido; no, no era frío, tal vez un aura de
respeto, aquellas mecánicas inercias, como de dar la impresión de estar por
encima de los demás, lo que la impedía entrar en relaciones más cercanas.
Amores contrariados escritos en una indeterminación de su destino. Hasta que
llegó él y… todo siguió siendo lo mismo, o no.
Augustus Morelli se
enamoró la primera vez que la vio.
Rosaura Espliego se
enamoró de su sonrisa y luego de él.
Augustus Morelli ocupaba
tras algunas decepciones anteriores, una suplencia de coordinador, la titular
estaba embarazada, en el departamento de cultura de la Diputación. Allí, en las
escépticas idas y venidas por pasillos como tablas de reflejos, después durante
los desayunos, en las reuniones de coordinación los lunes por la mañana después
de un fin de semana de perfilar agridulces posibilidades, se quedó prendado de
aquella muchacha resuelta, diligente, en cuya mirada descubrió una ternura
inimaginable que le provocó necesidad y ansiedad en su corazón, en la
carburación de su cerebro cuando ella no estaba.
Rosaura Espliego vio por
primera vez a Morelli en el bar de la Diputación, un día grisáceo en todos los
sentidos, sorprendida con aquel hombre de sonrisa tan atractiva que no le quitaba
la vista de encima, la que expedito arrojaba a un lado con cálido rubor cuando
ella le devolvía la atención o curiosidad.
Augustus Morelli, a pesar
de sentir cómo con aquella mujer una parte importante de su vida o toda ella amenazaba
desmoronarse, y que tenía que desmoronarse para que él viviera, inconscientemente
se hizo al cambio, o a lo que la confidencia, la disimulación, le permitían. Una
timidez que creyó desaparecida, un ramalazo juvenil impetuoso e irreflexivo,
unas ganas locas por todo, celos obsesivos, y unos temores al rechazo
increíbles. Con todo se decidió a enviarle mensajes privados por la intrared de
la Diputación.
Rosaura Espliego notó sorprendida,
y complacida, el primer mensaje de los muchos que le llegó por la intranet. Y
se dejó llevar por el fervor de su sonrisa permanente, por el color de su
honestidad delicada, con las que aquel tímido hombre le atraía como si no
hubiera otro.
Augustus Morelli jamás
olvidaría la primera vez que se besaron o la primera vez que ella le besó.
Rosaura Espliego jamás
olvidaría la primera vez que hicieron el amor: torpe, sentida, inexperta, sofocante,
y bella; pero tan trágica por los problemas personales que él acarreaba, o más
bien sorteaba sin que no se decidiera a darles solución, por los efugios de un
amor al que a ella también penetró la auto conmiseración del otro que no pudo
desligarse de su maldición en la estela de aquel milagro. La primera vez en la que
fueron uno y después más se urgieron porque ya se sentían indisolubles.
Augustus Morelli se dejó
llevar por la pasión de la relación, pero habida cuenta de sus circunstancias
personales tenía que mantenerla en secreto y para no menoscabar a aquellas. Un
vínculo, por atípico que pareciera y de hecho lo era, al que colmaba haciéndole
feliz. Sea a través de unas palabras, de unas letras, en las que escribían un mundo
en común, o en una lejanía muy cercana.
Rosaura Espliego se dejó
llevar por la pasión de la relación, pero con la esperanza de que más tarde que
pronto él se decidiera a estar con ella de manera definitiva, sin miedos, sin
tribulaciones; así sostuvo cuanto pudo la impaciencia, la urgencia, la
necesidad de consumar sustancialmente el amor que los unía, normalizar su
reunión.
De su intimidad quedaron
tantas letras que sin duda alguna navegarán eternamente por el ciberespacio,
ese universo trascendido a la exclusividad del de entrambos. Mensajes,
conversaciones en las que se entreveraban una infinidad de aspectos: actualidad,
sociedad, trabajo, literatura, arte, familia… y los distintos estados de su
sensibilidad, de su afecto, creando un compendio literario muy emotivo, tierno
y sentido. Unas palabras que reivindicaban en todo momento su expresión
hablada, o susurrada al oído del otro. Letras, en especial, con las que hilvanaban
asombrosos relatos en el día de sus respectivos cumpleaños; henchidos de sensualidad,
de afecto, de sexo, de unión, de compenetración, de acoplamiento, de formular las
matemáticas del deseo para resolver un hermoso dos en uno. La concreción para su
acostumbrado sueño. La literatura de su encuentro.
Hace un año, no obstante,
en el día del cumpleaños de Morelli, tocaba primero, si bien no sobrevino excepción
alguna en el tórrido y sentimental relato que ella le escribía, lo habitual
desde que sus respectivas distancias anhelaban destrozarse con cercanías
desenfrenadas, más en fecha tan señalada, rezumaba una desesperación, aquel serio
espectro en todo momento pendiente de ellos, que ya no era disimulable y ni
mucho menos soportable, normal entre quienes se amaban de manera tan intensa, y
tan anormal que no tuvieran de encuentros próximos para sentir la plenitud. Y
quizás por ese cúmulo ingrato, por esa impresión incómoda, por esa ambigüedad y
temor por dar un salto más arriesgado o más coherente, él no daba con la tecla,
ignoraba qué escribir para regalar a Rosaura por su cumpleaños. El pronóstico
malo, tal vez contagioso, ya había establecido su poder, su terminal infección
de desapego.
El pronóstico malo.
El mismo día del
cumpleaños de ella, Morelli escribió como si se tratara de una de esas reseñas
literarias que efectuaba tan bien o acaso lo único que solía acabar bien,
hablaba su frustración; como si estuviera ante una novela de Rosaura Espliego
enviada por la editorial llamémosle entonces “DelDeseo”, con todas sus buenas expectativas
y sus sinsabores, la que acababa de publicarse y llegaba a él para afrontar su
comentario. Esta fue, pues, la reseña de una sentida ausencia que hacía un año
escribió Morelli, salpicada por los párrafos en cursiva del relato que semana
antes, los de aquella novela inacabada, los de un regalo de cumpleaños que
rezumaba desesperación, Rosaura Espliego envió a Morelli con batalla, con
vacilación y forcejeo, en un correo electrónico. Una reseña que compendiaba una
relación que había llegado a un punto donde solo ella tuvo la valentía, a pesar
del dolor, de dirimirlo:
“Desde que se conocieron se convirtió
en tradición escribirse unas palabras, que pretendían fueran emotivas, cargadas
de sentimientos y un poco de sensualidad en el día de sus respectivos
cumpleaños, como regalo”
Rueda este 17 de Agosto bajo los azotes
de uno de los soles más despiadados de los que se tenga memoria, calores o
rigores suficientes para derretir cualquier sustancia y a no pocas impresiones.
Incapaz este, sin embargo, por mucho esfuerzo que a nuestra vez impongamos y
con ello nos tiranice hasta el desespero, derretir un sentimiento importante,
el más importante, la huella primordial, el exclusivo estremecimiento, Aquel,
en mayúsculas, indispensable en la creación y destrucción de los mundos, todos,
macrocosmos y microcosmos, personales y en este caso de pareja, de reunión
entre dos personas que se quieren. Nada puede este calor con él, con el Amor, ni
nosotros: porque si lo derrite, se convierte en lágrimas que encierran una de
sus más sublimes expresiones; y si lo endurece, preserva su duración indivisa, simultánea,
empírica, e incluso su recuerdo. Un miércoles para conmemorar el Amor, sí, pero
también un lunes para conmemorar la Vida. Son letras del amor de la autora por
quien, así lo expresa en la dedicatoria, es fuente de su inspiración. El Amor.
Será este aspecto, por su trascendencia
inequívoca, el que me obliga, con entusiasmo, a realizar otro gran esfuerzo para
imaginar la reseña a la novela aún inacabada de Rosaura Espliego; y no es
precisamente por dominio, en mantener o no una exposición objetiva, racional,
mecánica, sobre los diversos grados de lo dramático, emocional, irónico,
político, lírico, amistoso, laboral, pasional… los universos novelados con Rosaura.
A ver: Siempre he deseado ser un cómplice emocional de sus textos, de sus
palabras, las que murmuran en mi alma, adentro de cualquier convencionalismo o
afuera de cualquier reverso de escritura intimista. No es ni mucho menos impuesto
por otro esquivo y a su vez vago menester en la búsqueda de limitar la creación
literaria a un ámbito, llámese romántico, ni por pretender definir lo mejor o
peor de la novelista, es decir, su extrapolación personal en la creación, su
parte desgajada y compartida. No, no lo es. Un gran esfuerzo porque yo soy una
de las hebras con las que la autora confecciona la trama a lo largo de unas
páginas plenas de emociones, un magistral amasijo de conmociones contrapuestas:
es triste y alegre, es resignado y animoso, es melancólico y visionario, es un
relato esperanzador.
Yo soy protagonista porque la autora ha
querido hacerme así, hacerlo así. Y, por tanto, cualquier interpretación,
crítica, comentario, o abstracción que pueda concebir, indudablemente adolecerá
de aquello que algunos reclamen en mí, no les falta razón o criterio, y al caso
o a lo acostumbrado: frialdad, objetividad, indiferencia, ecuanimidad, distancia,
de hecho imprescindibles para una buena crítica literaria. No puedo, es
imposible; tampoco quiero cumplirlo, no puedo, sería ir en contra del acento
marcado por los latidos de mi corazón, ser desmerecedor de la enorme
creatividad literaria, y sentimental, a lo sumo de la buena persona que es Rosaura
Espliego. Y bajo esta premisa, inexcusable, permítanme apuntalar mi admiración,
mi regocijo, mi reseña a esta obra que acaba de iniciar su andadura y escrita
ya no sé si por la acción de los dedos de su autora en las teclas del
ordenador, en el garrapateo del bolígrafo o del lápiz sobre el inmaculado
papel, o por la contracción y expansión que mueve su aliento y que, prodigios
del amor, es como si yo mismo escribiera en su efugio, como si yo mismo lo
sintiera.
Esta es una novela que ambiciona su
conclusión, ser cerrada, tener final, sin epílogos, que anhela y reclama el desenlace
para la particularidad de la relación de la que habla, de construir un puente
vital entre un hombre y una mujer que aspiran y deberían estar unidos y por el
contrario no lo están, o no lo están como sería lo lógico, lo normal. Y, no
obstante, no es una literatura adocenada en el consuelo del pretexto, no
pretende circunscribirse en la transmisión de un mensaje, sino únicamente en
quiénes son sus mensajeros, algo así a cómo el amor es el que ama; y que
permita, quizás como un sortilegio esotérico, totémico incluso, fetichismo de
vocablos y adjetivos y metáforas y demudados verbos, reunir la esperanza, el
deseo, de unas vivencias que luchan por ser vividas. Una relación de nociones
confusas que a lo mejor ni ellos entienden, pero que incide en su autora y en
quien ahora, yo, no puede ser ajeno, o distante, porque forma parte de su más
alta proposición. Un orden cerrado que se asoma a los límites de uno y otro, no
tanto en los de Rosaura Espliego, para desbaratar esa lejanía tan cercana y
exigir esa infinitesimal distancia entre unos ojos que observan, que beben del
amor reflejado, que dicta, que está escrito según los dictados del otro.
La situación del lector ante esta
novela inacabada, no es el caso de este crítico que no puede serlo, solo es
posible desde la comprensión, la aceptación, sin lograr participar siquiera de
la experiencia lectiva; confiar en mi comentario y, a través de este,
administrar el salto de algún que otro detonante emocional que valiera mostrarse
y asumirse. No esperen un mensaje o un apoyo, un argumento interesante o
aburrido, no; al menos anímense de la buena o mala literatura de esta reseña, la
expresión de oídas de una novela inconclusa que del mismo modo es inédita, la
que pertenece sin más a ella, y a mí como lector único a la que está dirigida.
Con todo, y si fuera esa la finalidad
principal de la autora, yo no puedo escribir, escribirte, continuar con la
novela inacabada de Rosaura Espliego; porque es su novela, es su pasión e inconformismo,
es ella, y en ella me encuentro yo, yo soy ella ahí... A ver… no es una novela
para enseñar, dejar una huella más o menos preclara en otros, no, es una
reivindicación, una exigencia para ser comprendido a sí mismo, a sí misma, a
través de lo que solo une a la novelista y al crítico.
“Sin la perspectiva de un encuentro
¿Cómo era posible que ese sentimiento siguiese adelante? No daba con la
respuesta”
En la novela somos cómplices, compañeros
de camino, Rosaura pone la letra y yo, tal vez, la canción. La ambigüedad de
una canción de letra deslucida, de música incolora. Los dos simultanean distintas
expresiones de la misma pasión, todas las perspectivas, los 360 grados,
circulares, redundantes, en los que ambos necesariamente exigen complementarse,
alcanzar ese punto último en el que la lectura, y por ende su singular
relación, proscribirá al tiempo, la distancia, lector y autor, quedará la
memoria. Quedará el tiempo para el amor, sin compartir o cargarlo. Y yo llegaría,
solamente entonces, a ser copartícipe y desde luego paciente del fragor de su cariño
que es también el mío, de la experiencia propia de la novelista, en el mismo
momento y de la misma forma. Podría escribir un epílogo a la novela, o rubricar
su Fin, o... Ya que no existiría novela, o a lo mejor permanecería en la memoria;
en todo caso como una experiencia compartida, crítica, por la inmediatez de vivencias
que una vez fueron anómalas y en hito de las miserias de pareja, el recuerdo de
sus fondos si no se trabaja el cielo, si no se valora su sustancia. En este
sentido, considero, y es cierto que me duele apuntarlo, cómo la novela todavía tiene
que caminar, tirar del argumento esbozado por ella, con toda su índole
dramática, con todo el miedo, mío y que solo puede plasmar el pudor ejemplar de
Rosaura Espliego. Experiencia de creación literaria, alusiva al reflejo en el
espejo donde uno y otro, uno delante y otro detrás del azogue, se ven.
Espliego es directa en su prosa,
creíble, práctica, generosa, no engaña al lector ni a nadie al no engañarse a
sí misma; no pretende subirlos al pernil de cualquier emoción o de cualquier
intención para compadecerse o para conjurar los límites o terror del otro, sino
que da a su escritura algo así como una caricia, una modelación con la dulce,
húmeda, manejable, fresca, inquieta, sincera sustancia con la que se forjan los
sueños, y en ellos el amor, la amistad trascendida. Me viene a la cabeza la
escena de la arcilla en la película de Jerry Zucker “Ghost”, “la sombra del
amor” o “más allá del amor”, con Molly Jensen (Demi Moore) sentada frente al
torno de alfarero y su amado Sam Wheat (Patrick Swayze) detrás, fundidas las
manos en el barro, con “Unchained melody” de The Righteous Brothers de música
de fondo, el beso que selló su amor. La vasija sin forma ni contenido, en la
que tendrán que escanciar el misterio de mi yo cómplice, irresoluto, y la
receptividad de ella, (de ahí la complicidad), tapando los huecos, los agujeros,
o ese silencio o hastío que para la escritora es ominoso, desesperante, y en mí
solo un regreso a los muchos infiernos, vacíos por los que salga o pueda
hacerlo el afecto, el derrame de la pasión, (de ahí el padecimiento), aquello
que Rosaura Espliego ha logrado para sí misma y se repite, sensacionalmente, en
mí.
“Estuvo de acuerdo, la felicidad sería
más completa si pudiesen transmitirla, si los demás fueran testigos”
¿Por qué escribo esto? Curiosamente la
autora planteaba en la novela su propia incertidumbre de publicarla o no,
hacerla o no extraña a este complicado crítico o el arquetipo de un extraño
personaje similar a Cet homme, bajo el secreto de una personalidad como esos
sentimientos o emociones que solo a cada cual pertenecen y solo a cada cual
interesan, tal vez inspirado en unos versos de Sandrine Davin, la poetisa
francesa: “Des mains aussi noires qu’un mineur/ Mais tant d’amour dans le cœur”.
Gracias a su decisión de publicarla, de enviármela por email, por inciertas
justicias, o por inexistentes revanchas, hizo lo mejor, para todos, publicar y
enviármela, porque silenciar su obra tampoco solucionaba nada. Y ella tenía
escrito mucho, o un capítulo que los reunía a todos, a los que vendrán.
Y yo, la otra parte, Morelli, que no
tenía escrita esta crítica hasta estos momentos de la tarde, tomé en cuenta mi
compromiso, el valor de componerla, por emoción, por vocación literaria en los cumpleaños
de uno y otro, por innovación, y por copartícipe a cuanto nos une. Y así tiré
del hilo de nuestra madeja de afecto entretejida en sus luces y sombras. Que no
tengo ideas claras es algo innato a mi naturaleza, a lo mejor es que ni
siquiera tengo ideas. No obstante, las ideas ni son suficientes ni sirven para
incidir en todo esto. A ver cómo lo explico, … indudablemente tirando de reseña
literaria. Veréis, verás: En esta novela de Rosaura Espliego no hay mensajes
como escribí más arriba, no hay ideas, no es un manual del corazón, no, solo
hay esperanzas y sentimientos, decisión, las palabras que ingenian o envuelven
las impresiones, que forman párrafos, y páginas, y capítulos, son jirones,
impulsos, retales, explosiones que declaman una forma, un veredicto, una
conclusión dichosa. Luego está el desarrollo, el argumento, o la conmoción, de
emotivo ritmo, ya lo dije, creíble, práctica, generosa, sin engañar al lector,
o a mí en otro orden figurado de las cosas… Yo, aquí, escribo o lo intento dentro
de esa consonancia, escribo según esta, movido por ese sincero compás, y aunque
el formalismo en el mío no sea tan desnudo, tan sencillo y diáfano como el de
la autora; quizás por mi intención de paciente, de cobarde indeciso por
intentar tomar los dos caminos de una encrucijada, de un sentimiento sometido,
por esto mismo, en los barrotes de palabras recargadas de un alarde
probablemente excesivo.
Partí de una situación confusa, tan
cierto, en la que hasta las palabras me eran ajenas, partí de esa penumbra lo
suficientemente luminosa para escribir, para adquirir velocidad después, a
pesar de limitaciones físicas y anímicas, con la intención de agotar todas mis
fuerzas, de expandir mis ilusiones, por corresponder en este cumpleaños, o en
el cumplevidas de la escritora, espoleado por su novela, mecido en ese balanceo
sentimental, en muchas ocasiones sensual; y, aunque ella tema de mi silencio, o
del hastío, o un panorama opaco, aun (he aquí esta reseña) solo ella consigue
que salga a la superficie, me rescate de las negruras del fondo de mi pozo,
apague las llamas de mis infiernos.
Si bien no se diga, o no lo comparta
con ella, o no se lo diga como verdaderamente lo siento, ella me ayuda, me da
impulso y felicidad con solo tenerla ahí, detrás de unas letras, de un párrafo,
de la página, el capítulo o el libro. Y esta reseña que dilucida la confusión,
es para mí la única certidumbre de su necesidad, porque apenas cesa comprendo
que no tengo ya nada que decir. La única recompensa de mi ilusión: sentir que
lo que he escrito es una reunión, reunirnos en sus propias palabras.
“Estaba como en un impasse, paralizada,
como en una encrucijada, incapaz de tomar una decisión. Pero también tenía la
certeza de que nada era eterno. Y aunque aquello parecía no tener solución, la
tenía. Sabía que sólo era una situación transitoria”
También esta reseña es una locución del
perdón, mío a la autora, por no ahondar en el vínculo que por ahora no asfixia,
pero incomoda. Pedir perdón por no querer a esa mujer como ella lo hace y por
los dos juntos, por no hacerla mía, por no saltar al otro lado, a su lado, ahí
donde me llama, me anima y me recibe con su sonrisa, en el calor de su regazo, a
mí y a mis miedos, a todas mis limitaciones y desdichas. Y, en cambio, yo bajo
el rostro, los brazos, me duele el corazón, suspiro: este no es el tiempo, el
momento, las circunstancias… pavuras que me impiden estar con ella, a no
alcanzarla, atormentándome de cuanto pueda amarme. Antes imaginé un puente que
nos uniera, y también sé que estos tiempos, como alguien dijo, un puente no se
sostiene de un solo lado. Perdón Rosaura Espliego...
Y gracias por estar ahí, al otro lado,
al final de estas palabras, de estos párrafos, de este libro, tu libro, al que
el propio Cortázar subtitularía: “Solo
nosotros sabemos estar distantemente juntos...” Sé que es poco, es cuanto
ahora puedo dar; sin dudas, pues sigo sintiendo lo mismo que antes sentía
cuando me decidí a enviarle el primer mensaje por la intranet de Diputación. Y,
en todo este camino de sinsabores, y de esperanzas, me valga de la glosa del
maestro Saramago, en consuelo o expectación, cambiando alguna que otra palabra,
añadiendo un adjetivo de más, otro de mis infames hábitos, y con mi mente entera
puesta en la escritora: Conozco esas páginas que no caen y se consumen en los
ojos, conozco ese dolor feliz, esa especie de felicidad dolorosa, ese ser y no
ser, ese tener y no tener, ese querer y no poder.
Solo espero, hasta el final de su
novela inacabada, a que la autora me deje seguir leyendo, mascar y arrullar las
páginas que todavía faltan, las que no terminarán jamás; encontrar en todas sus
páginas de carne y de papel mi nombre enlazado al de ella, rúbrica a la que no
le importe ningún colofón o The End o Fin, sino los dos nombres que tienen que
forjar uno: Rosaura y Morelli. Continuará o será su final unos puntos
suspensivos, estos: …
“En esos momentos ella no concebía un
final de la historia sin él”
MORELLI”
Rosaura sintió con este
relato de cumpleaños de Morelli la aflicción de la despedida. Luego él escribió
la otra reseña, o la otra nota de esa conmemoración formal que amenazaba, para ella,
su exigencia. Y con esta, el fin, el término. No es posible seguir cuando tu no
quieres hacerlo. De esto hacía un año. Un año que bien puede ser mucho como
poco. Ella, tras los últimos acordes de Mungo Jerry, “Life's for livin' yeah, that's our philosophy”, oía una canción de
Maná: “Ojala y te me borraras de mis
sueños/ y poder desdibujarte/ ojala y pudiera ahogarte en un charco/ lleno de
rosas y amor/ ojala y se me olvidara hasta tu nombre/ ahogarlo dentro del mar/
ojala y que tu sonrisa de verano/ se pudiera ya borrar...” Silenció la
canción justo cuando la letrilla insinuaba: “Vuelve corazón,/ uh uh uh vuelve a mi lado/ Vuelve corazón.../ No
vuelve, no vuelve, no vuelve, No...” Sostuvo el llanto. Suspiró con fuerza, con
decisión, con una nostalgia que quedó detrás. Observó por la ventana del salón el
crepúsculo que caía como velos de rocío, en esencias de oro y éter,
desmigajados por la rebelde floresta que amenazaba con engullir la casa.
Decidió que mañana mismo tenía que ponerse a trabajar en el jardín de la
entrada, tan descuidado, la actividad le vendría bien. O mejor iría a la
barbacoa en Ojén con unos amigos, las risas y unas cervecitas le satisfarían
mucho mejor que el trabajo físico, y si terciaba se mostraría más amable con… La
melancolía atrás, nada. Atrás, atrás…
Morelli leía, releía una
vez y otra esa última frase de su reseña literaria estilada en un pretérito
agosto que era como este, una frase que a Rosaura pertenecía y que a él aguijaba,
atormentaba: “En esos momentos ella no
concebía un final de la historia sin él… Ella no concebía un final de la
historia sin él… Un final de la historia sin él… Sin él… Él” Sentado frente
al ordenador, arrojaba su abstraída mirada hacia la ventana y tras los
cristales en el que afanoso, impaciente, escalaba un solitario insecto en el
que se vio él mismo tras un espejismo, tras una barrera tan frágil que no podía
romper, tan trasparente que no veía su propio reflejo, el de las apariencias,
el de la cobardía, la ambigüedad que evitaba los sobresaltos, el color, la
emoción y el riesgo, miraba a la calle. Subió el volumen de los altavoces,
seguía Dover, ahora “Far”: “Down! now!/
Now you can say goodbye/ Get our of the car/ You won't get rid of me so fast/
And put up your hands/ Is not my fault/ Neither the summer's/ Nor the winters/
It is your whole life!”
A continuación, tomó el
libro que estaba leyendo, ya no por el interés en una literatura grandiosa,
sino con aquella seguridad en la propia lectura de resolver la imprecisión de
su momento actual; no en vano, algunas respuestas aparecieron en palabras de otros
y en historias ajenas a la suya o a las circunstancias de sus propios
instantes. No hubo excepción, tampoco, y desde la “Invención de la Soledad” le
llegaron estas palabras que, verdaderamente, no resolvían su inquietud, de
acuerdo, pero al menos Paul Auster las describía de modo acertado: “A pesar de las excusas que he intentado
inventarme, creo comprender lo que me sucede. Cuanto más cerca llego al final
de lo que soy capaz de decir, más me cuesta decirlo. Quiero posponer el momento
del fin, y de ese modo pretendo convencerme de que sólo acabo de empezar, de
que la mejor parte de mi historia todavía está pendiente. Por vanas que suenen
estas palabras, ellas se interpusieron entre mí y el silencio que sigue
aterrorizándome. Cuando ponga un pie en el silencio, significará que (Rosaura
Espliego) ha desaparecido para siempre”
Qué hacer, no sabía, estaba
cansado, no tenía respuestas, ni energía, algunas erráticas esperanzas, solo
terminar con algo que viniera a rescatarlo, a tomar una decisión que verdaderamente
a él correspondía, acabar con un grito de socorro, de confianza, concluir con unos
puntos suspensivos que buscaran el encuentro o ya solo perpetuarían el recuerdo
de un sobrado desencuentro. De hecho, Morelli era consciente de que “Tan pronto como pienso una cosa, ésta evoca
a otra y esta última a otra más, hasta alcanzar una acumulación tan grande de
detalles que tengo la sensación de que me van a ahogar. Nunca antes había sido
tan consciente del abismo entre el pensamiento y la escritura”
Días de verano en la que
esta historia no casaba con la manera de escribirla, ni de sugerirla, con tal “resistencia a las palabras” que, una vez
más, no dirán cuanto tengan que decir; y así, a unos renglones del final, ni lo
fundamental aparece ni la voluntad de él por hacerlo posible. La profunda
herida. Unos puntos suspensivos a través de los
que “he sentido su dolor concentrado en
mi mano derecha, como si sufriera un desgarramiento cada vez que levanto la
pluma y la presiono contra el papel” En lugar de (olvidar) a Rosaura
Espliego, tal vez estas palabras la han mantenido viva. Unos puntos suspensivos
que, como tan añorada relación, emboscaran un paréntesis impostado para sujetar
a este “CONTINUARÁ” que seguirá siendo para Rosaura una indeterminación. Morelli
dio tres golpes secos en el teclado, apareció en la pantalla, uno tras de otro
con reprimida cadencia, estos: …
© F.J.
CALVENTE
(Puedes descargarte el relato en PDF a través del siguiente enlace: https://drive.google.com/file/d/0B7Wg5z7kVgC4NExWdzJiaExhdzA/view?usp=sharing)
Es magnífico...magnífico.
ResponderEliminarUn beso.
Es magnífico...magnífico.
ResponderEliminarUn beso.
Gracias Fifi. Un orgullo que una maestra en estos temas diga eso. Besos
EliminarGracias Fifi. Un orgullo que una maestra en estos temas diga eso. Besos
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