“¿Quién habla de triunfar? Sobrevivir es todo” No sé por qué estas
palabras de Rilke se acomodan, como el superviviente a un tronco a la deriva en
el océano, en el desasosiego incómodo que me provocan los farolillos de feria
en calle la Bola. Me siento como un farolillo negro entre tantos de colores y
sostenidos en la esperanza del alambre que los hace ingrávidos y a mí frágil, más
desteñido por una lluvia de fortuna que en absoluto ha caído o a mí no ha
empapado. Un océano de náufragos sin horizonte, pabellones de sonrojos, me digo
mirando arriba, abstraído, incómodo, con esa náusea retorciéndose en la boca
del estómago. Y con el estallido de colores, engalanando de fiesta el cielo tan
azul de septiembre, de guirnaldas mecidas en insoportable vaivén por una brisa propia
del infierno, las expectaciones o algún reclamo ansioso por la necesidad de
feria se convierten en exigencia: de una moda festiva local, aunque sea con un
tópico modelo importado de afuera, de un costumbrismo que hay que atravesar, de
una rutina a la que afrontar como si fuera un mal necesario o porque otros, sin
preguntarles, ellos tan cercanos, los niños o las evasiones o lo correcto, ciertamente
dictaminan, obligan; o pretenden convencerme con lo meritorio del esfuerzo, hacerme
tragar mi fastidio; renunciar a las nostalgias de la soledad del otoño, por
ejemplo, o todas en las que puedo sincerarme con mi malestar, con mi
preocupación, con mi sino ingrato, o cuanto al autor de “Elegías de Duino” le
hizo detenerse aquí, sin pensarlo, y encontrarse a sí mismo. Suerte la suya, yo
sigo intentándolo.
¿Cómo hacer si no se
tiene con qué hacerlo? ¿Cómo aparentar, a continuar con lo acostumbrado, si son
tan visibles y deterioradas mis grietas, las cicatrices abiertas o las que
jamás se cerraron? Ir de farol, la sonrisa impostada, el bolsillo zurcido, tiene
estas gravedades, o estos alardes del náufrago para no hundirse. La ingrata resistencia
a unas fiestas que, desgraciadamente, llegan pronto y se marchan tarde; con la
codicia, los anzuelos de su afectación, implorando huir de estas, de cualquiera,
y hasta de mí mismo; o buscándome sin encontrarme, y porque para encontrarme
necesito tener cubiertas otras necesidades.
Ya solo me atrae lo
épico, poco, la propia esencia sugestionable en el coso maestrante,
ensortijadas madroñeras al paso de rumbosos carruajes, y un lance
quedo hacia el tendido que solo es capaz de recoger el abismo vacío del Tajo.
No soporto el ruido de la muchedumbre por el mero hecho de armar ruido, por
hacerse oír cuando asimismo percibe que jamás logrará oírse; o al menos interpretar
unas cuantas gestualidades igual de ambiguas, de engañosas, sin importarle el acallo
alborotador, ni la figuración. Ruido. Las calles pobladas, más pobladas de
gente anónima, desengañadas por el famoseo decadente; en cuya doblez, el de la
contrariedad, se empeñan en alcanzar una gloria efímera, suya, entre rebujitos
y pelotazos, farlopas y canutazos, “La gozadera” o algún flamenquito
electrónico… q.d.e.p. la “Saca las madroñeras, rondeña mía” … Los mismos y
casposos guiones escritos y reescritos, tan agobiantes, tan lastimosos, en los
que se diluye aquella trascendencia épica. Una historia cada vez más nebulosa
aferrada a los recuerdos de los grandes eventos. Una pérdida de tiempo y en el
tiempo, curiosamente no hay nada poético en esto, en una Ronda perdida de
tiempos y en el tiempo, en una historia sin futuro que ya de lo único que nos
sirve es para reivindicarnos en rondeños sin muleta, los de los orgullos cuarteados.
No distingo o miro erráticamente
sin vislumbrar la leyenda, la luz mágica, la antigua fe que no era necesario
creer en ella, estaba. Me gusta esa portada en carrera Espinel, calle de la
Bola, inspirada en la obra del pintor japonés Miki Haruta. Echo de menos el
silencio resonante, ese que suena, una atormentada locura en estas fechas, de
acuerdo, pero mía y ojalá que prescindible si se dieran las circunstancias para
ello. El silencio con el que escribió aquí, o inspiró a Rilke en “La asunción
de María” (tremendo cuadro de El Greco): “Tú
recibes tu gloria de todo lo sublime;/ nosotros nos tratamos con lo ínfimo…”.
Con todo me gustaría que los días, estos días, pasaran como mis deseos, mis
ilusiones, tan rápidos que me es imposible sostenerlos, o al menos escribirlos
y sin importarme que los demás entiendan o condesciendan a lo hecho; sin
remordimientos, sin dudas, sin dolor, ni por ellos ni por mí, tal vez por la
misma tierra. Quizás como ese espíritu de Ariel, la cadencia de la sexta
elegía, el encanto perdido, el futuro compuesto por el poeta, la “Resurrección
de Lázaro”, dichoso por comprobar que ni la muerte lo ha apartado de la poesía,
del arte, de su naturaleza. No me gusta la feria. No soy Rilke.
Yo sí concibo cómo la
esperanza o las trizas de mis ensueños puedan pronto abandonarme, no al igual
que Rilke, quien aquí no solo sintió que la inspiración, la musa del arte, no lo
había abandonado, sino regresó para desplegarla con grandeza, con sentimiento.
Entretanto vago, ando, paso a paso, con pasos arrastrados por las calles de
sombras anónimas, de versos ahogados en el ruido del gentío; pasos que no
piensan; algunos se detienen al sentir la familiaridad de un atisbo del ayer,
el compás o el eco de un sortilegio antiguo, ahora extraño, y entonces piensan,
como las letras de amor de Rilke a su amiga Sidonie Nádherný, escritas en su
habitación del Hotel Reina Victoria: “…
si tú no vienes, / serpentea mi camino hacia el fin. / Sólo te anhelo a ti…”,
en la bella geometría de una goyesca, en su hermosura honda, en un contraluz nervioso
o en la rima de una caña, de una liviana, de un fandango seguido con embrujo y
taconeo. No soy Rilke. Y tampoco pretendo armar versos paso a paso, en el
camino sin senda por esta feria de farolillos de colores donde yo soy la
metáfora de aquel que es negro. Solo soy un sobreviviente.
Con todo, ojalá la
animación me llegue, pero que me encuentre trabajando.
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