“De los muchos libros de versos que mi
resignación, mi descuido y a veces mi pasión fueron borroneando, El otro, el
mismo es el que prefiero…”
Esto escribe Jorge Luis Borges en el prólogo de su libro de poemas “El
otro, el mismo”. Hablo de una lectura, mía por supuesto, entremetida, o
entretejida, o complementaria, o solo necesaria, a otras lecturas que no son de
poesía, y entre las novelas de las que os voy dejando mi opinión a través de
sinceras reseñas y algunas acaso pretenciosas, justo, no voy a escurrir cierta
vanidad intelectual. A ver si me explico: Siempre tengo unos cuantos libros,
pocos, o migajas de seleccionados géneros, a los que tengo siempre a mano y en
los que suelo sumergirme, escabullirme, en momentos determinados o en circunstancias
aleatorias pero que exigen del repaso, del examen, de resucitar una sensación o
a una reflexión o un recuerdo con su correspondiente nostalgia o aprendizaje.
Estos libros, o estas lecturas llamémosles recurrentes, entre los que cuento
con “Historias de Cronopios y de Famas” de Julio Cortázar, relatos de Galeano, de
Benedetti, párrafos de Laforet, de Terenci, suelen ser más de poesía, Baudelaire,
Bukowski, Neruda… y sobre todo poemas de Borges. Estos momentos, instantes
fugaces cuya intensidad y despliegue no pueden ser medidos por el tiempo, en su
mayoría pertenecen a Borges, favorito y maestro, o a sus poemas y como lo son
sus relatos y ensayos. De hecho, en el salón de mi casa, esa encrucijada de
caminos domésticos, de intestinos solaces, en uno de los museísticos muebles de
madera y alardes y al que solo mi imposición llenó de libros entre fatuos
elementos de decoro, destaca, en una balda alcanzable, en un lugar
privilegiado, el grueso primer tomo de las obras completas de Jorge Luis
Borges, de la editorial RBA, 2005. Este que suelo coger para, de camino al
baño, de refugio en el ventanal que da a la calle, o sentado a la otra ventana
donde tengo las esquivas musas y mi ordenador portátil, o en uno de los sofás
en los que me impongo una lectura privada por un tiempo muy determinado, y al
que atrapo, con su peso evidente, físico y espiritual, para leer en ese lapso y
no en otro, uno o dos poemas como mucho; poemas que releo, paladeo, los
desentraño, y cierro los ojos para entender el color de sus imágenes, de sus
expresiones, de sus sentidos complejos y virtuosos. Y este es el último
poemario que he acabado, o quizás finalicé uno de sus cien mil y uno finales, “El
otro, el mismo”. De este, de sintetizar su alcance, solo diría que ahí me
encontré, y disfruté, con el más puro Borges.
“Ahí están el Otro poema de los dones, el
Poema conjetural, Una Rosa y Milton, y Junín, que si la parcialidad no me engaña,
no me deshonran. Ahí están asimismo mis hábitos: Buenos Aires, el culto a los
mayores, la germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de la
identidad que perdura, mi estupor de que el tiempo, nuestra substancia, pueda
ser compartido.”
Del mismo prólogo de Jorge Luis Borges, y a lo que poco o nada se
puede añadir, ya que supondría un sacrilegio, una temeridad, no hay más en el
vasto universo que encierran sus palabras, su comentario. Además, no soy poeta,
o solo un poco, o solo a mi manera, y de ninguna de las maneras soy crítico de nada
ni menos de poeta, o de poesía, con sus métricas, consonancias y sublimidades. No
tengo la suerte, o la magia, de ser un hacedor para estos bellos menesteres.
Sin embargo, si no sensible, muy consciente del valor de la poesía de mi predilecto
Borges, de esa poesía intelectual inabarcable, de arquitectura prodigiosa en “…
la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección …, la obra sabiamente
gobernada o de largo aliento”, más en esta donde se hace valedor de su propia
coherencia. Coherencia o firmeza en sus inquietudes, en su naturaleza, en su
sabiduría, en sus hábitos, los que antes de este párrafo transcribí con sus
propias palabras; e incluso, en ese rasgo de desnudez tan complicada pero honesta,
con admitir sus “previsibles monotonías, la repetición de palabras y tal vez de
líneas enteras”, en un concepto del que seguramente confina la metáfora de su
poema “1964”:
“Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado”
Borges y su íntima, y no por ello habitual, y entiéndase por esto al
sentido disciplinado de su mundo poético, de las abstracciones o imágenes,
culturales o filosóficas, de la visión de un mundo repetitivo esbozado con
mayor e inusual sentimentalismo, no romántico o no desde tan ampuloso
enunciado. De hecho, siempre me ha resultado curioso, y original, su fuga… no,
perdón, tal vez su exigencia de no contar con el espectro anímico, en todos sus
desórdenes, en el que sostener una parte de su entramado poético. El amor no
entra en su poesía, o no entra del modo que podamos entenderlo; y aun cuando,
de creer a otro monstruo de las letras y amigo de aquel, Bioy Casares, “Borges
se pasó la vida enamorado, pero enamorado de verdad”. No
sería descabellada la posibilidad de que estas ausencias, dentro de la tenacidad
y disciplina impuesta en su universo literario, en su creación, tenga que ver
con su omnímodo desarraigo, a cualquier ideología, dogma o discurso absoluto,
en la religión, la mitología, la filosofía, la historia… pues ninguno podría
acoger el significado de la realidad. De ahí a que Borges reivindique la
emancipación individual, la búsqueda y concreción de cada hombre y mujer en su
único, personal e intransferible destino, a despecho de su concepción universal
y absoluta.
“por el hecho de que el poema es inagotable
y se confunde con la suma de las criaturas
y no llegará jamás al último verso”.
La lectura de estos poemas, de cualquier poemario de Borges, nos
lleva a la sugestión y admiración de un mundo épico de personajes, de personas,
de geografías e historias, de mitos y cosmogonías, pero del mismo modo, en un
espíritu didáctico, cognitivo, a investigar en el sustrato de la belleza de sus
versos. Un ejemplo, el único que voy a poner y del que me gustaría se leyera,
es el poema “Una rosa y Milton”, que nos conduce por ese rico sendero de conciencia
acopiada en hermosas palabras, en consonancias perfectas de perfectos
adjetivos, tan precisos, tan magistrales, sin salida o con una salida abierta a
otros fértiles campos del conocimiento, de la búsqueda de la porción de verdad
que nos es permitida, la abordable. Para Octavio Paz:
“Borges fue siempre el otro Borges desdoblado en otro Borges, hasta
el infinito… A través de variaciones prodigiosas y de repeticiones obsesivas,
exploró sin cesar ese tema único: el hombre perdido en el laberinto de un
tiempo hecho de cambios que son repeticiones, el hombre que se desvanece al
contemplarse ante el espejo de la eternidad sin facciones...las obras del
hombre y el hombre mismo no son sino configuraciones del tiempo evanescente...
Era necesario que un gran poeta nos recordase que somos, juntamente, el
arquero, la flecha y el blanco".
“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico
museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.”
Para terminar, un poema, este “Límites”:
“De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido
a Quién prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.
Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?
Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.
Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.
Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano.
Hay, entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.
No volverá tu voz a lo que el persa
dijo en su lengua de aves y de rosas,
cuando al ocaso, ante la luz dispersa,
quieras decir inolvidables cosas.
¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.
Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.”
Enorme Borges.
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