"Mucho tiempo he estado acostándome temprano", leyó como ayer, como mañana, todas las noches en las que la ausencia pesaba y pasaba del amargor a la esperanza. Leyó como un mantra, un rezo consabido, la primera frase de un libro que un día llegó a través de uno de esos suspiros por el aire que falta para vivir, para emocionarse de ficciones verdaderas, el que deja de retenerse porque ya solo permite el remedo de los consuelos, del cambio ante lo perecedero. El volumen de frágil coraza para quedarse en la mesita junto a su cama, para velar quizás la oportunidad de un sueño incumplido o con indulgencia por el compromiso roto, o tal vez aplazado. Leyó las palabras con las que Marcel Proust da inicio a «En busca del tiempo perdido», justamente. Luego, en seguida, palpó con tiento, con suavidad bajo la almohada, en el otro extremo de un lecho vasto y sediento de oasis de encuentros eternos, cercanos; allí permanecían, vistosos pero marchitos, los pétalos de la rosa de un vínculo íntimo y bello, desprendidos como lágrimas de rencor y despecho, antepuestos a los epílogos inconclusos, los necesarios para dar cabida a segundas partes o al fin y al recuerdo. Pétalos transformados, destilados en la fragancia nostálgica de unos versos de Neruda: "Tan corto el amor y tan largo el olvido". Suspiró. Tan perentorio hablar, mirarse a los ojos, sacudirse de la indiferencia que disimula y esquiva la melancolía, los abandonos. A lo mejor mañana, o resignados a la ridícula voluntad del uno, del otro. Musitó las siguientes frases del libro: "... apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: «Ya me duermo».
(c) F.J . Calvente
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