... esa realización inconsciente de
lo extraordinario, de lo desapercibido tras los burdos cortinajes de lo
cotidiano. El asombroso crespúsculo de verano. O de los últimos estertores de
un verano que seguro arrastrará su agonía por el otoño; para calarlo, subyugarlo,
para cargar su sofoco entre el frescor de madrugadas confusas como sonrisas de acero,
de vahos con vocación de nieblas sinuosas, misteriosas, y de anocheceres menos
vehementes en su resplandor que este; a este de la foto con su lumbre derramada
como la yema incandescente de un huevo cósmico. Y nosotros, entretanto, aclimatándonos,
transigiendo indiferentes a los rituales del cambio, de las modas o usanzas, de
lo habitual a la periodicidad de un otoño que ni siquiera una ensoñada nostalgia
restituía su ternura, el afecto de antaño. Y aunque sigamos reiterándonos a través
de las mismas mecánicas, hoy al igual que ayer, las mismas inercias maniáticas,
como ese acompasado acariciar de las mangas ya largas de las camisas, o
arremangadas en los antebrazos aún morenos, faldas menos cortas o medias más
tupidas, las rebecas, los jerséis con el intenso olor de la naftalina de las esperas
húmedas por los regresos inacabados o aguardados… Y de esta manera el verano proseguirá
con su conquista del otoño, incluso despojándolo de la ceremonia de la lánguida
caída y del broncíneo color de las hojas de unos árboles que reclaman descanso,
la de una página no escrita o arrancada del libro de la realidad en una
sinfonía de malhadadas ausencias, para entregar, por un acuerdo tácito, y
secreto, este sensible don al invierno en su presentación, la que se efectuaba sin
previo aviso, con sus barbas y aspereza, imponiendo su severidad y sus
descarnadas interiorizaciones. No, no es que en aquel instante, luego abducido
en esta fotografía, estuviera pensando en el tiempo cíclico y natural de las
estaciones, acaso cuando de veras eran cuatro, y todavía o cada vez menos inexorables
en su fisonomía y lapso; tampoco, tratándose de calle Gallarda, esta tímida
arteria del Barrio San Francisco de Ronda, yo anduviese a la búsqueda de mí
mismo o de algo indefinido que solo tendría importancia para aquella y no en un
poderoso encuentro y como ya paso en este mismo lugar... a ver... sí, un año
antes. No, caminaba, o mejor dejaba atrás, por esta callejuela transversal,
fragmentada, rota en su confluencia con otros caminos diagonales, hegemónicos,
y altivos, hacia ese detalle circunstancial de tanta importancia para la
rutina, para los limitados plazos, inaplazables, los de un monocorde presente,
cuando, y no yo o por consciente voluntad, me detuve o algún vislumbre
prodigioso e insospechado me paró, me clavó al suelo de lajas de piedra encementadas,
en el montaje de una pausa que, paradójicamente, tenía mucho que ver con la
dinámica del universo. Quizás por esto, en una primera intención de acomodar la
sorpresa, la fascinación por la detención sorprendente, dejé al dominio de lo rutinario
que impusiera su fuero práctico, común, la resolución que me ahorrara
reflexionar y sufrir, de abrazar lo huero y consonante sin necesidad de
fracturas existenciales, o espirituales,
o anímicas... y como parecía atribuirse
el efecto para la causa de esta parada y del fascinante espectáculo que se abría
a mis ojos y perforaba, con disposición y juicio, mis adentros. El ocaso. No
había nada, porque nada concurría en desbaratar, en contradecir el diario o la
propia destrucción de la nada contra cualquier individualidad y en particular
la mía o según mi estado alterado de conciencia. Nada. Y nada había, entonces,
para que la costumbre dictaminase el hecho con soltura y cerrase la
desgarradora conmoción: solo anochecía; nada en el ambiente al que seguía vigilando
en sus sonidos de la normalidad; nada en mí, ni por lo anterior a la suspensión,
al embebecimiento crepuscular, ni por otra y ahora sí perplejidad puesta en lo
inmediato; nada en el discurrir de la calle que por lógica geográfica seguía
siendo Gallarda, pero que en este último tramo, tras el corte de Torrejones,
asumió el rótulo de Angelita Aparicio en homenaje a una desaparecida vecina
que, en esos momentos, personificaba la singularidad y bondad del pasmoso
escenario que se deshacía de sujeciones o insulsos criterios o en recónditos
silencios como la legión de sus gatos. El escenario para este final de la
calle, imposible por su expectación abismal que fuese el primero y puesto que
hacia el todo confluía, aún al presente, para transformarse en un matiz, plano
o curvo, de la esencia originaria. Porque tras el asfalto que sudaba su
trasiego, la vuelta al pavimento de piedras y cemento en un exiguo rellano jalonado
por las encaladas paredes del convento de las Hermanas Franciscanas y en la
otra orilla la que fuera casa, absolutamente reformada, irreconocible, de
Angelita Aparicio. Y después de esta nimia antesala... nada, el vacío, la invisible
pendiente, el descenso hacia cualquier posibilidad dependiendo de cada cual y
de su grado de imaginación y fe; nada, salvo la distancia abrupta de las
montañas en su diversidad cromática de añiles y los últimos malvas del estío.
Nada o la pérdida, la invitación a soltar lastre, frenos a la monotonía, a lo
socialmente correcto, ensalzado y animado por este preámbulo luminoso,
acogedor, de despedida estacional o de prorroga aceptada con condiciones; de un
postrero ocaso veraniego que se estrellaba o estampaba como un eco pegajoso, maleable,
untuoso, vociferante de notas doradas, naranjas, en su rutilar contra la cal
impoluta de muros como lienzos vírgenes para inscribir lo sublime y bello y
mágico. Había en este derrame aloque del sol, además de belleza, un matiz épico
y borgiano, de un misterio hermoso que no descifraría ni la psicología ni la
retórica; pero que mañana, no de manera tan aguda, tan viva, seguiría siendo de
una sutileza vale que con asomos de un albor más pajizo, más opaco, casi igual
de tibio, pero maravillosa hasta penetrar en la nácar y gélida luminiscencia
del invierno. Algo que seguiría siendo hermoso y algo que, de detenerme, de aguzar
los sentidos, del pellizco en las entrañas, y de los escalofríos de alteración,
me descubriría, de manera extravagante por sus breves instantes, la pasta de mi
inmortalidad, de cuan insignificantes eran mis cuitas personales a tenor de la
magnificencia del universo, de todo lo importante con que me sentía allí y así,
repentinamente, deslumbrado por el último ocaso del verano, o traspasando esta
ventana de realización inconsciente de lo extraordinario.
© F.J. Calvente.
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