Tal vez íbamos los dos en mi coche cuando lento, con precaución, bajaba, hoy, ayer o acaso mañana, por calle Lauría: en el asiento de al lado, con gesto enfático, incómodo, el escritor, poeta, activista y sobre todo paseante Henry David Thoreau; y yo que conducía con la mente enrarecida, sulfurosa de problemas, con las exigencias de estos golpeando en mi pecho con su dolor oscuro y negando cualquier salida o al menos un encogimiento indiferente de hombros o una risa despreocupada. Guardaba silencio mi etéreo acompañante, o no decía nada porque sabía que la respuesta, el resol a mis adversidades, surgiría de un momento a otro. Ahora. ¡Ya! Un prodigioso destello, un vivo rayo de sol que arañó con sus dedos afilados la calle, desgarrándola de reflejos acerados, y hendiendo con puntas el interior del auto, en mis ojos deslumbrados, porque entendí que esa luz cegadora era mi oscuridad presente. Entonces estacioné el coche. Estaba solo.
(C) F.J. Calvente
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