(Epifanía: Del lat.
tardío epiphanīa, y este del gr. ἐπιφάνεια epipháneia.
1. f. Manifestación, aparición
o revelación.)
Con el primer día del año
nació la epifanía. No tuve que esperar a la conmemoración de la adoración de
los Reyes Magos en la festividad católica del 6 de Enero para sentir esta
contingencia, no sé si anímica o calculadora; si bien el relato de la misma lo
estoy escribiendo hoy domingo día 7, después de Reyes, resguardado del frío, de
la lluvia, de la nieve y hasta de los fantasmas de la cotidianidad y el
desamparo que ya afilan sus garras para blandirlas mañana. La epifanía brotó en
mí el uno de Enero, tan inesperada, tan chocante, tan incómoda, pero de ningún
modo desdeñable, incluso sugerente a pesar del dolor parejo por los temas que
desnudan el alma y te hacen sentir como un náufrago a la deriva incognoscible
de la realidad. Al pie de la calle. La calle Doctor Castilla del Pino en Ronda,
Olivar de las Monjas, vía en honor al neurólogo, psiquiatra y escritor que
cursó su enseñanza primaria en los Salesianos de Ronda, conocido por “el
psiquiatra rojo” por su defensa de la democracia y su lucha por humanizar el
tratamiento del enfermo mental; “entró en la conciencia de la gente para explicarles lo que estaba
ocurriendo”, se decía de él. Y para mí estaba ocurriendo que esperaba en la
acera de su calle la apertura del portal, tras la llamada muda y ciega a un
portero automático averiado. Sin contestación desde el piso de unos familiares
donde nos dirigíamos o al que pretendíamos acceder. Un 2º C, creo. Noche. Una
farola alta y espigada, gris y fría, humillada en el arco de su lámpara, hacía
esfuerzos por repartir y a que fuera suficiente su anémica función lumínica. Mi
cabeza no andaba para resplandores, aun batida, latente de dolorosos ecos de
algarabías de alcohol, música y risas, de conversaciones más o menos formales,
más o menos ridículas, ahí mismo, o en aquel piso al que estábamos a la
expectativa de entrar, chácharas altas que no fueron nuestras, sino de la
fiesta, también algunas que echaban afuera ciertos secretos, o afectos, trampas,
o sorpresas. Ayer. Eso fue ayer, o solo habían transcurrido unas horas. Olvido
para mitigar la cefalea. Espera. O el aguardo. En esto que alzaba mi cabeza atravesada
por cientos de alfileres para recorrer con mi mirada, cansada y atenta a la
insólita llamada, la fachada abierta a la nada, inaudita, disfuncional o en un
capricho estético y arquitectónico de difícil, al menos, apreciación artística.
El vano colosal, curvo, atravesado por las dos cruces en una de las llamadas
patriarcales, una arriba unida a otra abajo, una recta y otra invertida,
listones de hormigón, cuadriformes, en la imposibilidad de una ventana enorme
sin cristales que daba a un interior abierto y desocupado, donde no había ni
simulacros y solo una antesala de ausencias para el otro soportal a resguardo.
Entonces, en este pensamiento llenando la falta, atrapé una idea del clásico
Demócrito de Abdera, quien al igual que ya la formulara su maestro Leucipo,
2500 años hacía, expuso en relación a la estructura de la materia: "Nada existe, excepto átomos y espacio vacío,
lo demás es opinión".
Y mi opinión tomó la
forma de una metáfora en la oscuridad aquietada, en la primera noche del año
tras la celebración de la llegada del mismo con todas sus expectaciones y
ensueños, ante este extraño preámbulo o recibidor, amplio y abierto a la nada, abrigado
en las opacidades de su construcción donde el plenilunio arrojaba cubos de su
pintura. Edificar en los vacíos o construir en estas estructuras de la nada. La
idea. O la conjetura. Alguna mística cazada al vuelo de su sutilidad. Un hecho de
cómo las revelaciones surgían del dolor, aunque fuesen del de una resaca de
nochevieja. Vacío. Nada. No es lo mismo vacío que nada. No. No lo era, ni en
aquel momento ni ahora. Esta visión y revelación me condujeron a los mismos
vacíos con los que todo estaba creado: la calle, esos coches, los edificios,
las traviesas del tren arrojando los otros borrones de pintura lunar, los otros
destellos argentíferos en el cristal de unas ventanas, o la inversa trasmutación
alquímica de la luz en plomo, la irradiación pálida de las farolas, los
estallidos de colores de unos cohetes, el gato negro huyendo del terror de los
petardos, de los noctámbulos o el regreso de quienes como yo, como nosotros,
aguardábamos a que se abriera la puerta de unos familiares para sumergirnos en
las celdas de la rutina, en los antros de la normalidad. Ellos, y nosotros, yo,
todos éramos, somos vacíos, ficciones, nada, moldeados por una materia que intrínsecamente
está vacía. Y no es que lo dijera yo, o lo imaginara, sino que la ciencia había
testado este gran vacío cósmico o universal presente en cualquier forma o
sustancia creada. Y tanto que si pudiera disponer de una visión a escala
microscópica, especulaba tras el aserto científico, para retroceder o acercarme
más y más a mi piel, a los tejidos, al entramado de moléculas, de átomos, miraría
a mi propio vacío, el cual se haría más y más agudo, dilatado y desgarrador...
hasta confundirse o añadirse a la cerrazón eterna.
Me miré, para comprobar la
afirmación, una de mis manos, extendida hacia el oscuro firmamento derramado
entre los dedos, como esos cómplices y absurdos travesaños del frontispicio del
edificio. Esta era mi mano, visualizaba, mi cuerpo formado solo por un 0,001 %
de materia, de acuerdo, aunque la zozobra, un dolor físico, o de una mística
física, me fustigara con la certidumbre de que mi totalidad, o ese preciso 99,999%, era noche, un espacio vacío e inexplorado. Y
más frágil y aterrorizado si retomaba de nuevo la Ciencia, precisamente la
Física Cuántica, el axioma que no concedía porcentaje alguno a la materia. Por
otro lado, o al final de los extremos, más allá de los límites de las
realidades y de las entelequias, dentro de la religión o de la espiritualidad o
de la ontología, me cuestionaba: ¿Este vacío absoluto y omnipresente era Dios?
¿Ese Dios del que según un apotegma bíblico estaba en el interior de cada una
de sus criaturas? ¿Era Dios la nada?… No estaba yo para mayores metafísicas. Y
sin embargo, ellos, yo, todo en derredor, en sus más específicas consecuencias estábamos
hechos de la nada. Y si estos existían sucedía porque yo los miraba, y estos me
concebían a mí o mi mujer que a su vez me inquiría con expresión de pasmo ante
mi sospechosa o ida actitud con la mano arriba levantada. Y el gato, negro, con
dos ascuas por ojos y vivos reflejos en su piel aterciopelada, que salía avizor
de debajo de un coche para refugiarse bajo otro, si vivía o llevaba mucho
tiempo muerto ocurría porque yo al observarlo así lo estaba decidiendo.
Quizás fuese otra
metáfora, otra personificación científica de mi extraño discurrir, el gato de
Schrödinger, o una paradoja de la mecánica cuántica. Es decir, si ese gato
estuviera dentro del coche de cristales tintados, atrapado, un lejano maullido
de desesperación, y en la moqueta una cápsula de veneno que podía estar rota o
no por acción de un mecanismo propio del auto que la rompiera o no de acuerdo a
si detectara un movimiento, el gato con sus zarpas implorantes en el cristal y
al que no podíamos ver desde el exterior, o un elemento, un átomo radioactivo
que si era detectado por un contador Geiger equipado de serie, por ejemplo,
quebraba la ampolla de veneno y hacía morir al gato o a la inversa manteniéndose
íntegra y con el animal vivo. Desde la calle, pues, no podíamos saber si el
gato estaba vivo o muerto si no se abría el coche. Los cristales opacos. La
probabilidad de que el felino estuviera con vida o no era de un 50% en cada
supuesto. Por tanto, hasta no abrir la puerta del automóvil el gato estaría
vivo y muerto a la vez. Un desafío al sentido común. La
sola acción de observar modificaba el estado del sistema y solo entonces
observaríamos un gato vivo o un gato muerto. Al igual sucede con las
partículas subatómicas, pueden estar en un estado o en otro, por la dualidad
onda-partícula al mismo tiempo; también pueden estar entrelazadas a través del
espacio en un estado único, conectadas. De lo cual ellos, noctámbulos y gato,
estos, coches, casas, yo, y mi mujer, si al momento fuésemos observados
existíamos, por el contrario, no éramos; solo en la ausencia, o en la
probabilidad, espacios en blanco por definir, la nada y vacíos de los que
asimismo estábamos conformados. “Una
superposición de estados coherentes de luz que viven y mueren en dos sitios al
mismo tiempo”. Una dolorosa revelación suspendida en la quimera de los
volúmenes desocupados en los que se precipitaba la fachada del edificio.
¡Basta! La cabeza. Y el dolor.
Bajé, desasosegado, la
mano. Mis sienes ametralladas por la resaca, sucumbidas ante este insospechado,
e incómodo, alarde seguro del "horror
vacui" de Roger Bacon. El horror al vacío de la naturaleza y de
ciertas expresiones artísticas en las que incluiría este frontis del edificio
donde nos encontramos para proteger o sostener... nada, al vacío de esta noche
de invierno sin el titilar de sus estrellas como posibilidades que iluminaran
el camino por este nuevo año. Nada, solo un pozo fosco e impenetrable de
energía, de energía oscura, con toda la fuerza puesta en su taumatúrgica repulsión
a mis prejuicios y presunciones, a mis ruinas y grandezas, a mi insignificancia
en el gran guiñol cósmico donde todo era vacío y también nada y cuando el vacío
no era la nada; y al que, por contra, no podía salvarse o esquivarse, como un
muro inaccesible. Un muro absoluto. ¿Cómo era esto posible? ¿Cómo era posible si la materia, en esencia, está
creada de vacío?. No, por favor, otra vez no…
Oí el reflujo de un
airecillo deslizándose por entre el armazón cruciforme de la portada,
levantando murmurantes ecos en el interior del espacio abierto y elevado entre
los otros muros de cemento y austeros pladures, como si dijeran: "nada existe, excepto átomos y espacio vacío",
como si un viejo Demócrito emplazara de manera más encantadora los átomos por
partículas elementales y revelara en otra epifanía, o la que yo estaba viviendo
y si en verdad se trataba de la misma, ese modo de trenzar los muros del vacío
mediante campos de energía. En esto, un espeluco, un penetrante grado de
estremecimiento provocado por vientecillo frío y susurrante o por la
trascendencia de la revelación, o por ambas, atravesó mi ser como si una
delgada lámina de aluminio fuese cimbreada al aire. Un escalofrío o el reflejo
de esa energía universal presente en el espacio vacío de los átomos. Un
electromagnetismo que me permitía observar, no integrarme, ni entregar el
universo de mis átomos en el genérico y por
ende contenido estado de los espacios vacíos de esta escenografía
arquitectónica en la que esperaba para pasar adentro, traspasando los muros
impregnados de energía, del poder de interacción entre los electrones y los
protones nucleares con mi sutileza tal vez mística. La energía oscura.
Una nueva y persistente
llamada al portero automático sin luz ni voz. No abrían nuestros familiares.
Mejor llamar por teléfono. Los adultos estarían derrumbados, dormidos, asentados en el cansancio, la derrota, los
escombros de la fiesta y de los exilios. Los niños no, pero tenían que atender
al siempre incómodo timbrazo del teléfono entre los despojos de la acelerada
velada. Otras lagunas del recuerdo. Quería abandonar la calle, la presión, el
peso de la revelación al pie de esta portada abierta a la noche, no al cobijo,
sino en el desarraigo. Me sentía aplastado con su testimonio, empequeñecido por
una consciencia que supuraba y a su vez me superaba en todas mis sujeciones a
la realidad. Y con todo, imploraba por encontrar un sentido, un significado
para este estado alterado de percepción y al no estar, en esos instantes, bajo
efectos etílicos o de las sensaciones libres cuando despedíamos el año viejo y
nos entregábamos al nuevo con toda la vehemencia de nuestros instintos y
pasiones. Solo el dolor de la resaca, del malestar por llevar el cuerpo, por el
alcohol, la música, los gritos y carcajadas, a un límite, a traspasarlo y a
sufrir ahora sus consecuencias.
Un sentido. ¿Cuál? Y de
la misma manera imprevista en la que surgió este "horror vacui" junto al edificio de espuria, o no, entrada o
alzamiento, y de cualquier otra en las que, la mayoría de las veces
inconscientemente, penetrábamos por los canales que vincularían el principio hermético
de lo de arriba con lo de abajo, recordé o me caló la expresión más sincera de esta
epifanía a través de una divertida e instructiva clase de Filosofía en mis ya
lejanos años del Bachillerato, en el instituto Pérez de Guzmán, y con un
profesor al que nunca olvidé y del que se me antojo retornaba de las brumas de
la memoria para brindarme el mensaje para este instante vibrante y
extraordinario.
Así veo una vez más al
profesor entrar en la clase portando una caja grande de cartón, en silencio y
ajeno al rumor molesto de los alumnos sobre sus cuitas frívolas y fingidas,
para dejarla sobre la mesa. Seguimos con nuestro alboroto adolescente sin
prestar atención al maestro que, dirigiéndose a la pizarra, escribió con letra
amplia y en mayúsculas estas dos palabras: LA VIDA. Regresó a la mesa para
sacar con cuidado un frasco de cristal, vacío, traslúcido, y otro del mismo
tamaño, pero opaco, al que aproximó al borde del primero. Una lengua de pelotas
blancas de seco gorgoteo resurgió del tarro que sostenía con las manos hacia el
otro y trasparente con un tintineo cristalino al chocar en las paredes. Una vez
colmado de pelotas, preguntó con alta y firme voz: “¿Está lleno?”. Todos los
estudiantes callamos al instante, mirándonos sorprendidos. No era aquella una
clase sobre el hilemorfismo aristotélico, tema que habíamos dejado por terminar
el día anterior. Sin embargo, unas pocas opiniones suspicaces se elevaron del
silencio para afirmar el hecho: sí, el recipiente estaba lleno.
A continuación, el
profesor extrajo una caja de metal en cuyo interior oíamos un sonido rodante. Un
torrente de canicas rodó al instante hacia el tarro de cristal para completar
el espacio vacío entre las pelotas blancas. “¿Está lleno?”, reiteró don César y
yo con mis compañeros afirmábamos seguros e igual de pasmados. En seguida, el
profesor de Filosofía cogió un reloj de arena y, tras destaparlo, derramó la
arena que volvió a llenar los huecos vacíos del bote cristalino. “¿Está lleno?”,
y esta vez un “SÍ” unánime y extendido de las bancadas reverberó por el aula.
Nuestro maestro asió de
la caja una botella de Coca Cola y una lata de cerveza, escanciando su
contenido en el frasco de cristal que continuó, pues, rellenando los espacios
vacíos entre la arena, las canicas y las pelotas blancas. La sorpresa
desencadenó la explosión incontenida de nuestras risas que a fuer de no
explicar la extraña conducta de don César, tapaba al mismo tiempo en nuestro
interior los huecos de una incomodidad expectante, de un desahogo como esas
revelaciones, precisamente, de las que con un cosquilleo previo se intuía su
trascendencia.
Finalmente el profesor de
Filosofía se dirigió a la pizarra y, señalando las letras que antes había
escrito, dijo: “La Vida. Este frasco de cristal que he ido llenando con estos
objetos representa la vida”. Un murmullo entre los estudiantes puso voz a una
extrañeza aún más impenetrable, casi delirante. “Atended... -prosiguió
retornando a la mesa y cogiendo el tarro de vidrio- Estas bolas blancas
personifican las cosas más importantes de la vida, las principales, las más
fundamentales, tanto que si perdiéramos o desalojáramos el resto, la vida,
nuestras vidas, continuarían estando llenas... ¿verdad?... A ver, responded,
¿Cuáles son las cosas importantes de la vida?...” “La salud”, respondió un
alumno, “La familia”, dijo otro. “El trabajo”. “El dinero”. “Los amigos”... La
sonrisa del profesor iba asintiendo a cada una de las respuestas. “El respeto” “Los hijos”... “Las fiestas”...
“No, las fiestas, no…
-reconvino el profesor- Porque después
tenemos las canicas, como pueden ser la casa, el coche, la ropa... las demás
cosas importantes de la existencia... Las fiestas, para los que así lo estimen,
entrarían en los espacios que colmaría la arena, y con éstas a todo aquel
etcétera de pequeñas cosas que cada uno de vosotros necesite y con las que quiera
rellenar de felicidad su vida”.
Un silencio agradable,
reflexivo, ocupó todos los resquicios vacíos de la clase. El educador aprovechó
este provechoso ambiente para si no sentenciar, afirmar un mensaje en nuestros aún
solícitos interiores:
“Comprenderán qué
sucedería si hubiera llenado en primer lugar el tarro con arena... ¿Qué
sucedería con la vida?... -todos sabíamos la respuesta, pues poner primero la
arena en el frasco conllevaba a que no fuera posible un sitio ni para las
canicas ni para las pelotas blancas. Entendíamos y callábamos por esa determinación
en que las respuestas viniesen ajenas, de afuera, por esa apatía cómoda e
insufrible que comenzaba a aportar una época tan comunicada pero
despersonalizada. El profesor, tras barrer con su mirada noble el aula, a sus
alumnos, puso continuación a su mensaje en vilo, como si pretendiera instalarlo
con delicadeza en nuestras conciencias y sortear algún impedimento tendido por
esa actitud indolente o propia del nihilismo juvenil-. No podemos derrochar,
dilapidar nuestro tiempo, nuestros esfuerzos e ilusiones en las cosas pequeñas
y desatender las importantes y fundamentales, las que verdaderamente sustentan
la vida. Las cosas pequeñas están bien, son necesarias, imprescindibles ya que ponderan
e incentivan la ilusión ante las grandes, pero éstas, las grandes, las pelotas
blancas, deben ser únicas, preferentes, las que tienen que sostenernos porque
la felicidad y el hecho de vivir depende de su colocación y desarrollo”.
Una sonrisa de connivencia,
y tierna, nos empujaba a los escolares hacia la consciencia quizás de uno de
los prodigios con los que la propia vida desvelaba, o llamaba la atención,
sobre su esencia; y la que a todo impregnaba, la que se evaporaba sintomáticamente
ante unas creencias, o por esas desidias auspiciadas por unos tiempos donde nos
conformábamos a que nos lo dieran todo hecho, de que todo era permanente, inalterable,
desoyendo, desprotegiéndonos de la tarea, del esfuerzo por afianzar su
hecho, como el amor, como los sacrificios en pos de los sueños, como la
educación y la confianza. También sonreía el profesor de Filosofía, quien de
nuevo abarcó el frasco de cristal en alegoría de la existencia, lo miró con
detenimiento y, ofreciéndolo a los alumnos, expuso con una voz sosegada que
parecía subrayar cada una de sus palabras en un consejo musical, bello e inevitable:
“Ocupaos primero de las
pelotas blancas, de las cosas más importantes en vuestra existencia, ilusionaos
con ellas, poned todos vuestros esfuerzos en tenerlas y en colocarlas en los
grandes vacíos de la vida, llenándolos, priorizando lo fundamental a lo
superfluo... Estudiad, trabajad por vuestro futuro, cuidad la salud, sed
humanos. Una vez conseguido o direccionado la aptitud hacia lo esencial e
inequívoco, tendréis lugar y momentos para las canicas, para ese teléfono nuevo
u ordenador, para ese viaje o juego, para la moto... Marcad cuáles son las
verdaderas preferencias en vuestras vidas, las esenciales, como la de estudiad
ahora,… ya que el resto... el resto solo es arena.”
Tras un tiempo espacioso,
instructivo, relajado, en el que masticábamos las palabras, paladeábamos las
ideas, aparecieron las primeras toses, provocadas, las primeras carcajadas, despejadas,
los primeros suspiros, intensos, el repertorio de banalidades que como simples epílogos
tenían por función devolvernos a la realidad, aunque con el bagaje, sin peso,
de un tesoro valioso. Uno de mis compañeros, uno de la última fila, reconoció entender
con interés lo de las pelotas blancas, las canicas y la arena, pero se
cuestionaba, seguía sin interpretar qué representaban en la alegoría la coca
cola y la cerveza. El profesor dejó el tarro en la mesa, con los brazos
relajados, con la mirada baja, bajó del estrado, después de unos pasos moderados
se detuvo en el centro del aula, rodeado de pupitres y de estudiantes. Alzó la
mirada y derramó una sugerente complicidad en nosotros a través de su sonrisa,
cordial y traviesa, y dijo:
“Una demostración. Acaso
un incentivo. La evidencia de que por muy llena que tengamos la vida, por muy
ocupada que esté, siempre habrá lugar, huecos que llenar con satisfacción, con
alegría, para que toméis una coca cola con los amigos, en una fiesta, en la
terraza de un bar, en un parque, o en mi caso una cerveza y a poco que termine hoy
mis clases.”
Sonreí. El recuerdo matizó
en mi semblante aterido por el frío una cálida sonrisa. Y al mirar nuevamente
el alzado del edificio, esa ventana de la fachada abierta o cerrada a la nada,
al vacío de un espacio interior expedito, al vacío de un exterior donde la
noche desdibujaba los límites y sujeciones, sentí cómo el “horror vacui” iba
deshaciéndose al igual que la frágil bruma de la helada en la extenuada
alborada de la farola, permaneciendo acaso como la película húmeda que
emborronaba con sutileza los cristales de los coches, de las ventanas, si bien con
la incitación a deshacer su lienzo translúcido con un trazo de los dedos, con
un dibujo más o menos recurrente o unas palabras que en su futilidad contuvieran
todos los secretos del mundo, o las cosas que importaban en una realidad que
llamaba al entendimiento y a la afinidad con su viso trascendental. Edificar en
los vacíos o construir en estas estructuras de la nada. Así que se trataba de
esto… El mensaje. La idea. La epifanía. La metáfora de esta ahora especular portada
mientras esperábamos en la calle la apertura de su portal. Mi mujer hablaba por
el teléfono móvil con una de las niñas, una de las sobrinas, arrebujada en el
piso de arriba, el 2º C, creo, y de la que me llegaba el runruneo de su
vocecita cansada y aún sorprendida por el dislate de la víspera y de cómo
estaba trascurriendo este bisoño año en su primer día que ya alcanzaba la noche
más antigua.
Repasé el insólito
alzado, delineando con otros dedos imaginarios los huecos entre sus travesaños
rectangulares. Los espacios en los que se recreaba la noche, en los que ésta se
engalanaba con la perfección de sus infinitos vacíos, de la nada. Porque solo ésta
podía reunir vacío y nada, emparejarlos, aun cuando conocíamos que no era lo
mismo el vacío que la nada. Los grandes intersticios delimitados por el
ladrillo y el cemento, por la geometría recta y dócil de su estructura, como
espejos que siempre reflejaban la eternidad, la creación, el vacío con lo que
todo estaba obrado, en su principio, este presente y el final. Espejos para una
materia que intrínsecamente estaba vacía. Espejos de la nada donde yo acababa
de asomarme para advertir el azogue de mi vida. Yo en el borde de mi vida, a la
que miraba para, de esta manera, hacerla posible, y en especial con hallarme en
ella. Consciente de la exigencia quizás cósmica, o la de atender a los reclamos
del destino, para reflexionar en lo que yo soy, o en lo que yo era según la existencia
que llevaba. Reflexionar en mantenerla, no lo infería así, o en redefinirla,
con seguridad, en inventarla para hacerla más real o adecuada a mi sentido o
espíritu o inquietud. Llenar, como lo haría la luz en aquellos espacios precisos
y desocupados del edificio, los míos propios, de cosas importantes, de pelotas
blancas. Pelotas blancas, no hacían falta muchas, podían servirme alguna de las
existentes, dotándolas de un restablecimiento o renovación o hálito en su
función; o incorporando otras nuevas, frescas e ilusionantes. Construir mi realidad
desde su propio vacío y nada en algo que mereciera su experiencia.
En esto consistía la vida:
en ir completando ciclos, etapas vitales en las que quitamos o incorporamos las
pelotas blancas, requisitos para vivir, y, junto con las canicas, para estarlo
con consciencia, es decir, siendo, estando, donde encontrarse o reunirse con
todo. La arena vendría a colorear los espacios colmados, a resaltarlos, a
imprimirlos de ese vaho pesado y paradójicamente quebradizo, encantador, en los
que reescribir fantasías en los cristales que preservaban y distorsionaban la
visión del universo. Edificar mi propia vida con elementos, de detalles
importantes, que valieran apreciarla, forjarla, sosteniéndola contra cualquier
horror al vacío y miedo a la resignación y a la pérdida. Y para comenzar a
colocar pelotas blancas en los vacíos de mi existencia, sí, solo bastaba con
observarlas y poner todas mis energías, incluso las oscuras, en tocarlas y asentarlas
ceñidas, como teselas de un puzle, a sus huecos y no en otros.
Mi mujer terminó la
conversación telefónica y, al poco, un chasquido continuo e insistente desbloqueó
el cierre eléctrico de la puerta. Con la hoja del portón entre mis manos, mi
mujer ya había entrado en el delimitado espacio forzado y abierto, con el
pensamiento latente en mi cerebro y en otros vericuetos del alma o los que
concebía en tiranteces del corazón, eché la vista a la calle o respondí a un
remusgo inconsciente e inevitable. Dos cintilaciones doradas, el resol de unos
faros, en los espacios negros e infinitos de los ojos del gato, irrumpido en
plena calle como una exhalación de debajo del coche, tal vez fugado del
experimento cuántico de Schrödinger, refrendó mi reflexión como las leyendas
hacían con aquello que la historia se veía incapaz de vencer. La sola acción de
observar modificaba el estado del sistema y solo entonces observaba a un gato afortunadamente
vivito y coleando, estático como una estatua o por maldición de Lot, mirándome
con fijeza y, además, con ese arrojo, con esa afirmación presuntuosa del que
está por encima de lo visible y experimentado, en lo acertado, en lo necesario
de que estuviera abierto a la mira de las pelotas blancas, de las cosas
importantes, para hacerlas posibles y poder de este modo situarlas en los
espacios vacíos donde yo era yo y mis circunstancias.
Realicé un brusco movimiento
con mis hombros y cabeza, como de embate, y el gato quebró su inmovilidad para,
como una centella negra, desaparecer en los rastrojos tras la valla que
separaba la vía del tren de la calle. El gato se fue, pero me dejó la epifanía.
Entré en el primero y desalojado recinto o umbral del edificio. Unos pasos
morigerados por un escalofrío o el reflejo de la energía universal presente en
el espacio vacío de los átomos. Antes de penetrar en el siguiente y cubierto
soportal, con la distribución de las viviendas, las plantas, escaleras de
acceso, ascensor, sin la hoja de la puerta blanca entre las manos porque pesaba
mucho o suponía un enorme esfuerzo su arrastre o deslizamiento de apertura,
observé desde esta perspectiva, desde el mismo interior, la colosal ventana de
la fachada abierta esta vez a la vía, afuera, a un cielo todavía más oscuro,
más infinito, más inalcanzable y en el que, como una traslación en mi interior,
a ese 99,999% de mi cuerpo, noche, un espacio vacío e inexplorado; y al que,
eso esperaba, colmaría de materia, de pelotas blancas, de canicas, de arena, y
de… Porque a poco de entrar en el domicilio de mis cuñados, 2ºC, creo, lo
primero que realizaría, saludos aparte, sería tomarme una cerveza, sentado en
la confortabilidad fumante de la cocina, para no solo mitigar los efectos
punzantes de la resaca de nochevieja, sino empezar con agrado a redefinir mi
vida o a rellenar mis vacíos. Mi nada que lo era todo.
©
F.J. Calvente.
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