El amor en este lugar sin mundo.
Ya no era yo quien hace poco, alguna hora atras arrancada de la noche, entraba en la Alameda del Tajo para cumplir con cierta exótica necesidad de reencuentro, o por el solo hecho de despejarme de tristes humores negros. No era yo, o tal vez pudiera ser Rainer Maria Rilke en otro o en el mismo invierno de 1913; al observar, y sentir, la metáfora o el alcance del amor en este sentido nostálgico, de las esperanzas que retornan cuando sus extremos se dispersaron hacia dimensiones contrarias, acaso en una de tantas fugas del abismo inmediato:
“por el aire inmortal que la sostiene”, matizaría Pérez-Clotet, el otro poeta y paisano.
La detención admirada, sorprendida, nuestra,
ante el banco, solo,
ante la farola, sola,
que derramaba su ternura en aquel con su húmedo azogue.
Ella y el.
Al momento entendí, o concebí y Rilke escribió por mí y por todos, de cómo el amor consiste en dos soledades que se protegen.
El amor en este lugar sin mundo.
Luego la niebla embozó a las dos soledades en un mítico lecho de amor.
(C) F.J. Calvente.
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