“Esta cabalgata de quimeras se sitúa en el
tiempo que transcurrió entre dos sueños cuando el mundo tenía el color del alba”
Cuando un libro, este
ensayo autobiográfico, comienza de esta manera, y aunque no sea ciertamente el inicio
del mismo sino el de la tercera parte de “Memorias. El peso de la paja 3” de
Terenci Moix, con el subtítulo de “Extraño en el paraíso” (Planeta DeAgostini,
2002), tiene que ser entonces muy pero que muy bueno. Y tanto que lo es, sin
importar que su autor sea uno de mis escritores favoritos, nada condiciona aquí
la subjetividad propia ante una objetividad narrativa implacable, de uno de los
escritores que me enseñaron, me hicieron sentir, que era posible escribir el
color de las emociones, la temperatura de los sentimientos, describir la forma
del sonido de los sueños; ni de afectarle una determinada inercia del clásico o
de moda narrativa; no, solo rendido, admirado por la magnífica semblanza de la
vida de un genial escritor y del porqué de su narrativa, de su extraordinaria
obra. Poco voy a reseñar a lo ya señalado con anterioridad en las dos partes
anteriores de estas memorias y a las que me remito, con toda mi carga de
sinceridad y sencillez, sobre este hombre, de este gran escritor hecho de cine
y soledad, el “enfant terrible” de la literatura:
“El peso de la paja 1: “El cine de los sábados”.
“El peso de la paja 2: El
beso de Peter Pan”)
“Era
como ver la ciudad con ojos distintos, que es como deben verse las ciudades:
con los mil ojos que atesora el alma perpleja de sus habitantes”
Corría 1962 y el
adolescente Ramón Moix, o el niño grande de El Peso de la Paja, tiene veinte
años y un ansia dolorosa de conocer el mundo, de entenderlo, de paladearlo.
Como muchos de su generación, la retrógrada sociedad franquista le cierra todas
las puertas para crecer, “Nunca sabré
referirme al franquismo sin recurrir al esperpento. Su mediocridad intrínseca
había arrebatado hasta el tono de las fiestas”; además, está cansado de una
ciudad que comienza a asfixiarle y de una familia con la que no quiere
perpetuar la tradición, el “seny” catalán, tomando la decisión de marchar, de
lanzarse en pos de su destino. “-…
Cuarenta castañas. ¿A que no te las puedes imaginar? Cuando las tengas, ya
verás lo que mandan. Te mantienen atada a un sitio para sentirte segura, y de
ahí ya no hay quien te arranque. ¿Qué quieres? La seguridad es esencial cuando
te ves a las puertas del asilo. Pero querer seguridad a tus años, esto es un
crimen contra la vida” Así que, “Del niño que se crio déspota porque el mundo le hacía demasiado caso,
al joven angustiado porque el mundo ya no le hacía ninguno sólo mediaban una
serie de acciones miméticas: las únicas que en aquella época daban sentido a mi
vida”, comienza una nueva existencia, superando cualquier expectativa
bohemia, con los “beatnik” americanos en París, para luego llegar al maremágnum
de Chelsea en Inglaterra, inmerso, entusiasmado, en lo que vino a denominarse
el “swinging London”, y donde con esfuerzos, con sacrificios, con atención, con
ilusiones siempre renovadas, va descubriéndose a sí mismo, va terminando por
definir quién será Terenci Moix, disfrutando y entregándose a unas parcelas de
libertad excepcionales, colmadas por nuevas experiencias y sensaciones. Una
manera de aprender de la vida viviéndola. “Chelsea, donde era posible presentir que Ramón Moix sería un extraño
conglomerado de melodías, pinturas, esculturas, obras teatrales, modas, ismos,
períodos, visiones y augurios. Todo tan lejos de la realidad y, sin embargo, tan
cerca de las características exigidas a un perfecto chelsiano y a un aprendiz
de la vida” Un aprendiz de la vida.
Aquí, por tanto, están
muy presente los dos motores, o los dos ejes que sostienen su personalidad: la
búsqueda o más bien la desesperada búsqueda del amor absoluto, de saturar de
experiencia y significado a su identidad sexual; y el de un hábito cultural,
obsesivo, que gira en torno al cine y la literatura. “La obsesión por la escritura me hizo conocer intensamente la soledad
que sólo su cultivo es capaz de producir; soledad mucho más rabiosa en la
juventud, cuando uno la desea como forma de afirmación romántica. Esas horas robadas
a la vida se iban convirtiendo en vida en sí misma, tan intensa y fecunda como
podía serlo el onanismo”. En efecto, su vida es una extrapolación, tal vez
nostálgica, tal vez dolorosa, de los mitos del cine y de la literatura. “Yo he convertido todas mis experiencias
vitales en obra literaria, y esta reconversión hace que lo real y lo imaginado
se confundan continuamente”. Sus sueños, la idealización, alcanzaban la
concreción en las palabras que iba arrancando del tiempo, de trabajos
desacordes con su talento, de un ir y venir incesante por lugares y personas,
“Al fin y al cabo, en mis principios no hacía
sino poner en letras los sentimientos que me hubiera gustado interpretar en la
pantalla”, convirtiendo a su propia vida, o aquella que alcanzaría mayor
expresión y madurez después, en una novela: “Y ésta es a partir de ahora la novela de mi vida. O, mejor dicho, la
vida de mi propia novela”. Su obra, pues, está influida por este espíritu, por
esta hambre, por esta exigencia de experimentar en sí o a través de sus
personajes los mitos que le hubiera gustado ser o interpretar: “Tanto es así que, en mi novela Olas sobre
una roca desierta, el protagonista Oliveri medita largamente sobre sus
posibilidades narrativas, oponiendo una escritura basada en la experiencia
vital –Scott- a otra de tipo estrictamente intelectual, fruto de la reflexión
–James-. Es la pugna que ha dirigido mi carrera”.
El amor, al mismo
tiempo, o la sublimación del amor, participa de esta característica existencial
y creativa en quien “En realidad, creaba
sentimientos novelescos porque yo mismo quería ser una novela y no un ser
humano”. La aparición del “gemelo”, Carlitos, del erudito, de… una pléyade
de protagonistas de su realidad en los que encontró el amor y el desamor, la
frustración y la utopía, el arte y el desencuentro, “… yo seguía confundiendo los términos del amor, pese a que sufría como si
los conociera todos”; contextos, en su mayoría contrariados y dolorosos, para
los que la literatura constituía la mejor medicina para un corazón de latidos
rápidos e intensos, “…
cuando la literatura me sirvió de psicoanálisis gratuito”.
Amor, cine y literatura, “Por ridículo
que pueda parecer, entre el impacto de una piel y el soplo de la escritura sólo
media el paso de la excitación”, en un camino iniciático, lleno de
picaresca, de humor y una honda tolerancia.
“…
yo he sido ciego en muchos paraísos. Y esto es de compadecer”
La escritura
memorialística de Terenci Moix, de quien “…
todas mis horas tuvieron muy mala muerte y mis días nuevos ni siquiera se
atrevieron a nacer”; del tímido con más ganas y valentía de aprender de la
propia realidad, de un mundo apasionante, “…
tenía ese aspecto de quiero y no puedo que caracteriza a quienes creen poderlo
todo”; dejándose llevar por el mito cinematográfico, expresándose con tal
desenfado, con ese atrevimiento ajustado del que se siente comprometido con los
tiempos y con su identidad conforme a estos, “… y el tiempo deja de existir en provecho del instante”; de este “… enamorado de la extrema diversidad del
mundo en su fornicio con el Tiempo”, que logra con su literatura un punto,
una pauta singular y fascinante con la detención y exaltación de las pequeñas
cosas, las que hacen grande e importante la realidad, “Todos somos herederos de las pequeñas cosas”.
Y más que la realidad del que sería, o estaba en ese proceso de moldeado del
Terenci inmediato, la de Ramón Moix en su desesperado intento, hecho que a
veces consigue o trasciende, de disolver cualquier gravedad de la existencia,
donde “El tiempo actúa en favor de los
indecisos, porque es él quien acaba imponiendo sus decretos inexorables”.
“Memoria,
literatura, presente y pasado, lo que imaginamos y nunca fue, los sueños que
tuvimos y nunca se cumplieron, las realizaciones inesperadas que se impusieron
a nuestros pequeños logros, todo pasa a la literatura y, al hacerlo, todo forma
un absoluto que se parece mucho a un juego”
La literatura, o la
sensacional letra de Terenci Moix, la que te abruma, te absorbe, te empequeñece
ante una grandiosidad casi imposible, la que te provoca un desasosiego
interior, pasmoso, un pellizco en las entrañas, conmovedor, una emoción sincera
e intensa, marcada. En una reiteración de lo ya dicho en anteriores reseñas, este
libro, todas sus memorias, tratadas con esa profundidad, risa y sinceridad que
más que fascinar, provocan un impacto que llega directamente al corazón, donde
intuyes la escritura del alma, la elevación de la melancolía y la soledad, la
de una inabarcable tristeza, tan vivas, tan expresivas, tan auténticas. En la
búsqueda de una identificación personal que penetra, a mi modo de ver, más allá
de lo cultural y erótico, para significar la huida feroz de su frustración, de
todos los fantasmas por un ideal que no terminó de aparecer pero que le fue
marcando inexorablemente, era algo similar a su consideración de las novelas
policíacas, “una literatura del
desencanto, y éste suele abrirse un buen camino en las almas aquejadas de
romanticismo”; y más en aquel entorno represivo y adverso de la España de
la dictadura, de la censura, de las perspectivas inalcanzables, de los deseos
utópicos en el marco de una generación ansiosa de libertad, y de su desnudez en
los periplos francés e inglés. De ahí su camino iniciático, vital, del acopio perturbador
de conocimientos y experiencias, “… había
descubierto cientos de cosas, de las cuales sólo me servirían dos o tres en el
futuro; pero entre ellas se hallaba la certeza de que mi única victoria sobre
los estragos del tiempo consistía en aferrarlo en cada uno de sus instantes y
vivirlos intensamente hasta dejarlos agotados. Nunca he sabido aplicar esta
máxima pero, por lo menos, lo sé”, que nos ha legado una obra
extraordinaria e indispensable.
“Era sintomático que sólo entre los extraños
del mundo no me sintiese yo un extraño en el paraíso. O, cuando menos, no
completamente”
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