“-No me voy a poner a llorar -dijo Lord Dixon-. El
cielo llora por mí.
-Te jodiste, ya dejó de llover -dijo el inspector
Morales-.
-No importa -dijo Lord Dixon, y volvió a toser-. Es
una figura literaria”
No había leído
nada del galardonado con el Premio Cervantes 2017, el nicaragüense Sergio
Ramírez, hasta que me decidí por su primera incursión en la novela policíaca, “El
cielo llora por mí” (Alfaguara, 2008). Y me gustó el libro, me complació la
narrativa de Sergio Ramírez, a pesar de su enredo argumental, cuesta esfuerzo
seguir el hilo debido a su énfasis estilístico, por la variedad coloquial, el
carácter local, por sus novedosos elementos o recursos expresivos, por la
aparente anarquía secuencial, saltos de tiempo, universos personales, complejos
y definidos, gravitando en torno a la trama principal…; con todo prevalece su
poderosa escritura, nada lineal, nada displicente o encorsetada a modas o
géneros, sin abandonar su razón, su objetivo, esta perfecta semblanza de la
Nicaragua postrevolucionaria, con sus miserias y fortalezas… Una novela
policiaca, sí, pero también un espejo de un tiempo, de una historia dura, complicada,
interesante.
“En un trabajo como aquel, las iniciativas personales
dejaban de tener dueño cuando pasaban a manos de los superiores, y a veces sólo
merecían la categoría de insumos, con lo que quedaban disueltas en el anonimato”
“Asesinatos y
narcotráfico, policías y cárteles. Nadie es inocente. El inspector Dolores
Morales y el subdirector Bert Dixon, del Departamento de Narcóticos de la
policía nicaragüense, investigan la desaparición de una mujer; las únicas
pistas son un yate abandonado en la costa de Laguna de Perlas, un libro quemado
y una camiseta ensangrentada (más tarde aparecerán una valija con cien mil
dólares y un vestido de novia). Los detectives crean una insólita red de
espionaje en la que participan por igual la DEA y doña Sofía, afanadora del
Departamento de Policía. Las cosas se ponen candentes cuando ocurre una serie
de asesinatos, entre ellos el del principal testigo, y queda claro que la
misión es frustrar una reunión de los carteles más importantes de México,
Nicaragua y Colombia, y capturar a El Mancebo, sobrino de los fundadores del
cártel de Cali. Las fuerzas del bien son a veces las fuerzas del mal. En esta
novela, Sergio Ramírez explora sus resquicios, por donde corre impetuosa la
vida.”
Sergio Ramírez
sabe de qué escribe, qué cuenta, qué transmite; no en vano tuvo su lucha, su
ideal, su deber contra la dictadura somocista, su defensa de los derechos
fundamentales, con su carrera política en la revolución sandinista, ocupando la
vicepresidencia del primer gobierno, por lo que sus palabras, su panegírico de
la realidad nicaragüense no es baladí; del retrato de un país desangrado por la
corrupción institucional, por la presión de los cárteles de la droga, de una
tierra de nadie en la que los antiguos revolucionarios, dentro del nuevo orden
de las cosas, del gobierno, de una sociedad todavía abrumada, tan escasa de
perspectivas, incluso desengañada, subsisten en la obligación y el anhelo. Y en
este escenario, el escritor teje una historia, como la vida misma, trepidante,
con intriga, violencia, sexo, humor, crítica social y política, sarcasmo, con
unas descripciones soberbias, con unos diálogos coherentes, enlazando los
medios urbanos y rurales, entre los escombros de la degradación, con un rol de
investigación policial, sólido y de una intensidad y fuerza meritoria. Con unos
personajes definidos, penetrantes, de entre los que destaca, además del
inspector Dolores Morales, el antihéroe, el sobreviviente en una sociedad de
derrumbes o en construcción, acaso al igual que las mismas letras de la
historia, un ex guerrillero sandinista reconvertido en policía de la división
antinarcóticos para continuar con su afán comprometido, con una pierna
artificial, un ordenador casi inservible, un coche, un Lada caduco y un amor
extraño,
“Era el viento de la soledad, le
había advertido Lord Dixon, que tampoco era casado; y junto a éste, de su
adjunto Lord Dixon, Doña Sofía, limpiadora de la comisaría y de otras tareas
importantes e incluso irresponsables por su gravedad. Un sorprendente relato en
un imponente y paciente escenario, el de una “Managua enseñaba sus mismos precarios decorados. Muros pintarrajeados
de consignas, bajareques en aglomeraciones sin concierto, recovecos, ripios,
tabiques de catrinique y techos de asbesto, enjambres de alambres eléctricos
que se podían tocar son sólo alzar la mano, cafetines de mesas derrengadas, una
cueva en cuya boca oscura un tablón arrimado a la pared anunciaba
impresiones-engargolados-fotocopias-tarjetas para celulares, el polvo de la
calle que soplaba sobre las mesas de pino”.
“… los reales no deben servir para que se vean encima
de uno, sino para volverlo a uno invisible, esa era la verdadera elegancia”
Un relato policial
lleno de certezas, de una lucha firme contra el servilismo, la ruindad, la
corrupción, la mentira, la violencia; en un gesto de esperanza por el que toda
lucha, todo sacrificio, tenga un sentido, un compromiso. Una novela
recomendable, con todo o con independencia de su diferencia, de su impecable
diferencia.
“Se quedó dentro del vehículo, al abrigo de la
cornisa, y en medio de la lluvia se sintió melancólico. Era algo que le ocurría
desde niño. La sensación desvalida, y a la vez dichosa, de hallarse solo,
arrullado por el ruido sostenido del aguacero mientras el mundo se borraba,
perdiendo sus contornos”
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