Tan fácil como inesperada, por supuesto que intencionada, necesaria, con los párpados aún cerrados, reteniendo los destrozos de un ensueño indefinido, más y más inextricable, “lo real maravilloso”, o la persistente trampa de una preocupación arrogada en las pantallas de la fantasía, emboscada tras la onírica confianza, ahora siguiendo los primeros sonidos del mismo mundo de ayer; quizás una vuelta acá, allá, a un lado u otro de la cama, los brazos extendidos junto al cuerpo, francas las palmas de las manos como esperando un milagro, un regalo que en absoluto acontecerá pues las entelequias se difuminan como espejismos en el desierto diario de las monotonías, las nubes grises infladas de agua, tras otras invenciones de Morel, de El Fugitivo, con las piernas abiertas, la nuca apoyada en los abandonos y ya olvidos de la almohada, el pliegue incómodo de una sabana en el dorso, no importa, algo que no solucione un movimiento enérgico de las caderas. Y entonces sueltas la pierna, extendida y sin depilar, fea como su grotesco pie, sus retorcidos dedos acostumbrados a pisar la realidad o a arrastrarse entre normas y tradiciones, cuotas y esfuerzos, como aquel tablón de Rayuela desplegado de una ventana de aquí a otra de Macondo, Comala o el siempre anhelado Nunca Jamás. Una buena patada al día, nada más abrir los ojos a la mañana. O la patada a los miedos que la noche envalentona, agiganta y en los que te extravías con sus nigromancias, en las ruínas de unos laberintos circulares, sorteando los cascotes de ilusionantes ideas, de los proyectos asolados, de unos patios sombríos y neblinosos, de las insondables negruras de los pozos, del túnel por el que se perdió Castel, o cuevas a las que para entrar tienes que despejar unas cortinas de telarañas. La patada como bostezos exorcizadores, aspavientos desperezados para poner en fuga a los carceleros de la rutina o despedazar las cadenas que los días imponen eslabón tras eslabón, aceradas y opacas, cada vez más férreas, cada vez más resignadas. La patada a las pesadillas, a las ovejas degolladas por el sueño que no llega, las preocupaciones, los sinsabores, los desencantos, la impaciencia, el desamor, la desesperanza, la traición, la soledad, la renuncia de música, de una buena lectura, de un paseo contigo, conmigo, el desprecio, el frío, la impotencia, la desesperación, la ausencia de coyunturas, la fealdad, los escombros, la imposibilidad, el dinero, el absurdo orgullo, los celos insensatos, el blanco y negro, la necesidad, la necedad, los débitos del banco, las facturas impagadas, las llamadas perdidas, las mentiras piadosas, las crueles mentiras, las faltas de ortografía, la desgana, la lástima, la perfección, la apatía... los miedos. La enérgica patada al aire nuevo, a la nueva luz de una expectativa que pronto quedará en nada, con otro desvaído matiz hasta que el fundido en negro lo envuelva todo y, en cambio, entre sueños e insomnios, afrontarías mirarte en el espejo de los éxodos que vas a iniciar, a empezar de una vez por todas, y la inquietud tanto te taladra que amaneces perdido o extraviado a través de la atonía de los mismos vacíos creados o efectuados a ciegas o con un viejo ardor que se agotó con el primer suspiro al entornar la mirada. De ahí la inesperada patada, desnuda, arriba, sincera, incluso dolorosa por la tensión y el resorte, por la decisión insospechada y aún no ridícula, excusándote por los mártires de unos rescoldos de sueños interesantes, o extraños, los héroes invalidos, alguna musaraña despistada, alguna entretela desgarrada, frágiles corpúsculos, o un tímido cronopio, famas trémulas o cualquier "dibujo fuera del margen, un poema sin rimas", engullidos por este Aleph de la madrugada. La voluntariosa patada, íntima, silenciosa salvo por algún crujido articular, o acaso la fractura del caparazón del monstruo en que se ha convertido Gregorio Samsa. La rotunda patada, el recuerdo de las ancianas glorias, tirada a gol, a la meta luminiscente encuadrada por la ventana, al marco, a la madera, donde finalmente se estrellan, se estampan las esperanzas, por poco, expresa el consuelo, después con la interjección de un ¡uy! por que no es nada. La misma patada que el día y sus intérpretes, taimados verdugos, cancerberos de simples infiernos, devolverán con creces y con esa obcecación allá abajo donde termina la espalda.
(C) F.J. Calvente.
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