“¡Felicidades, Angus!”, acabo de decirme.
Es cierto que al salir a mi balcón, en la noche, zarandeado por el levante,
ya no me acosaban los siguientes versos de Jorge Luís Borges, “El Hacedor”, los
que me tendió hacía unos días con el recelo por la proximidad de mi cumpleaños:
“Hay una línea de Verlaine que no volveré
a recordar, / hay una calle próxima que está vedada a mis pasos, / hay un
espejo que me ha visto por última vez, / hay una puerta que he cerrado hasta el
fin del mundo. / Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / hay
alguno que ya nunca abriré. / Este verano cumpliré cincuenta años; / la muerte
me desgasta, incesante.” Quizá porque en estos momentos crucé todos los “Límites”,
“las sombras, los sueños y las formas /que
destejan y tejan esta vida”, volví todos los espejos. Desde mi balcón,
donde en ocasiones observo la inmensidad del universo, me dije que no importaba
el aniversario, ni su relevancia, ni las mitades de nada, de un ahora que era
igual a ayer y tal vez mañana, del que solo cambiaba el guarismo y mi actitud. Entonces
sentí cuantas cosas ya había perdido en mi existencia como para seguir
consolándome con ser solo éstas antes que las obtenidas con esfuerzo, ilusión y
quimera. Sacudí la cabeza. Miré mi calle arriba y abajo, mi Barrio, el cielo
oscuro que no cesa, buscando al niño de 50 años que acababa de presentarse de
una encrucijada abierta y esconderse al momento. Le sonreí y felicité el
cumpleaños o cumplevida o el comienzo de su leyenda, la mía.
“Gracias”, me respondí.
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