“A veces el pensamiento es un sufrimiento y la
inteligencia una infelicidad.”
Esta reseña está
vinculada a una circunstancia personal, subjetiva, familiar, la cual no
distrae, disimula o maquilla la apreciación por la obra literaria. Del mismo
modo, esta opinión está construida, primero, por el prólogo con el que fui
honrado de escribir al libro y, segundo, con el mismo honor por unas palabras al
realizar la presentación de “Un granuja en un país de pillos” (Ediciones Atlantis,
2018) y junto a su autor, mi tío, Antonio Mena Guerrero, en Pujerra, en mi
pueblo, o en uno de los aguardos de mi identidad, una de mis raíces también y a
las que íntegramente se refería aquel en su dedicatoria de mi ejemplar. Obviaré
la presentación del autor en un lugar, en una reunión, donde todos le conocíamos,
o le conocíamos según nuestro propio y superficial calado, “Allí no sería un conocido entre
desconocidos, sino un conocido más”; y, lo avisé a los asistentes, no ya
por mi habitual retórica y temiendo el sopor que provocara mi intervención,
sino que tratándose de la presentación de un libro tenía que hablar de
literatura, y de buena literatura tratábamos.
Aún con ello, casi
reté a los asistentes en el acto de presentación a un juego literario en torno
al conocimiento de un Antonio Mena Guerrero en su dimensión o realidad de
escritor, de esa parte señalada de su ser, con sus cálculos y sangre derramados
por sus letras, tan fiel a su compromiso con la palabra, en su voluntad aún de
instruir el mundo, de la pizarra a la literatura, o de contribuir a entenderlo
de un modo llano y penetrable. De conocerlo en su compromiso con la ética, con
la moral, en su labor literaria que corresponde más a una decisión que a una
necesidad; por su valor, por su coherencia y contenido, por su crítica y
rehabilitación. Conocerlo por su novela costumbrista, urbana, realista, la que
nos ocupaba, “Un granuja en un país de pillos”; por su mirada solitaria de un
mundo uniforme y escaso de perspectivas, cada vez más idiotizado, cada vez más
ignorante. Conocer al Antonio Mena escritor, incluso ahondando con curiosidad,
con amabilidad, por esos matices que administran su identidad narrativa:
Cómo,
cuándo o porqué brotó su inquietud por escribir, este placer por comunicar sus
reflexiones y recreaciones de los tiempos; o por esos otros motivos, también
superficiales, pero que encierran una carga emocional e indiscreta especial:
por sus manías si las tiene al escribir, por sus preferencias literarias, de la
influencia de éstas en su escritura, por sus musas o por sus modelos, quien le inspiró
a Frasco, a Adolfo, o porqué el Borka o Jorge Luís Borja, su personaje
principal, resuena al glorioso literato argentino Borges, tan distinto a él,
por ejemplo… si es “barefilo” o de esos de ir de bar en bar, o cuánto tiene de
pillo o de granuja y aun sabiendo que hay mucho de Frasco en él; o por sus
ánimos en el garabateo de la pluma por el papel o el tac-tac de las teclas del
ordenador, quitando los velos en afirmaciones como “El papel del asalariado es trabajar y pagar; el del político es hablar
o dormitar, cobrar y mangar”. Esto propuse a la concurrencia, conocer la
naturaleza escritora de Antonio, la que, sin duda, a tenor de sus libros era
apasionante, buena prueba éste, su sexto libro, pero principalmente a conocerlo
por cuánto tenía que contar a sus lectores, cuál el mensaje de sus páginas, de
sus relatos, en sus reflexiones, el resorte que aspira a saltar en nuestras
conciencias, en nuestra actitud ante la vida, en nuestro compromiso por cuanto
nos rodea.
“La educación es
una larga carrera difícil de estudiar y aún más difícil de ejercer. Los padres
del Borka, el protagonista de la novela, ni la estudiaron ni la ejercieron, de
ahí que germinara un engendro de granuja, de canalla, de mal bicho. Pero el
abuelo Frasco le provoca un cambio radical de hábitos, de moral, de formas de
vida y le hace olvidar el pasado, pero no su auténtico amor”
Un libro que hay
que leer, indispensablemente, del que seguro no va a defraudar, sino a
interesar y bastante. De una narrativa empapada de tristeza, solitaria, adusta,
concisa, irónica, plástica, también humorística, tierna; la que desde fuera nos
mira adentro, la que tiene un componente psicológico si no para justificar el
trazo de unas conductas sociales, existenciales, en un signo alertador de la
mediocridad de los tiempos. Aquí su palabra crítica se libera todavía más de
retóricas, de ornatos, para expresar con claridad descripciones y diálogos, con
sencillez reflexiones que el autor esboza quizás con mayor decepción, más
contrariado, más indignado, mas con una intensidad, con una sinceridad,
admirables; de una sociedad en clara quiebra y a través de unos personajes
comunes, por una cartografía sentida y experimentada, por Málaga, por Pujerra;
donde observa la acción y la describe desde fuera, donde presenta los
protagonistas en sus vicios y virtudes, simplificando los perfiles,
asemejándolos en unos encajes reflexivos de pátina emocional, aforística e
intelectual, con ese característico acento proverbial que hace explotar las
melancolías y todo aquello que en la actualidad ha sido despojado de lo
esencial, de la identidad, y de la decencia. Y con todo, siempre hay en su
literatura un lugar para el sentido, o para los sentidos, para el amor, para la
confianza, o la esperanza, para héroes anónimos como el abuelo Frasco y al que
seguro se amará en estas páginas.
Hay que leer “Un
granuja en un país de pillos”, hay que leerlo, pensarlo, comentarlo,
disfrutarlo y recomendarlo; incluso jugar con él, tal vez a identificar a sus
personajes, a confrontarlos en el catálogo de personas reales que nos rodean a
diario, al amigo, al vecino, al familiar, tan similares a Manolito, Rita,
Conchi, Eleuterio, Joaquín, el Rubio y Pacheco… Amparito, a Adolfo, a Paco Fernández,
el padre de Borka, o a Dolores su madre, y a Lucía Sepúlveda, el amor; y por
supuesto hacerlo en Málaga, y más en Pujerra. Pujerra, tan presente en la
novela, donde su concurrencia resulta primordial en su trama, con su sino
inevitable, con su sentido de redención y salvación de un mundo vacío, lleno de
desesperanza, de apariencias y desconfianza.
“La idea de que el dinero fácil es el camino más
certero y apresurado para conseguir la felicidad y la de que poco vale pasarse
media vida de sacrificio en el estudio habían prosperado en la sociedad de tal
manera, que ya no era factible educar en la diferencia entre el vicio y la
virtud. Ha pasado el tiempo del respeto, de la decencia, de la vergüenza; ha
desaparecido el interés por aprender; ha muerto el orgullo de saber y sólo
queda el desenfreno enardecido en los altares del mundo moderno. Prevalecen la
carne al espíritu, el pecado a la honradez, la holgazanería al trabajo, la
mentira a la verdad, el egoísmo a la fraternidad… Ardua y poco gratificante es
la tarea del profesorado, navegando en los piélagos de un tiempo en
descomposición, en el que enseñar, educar y hacer el bien, no sólo no es
reconocido, sino que restalla en sentimientos adversos. Casquivana sociedad,
zarandeada entre el cutrerío y el pijoterío, que no hace más que agravarse día
a día, entre los tics periódicos de un progreso desobediente de la moral y del
más elemental sentido común.”
Pujerra, el
pueblo, el lugar, el ambiente, el regreso, que mediatiza la generosidad existencial
de sus protagonistas, a Borka por la influencia del abuelo Frasco, éste
convertido en una de esas raíces que arraigan acaso en remedio para estos
tiempos insulsos y difíciles. “En
aquellas tierras de la Serranía de Ronda y en aquellos tiempos había hambre que
no podía esperar, de antigua que era; y sin embargo, había pocos hurtos y robo
casi ninguno. Allí la pobreza no repugnaba ni daba miedo. Había honestidad,
respeto, y sobre todo había humanidad, ya que sin decencia ni dignidad se
pierde aquélla y hasta el alma” Frasco Fernández, del que, deleitaban mis
raíces, podía durante la lectura cerrar los ojos e imaginármelo sentado en el
poyete de la fuente de la Alameda, disertando con su nieto sobre estas palabras
y del sentido y el valor de la realidad. Frasco, del que oiría decir a Borka, a
Antonio Mena, “Mi abuelo no fue, no es,
una persona corriente; fue y es un gran héroe sin nombre en la historia, pero
con una constante presencia en mi corazón.” Un personaje buscado,
necesario, que acapara, como un alter ego, la reflexión proverbial de Antonio
Mena, la del escritor moralista; personaje indispensable por su altruismo,
esfuerzo, como el amor regenerador de Lucía y Borka, ese “… amor más fuerte, más grande que el miedo”
Una novela asimismo
hecha de recuerdos, y a los que Antonio, con habilidad, rotundiza, personaliza,
enjuicia con o desde estos el devenir actual de los tiempos, tal como se dirían
Frasco y Adolfo en sus diálogos cabales acerca de un “… mundo que se está resquebrajando con tantos cambios”, en el que “todo es morralla”. Y Antonio Mena con
ellos, al escribir sus pensamientos, su mirada discreta pero rigurosa de la
sociedad, en testimoniar una realidad con palabras que a todos nos pertenece y
que no nos atrevemos a declamar o en la mayoría de las situaciones ni a oír,
imbuidos en no querer entenderla, en darle la espalda mientras no nos toque o
no desbarate nuestras cómodas rutinas. He ahí el verdadero y necesario realismo
de este “Un granuja en un país de pillos”: la de revelar más que cosas
sorprendentes como dijera Cocteau, cosas cotidianas para despojarlas de su
doblez, de su cínica inconsistencia; de hábitos, miserias, de esperanzas
relegadas en la indiferencia, en las apariencias, de la picaresca, de usos
conformistas que no quieren verse o concienciarse, desde la educación o su ausencia
a la corrupción política, la inmigración, los subsidios haraganes, incultura,
la vejez, la juventud que no quiere ser joven, y sensata, narcisista,... de
tantas fugas al sacrificio, la honestidad y el deber.
Una novela que nos
habla de la importancia de la educación, o los efectos de la mala educación,
del pillaje moral, la corrupción, a los que asumimos con apatía, con la atonía
de no importarnos nada, y los que tan magistralmente Antonio idea, despierta,
incitándonos a reflexionar, a asumir la crítica y a que cada cual quiera poner
su granito de regeneración, de compostura en una sociedad que las reclama con
urgencia.
Antonio Mena
Guerrero es muy hábil en despejar el camino de la lectura, hacerlo ágil e
interesante, por una capital, Málaga, por un pueblo, Pujerra, en una historia
que muestra la confianza, la esperanza, en un mundo desvalorizado, por unos
personajes, tan reales, a los que bastaría con ser un poco conscientes para
identificarlos dentro o fuera, más a los que “inyectan todo el veneno que llevan dentro”, y a los que “hay que quitarle la careta para saber cómo
son, porque esconden más que exponen, claro está, lo malo; lo bueno se tiende a
la luz del sol para que brille y sea admirado.”.
Y, sin duda, este
es un libro que brilla y tiene que ser admirado.
No hay espera,
pues, para comenzar la lectura de esta novela, ya. Y si la hay, como él nos expresa,
es “una espera ciega y sin fecha, que no
necesita rodearse de tristeza, sino de esperanza, tal vez de júbilo”.
Indispensable leer
y pensar y disfrutar esta novela, la de “Los
vuelos de Borka y de otros muchos de su misma calaña (que) avalan grandes descontentos, pero también
son testimonios vitales que se contagian y se imponen en sus aspectos más
indecentes. Pero nada pasa, nada se ve, nada se oye, apenas el barrunto de una
voz solitaria que grita desde la palabra escrita.”
La voz solitaria
que grita desde la palabra escrita, oigámosla.
Y este es el
ruido, tan necesario, que tiene que provocar esta novela, en su obligada lectura:
el ruido de una realidad que pesa sobre nuestras conciencias.
“La tierra recuerda a los hermanos, padres, abuelos,
es como una gran fotografía donde todos aparecen acogidos en su seno.”
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