Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 24 de septiembre de 2018

"Una ventana rota (Y III. Tal vez último)"




La perspectiva algo distanciada de la ventana rota de calle Las Kábilas, de su espeluznante geometría en las rendidas paredes encaladas, la que aparte de incrementar el recelo no aportaba respuesta o resolución a la dolorida solidaridad con el abandono del lugar o de una culpa, mía e improbable, de la que no vislumbraba el remedio o la expiación reparadora, no aportaba una luz muy necesaria y a la que codiciaba, antojándose devorada por uno de los cuarterones del vano, dejándome huérfano de un significado o de dar la vuelta al grado de mi conmoción. Sea como sea, era consciente de que esto, todo, tenía que terminar allí, en la calle, y aquí, en esta tercera parte de un difícil relato al que no interesaba la opinión contraria o intrusa. Entonces, como el enfoque resultaba superfluo, y el miedo solo podía enmendarse con valor, inspiré un aire que traía las últimas bocanadas del verano y al que exhalé con languidez en un estertor de calma, espacioso, y que hacía suyo la templanza del Otoño que hoy domingo 23 de septiembre tenía que llegar, pero ignoraba cuánto o cómo de esquivo, de escondido. Atravesé los escasos cuatro metros del pavimento de lajas grises y azules y, con una decisión impropia, por entregada, pegué mi rostro en el hueco, el inaugural, reventado de la ventana, en otra perspectiva o la auténtica, ya que, de acuerdo con Valeriu Butulescu, podía mirarse una estrella por el agujero de una aguja. Vi.

No, no me sobresaltó la soledad, la desolación, el polvo, la tiniebla… sino el penetrante olor. Un remordido hedor a humedad, a tierra mojada, a naturaleza agotada, a muerte. Con todo, no era la oscuridad que esperaba y la que sospechaba en una mordaza del interior, esclavizando los sentidos, ocultando geometrías y expectaciones. Primero, el deslumbre blanco e intenso que provenía del fondo, quizá de un patio interior donde selváticos trepaban unos verdes arbustos intrigantes, encubridores. Luego, el volátil rastro del solitario fantasma que quedó igual de sorprendido que yo ante mi imprevista ojeada, la que seguía siendo urgente y menesterosa, ambas, despejado por el prisma de una luz antigua, azul y viva, afilada de enquistadas afectaciones, nada espantada, al contrario, seductora, agradable. Las dos puertas entornadas, inexistente la del hueco del fondo, seguro que destrozada en tantos tablones y astillas esparcidos por el suelo; como los que formaron la cruz en el quicio por un exorcismo fallido, por la necedad de una suspicacia apocada, abiertas por lo bronco, por la ira del mismo viento que en ese momento acariciaba a intervalos irregulares mi cara, con una frigidez de ultratumba. La puerta negra, íntegra, metálica, altiva y rara en el entorno, parecía dar la bienvenida a una nueva avalancha de cascotes y retales y leños y cenizas y maderas podridas, una nueva llamada a la ruina, al sobrecogimiento. Sillas destrozadas, arrojadas con insospechada violencia, utensilios que una vez tuvieron su menester y ahora costaba identificarlo, diseminados por aquel cuarto de paredes enjalbegadas donde grietas, manchas y desconchones gritaban el desamparo a través de sus geografías, sus muecas trágicas. Una capa más densa de polvo ocultaba el suelo, no sé si embaldosado o encementado, incierto y árido, incrementado por la dispersión de una tierra fina amontonada a un lado; como si uno de aquellos castillos de arena, de los puzzles desencajados, quebrados, romos, se hubiese desmoronado con una melancolía desangelada. Un acumulo de arena, a la vista de un trozo de esponja de las utilizadas en la construcción, indicaba alguna obra de rehabilitación o un apuntalamiento para demorar un derrumbe más pronto que tarde. A pesar de este espacio sórdido, si aún no muerto agónico, advertí indicios de una presencia que, a tenor de los mismos, pañuelos arrugados con saña, restos de comida, una hoja engurruñada de algún diario abandonado porque en él no había un mañana, de una confesión o testamento de alguien que no tenía nada, un papel de plata con restos de haber fumado base o chino, cocaína o heroína, quemada, inhalada, por quien, quizás el espectro,  en vez de vivir sucumbía en cada dosis de un suicidio absurdo y desesperado. Y entre toda esta dispersa inmundicia, advertí la señal. Un viejo tocadiscos en el que, aún callado, al cerrar mis ojos, oía el traqueteo de su aguja por los surcos de una melodía sencilla, folclórica, remota; la que amenizó las veladas, el ansia de existir en aquellas paredes cuando risas y llantos, gritos y susurros mantenían alejado a este vengativo olvido que había aniquilado hasta los recuerdos. Salvo a los del tocadiscos que todavía hoy este me confiaba su mensaje: El momento, ya, de ir desprendiéndose de lo viejo e innecesario, de las anclas que tiraban, detenían el presente en sus fondos, a pretéritos agotados, no constaba la esperanza en estos, a uno de esos infiernos como el que asentó su propiedad en el lugar, para luego reflexionar con consciencia en cómo y cuánto de bueno para que la realidad tuviese un significado, si bello, mejor, si de color, también. Fue entonces, al abrir los ojos, cuando leí el contenido de la hoja hecha un gurruño de pérdida y consternación. Un poema de Mario Benedetti del que, aunque no llevase título, estaba al tanto de tratarse de “Las ruinas”, porque me atañía o yo lo escribí en esa hoja a la que fruncí con rabia y dolor en un tiempo que quizás aún, o jamás, había transcurrido:

“Yo también tengo ruinas
y si acudo al pasado
ya no sé a quién o a quiénes
busco entre los escombros
son ruinas sin prestigio
sin guías y con musgo
inmensas y mezquinas
señas de lo que fui
columpios desnudeces
huellas crepusculares matutinas nocturnas
la luna las descubre
les dice lo que eran
columnas de tesón cúmulos de experiencia
pedernales de amor
catacumbas de miedo

yo también tengo ruinas
pero no deslumbradas
sino ciegas distantes
residuos de palabras
vestigios de rencores
esquirlas de castigos
reliquias de caricias
ruinas tan taciturnas
calimas de la pena
albergan sus fantasmas
como todas las ruinas
y como todas dejan
escuchar su lamento

yo también tengo ruinas
meses y años troceados
muñones de confianza
perdones en añicos
piedras en las que a veces
me reconozco entonces
amo la piel rugosa
de mis hermanas ruinas."

Los versos transcurrieron como el sereno vuelo de una mariposa, aunque fuese una mariposa negra. La metáfora que anunciaba el Otoño, este, para ventilar los momentos de oscuridad, abrirlos a la luz que anunciase un cambio, necesario, forzoso para vivir y no subsistir entre escombros, igual daba si inmortal o hermoso.

Llegó el Otoño. Dejé de mirar adentro y lo hice afuera, a un cielo azul y reconfortante, del que pronto esperaba el nostálgico embeleso en sus ocres y caídas, o eran bellas declinaciones.

Después, no sé…

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