La
perspectiva algo distanciada de la ventana rota de calle Las Kábilas, de su
espeluznante geometría en las rendidas paredes encaladas, la que aparte de
incrementar el recelo no aportaba respuesta o resolución a la dolorida
solidaridad con el abandono del lugar o de una culpa, mía e improbable, de la
que no vislumbraba el remedio o la expiación reparadora, no aportaba una luz
muy necesaria y a la que codiciaba, antojándose devorada por uno de los
cuarterones del vano, dejándome huérfano de un significado o de dar la vuelta al
grado de mi conmoción. Sea como sea, era consciente de que esto, todo, tenía
que terminar allí, en la calle, y aquí, en esta tercera parte de un difícil
relato al que no interesaba la opinión contraria o intrusa. Entonces, como el enfoque
resultaba superfluo, y el miedo solo podía enmendarse con valor, inspiré un
aire que traía las últimas bocanadas del verano y al que exhalé con languidez
en un estertor de calma, espacioso, y que hacía suyo la templanza del Otoño que
hoy domingo 23 de septiembre tenía que llegar, pero ignoraba cuánto o cómo de
esquivo, de escondido. Atravesé los escasos cuatro metros del pavimento de
lajas grises y azules y, con una decisión impropia, por entregada, pegué mi
rostro en el hueco, el inaugural, reventado de la ventana, en otra perspectiva
o la auténtica, ya que, de acuerdo con Valeriu Butulescu, podía mirarse una
estrella por el agujero de una aguja. Vi.
No,
no me sobresaltó la soledad, la desolación, el polvo, la tiniebla… sino el
penetrante olor. Un remordido hedor a humedad, a tierra mojada, a naturaleza
agotada, a muerte. Con todo, no era la oscuridad que esperaba y la que
sospechaba en una mordaza del interior, esclavizando los sentidos, ocultando
geometrías y expectaciones. Primero, el deslumbre blanco e intenso que provenía
del fondo, quizá de un patio interior donde selváticos trepaban unos verdes
arbustos intrigantes, encubridores. Luego, el volátil rastro del solitario
fantasma que quedó igual de sorprendido que yo ante mi imprevista ojeada, la
que seguía siendo urgente y menesterosa, ambas, despejado por el prisma de una
luz antigua, azul y viva, afilada de enquistadas afectaciones, nada espantada,
al contrario, seductora, agradable. Las dos puertas entornadas, inexistente la
del hueco del fondo, seguro que destrozada en tantos tablones y astillas
esparcidos por el suelo; como los que formaron la cruz en el quicio por un
exorcismo fallido, por la necedad de una suspicacia apocada, abiertas por lo
bronco, por la ira del mismo viento que en ese momento acariciaba a intervalos
irregulares mi cara, con una frigidez de ultratumba. La puerta negra, íntegra,
metálica, altiva y rara en el entorno, parecía dar la bienvenida a una nueva
avalancha de cascotes y retales y leños y cenizas y maderas podridas, una nueva
llamada a la ruina, al sobrecogimiento. Sillas destrozadas, arrojadas con
insospechada violencia, utensilios que una vez tuvieron su menester y ahora
costaba identificarlo, diseminados por aquel cuarto de paredes enjalbegadas
donde grietas, manchas y desconchones gritaban el desamparo a través de sus geografías,
sus muecas trágicas. Una capa más densa de polvo ocultaba el suelo, no sé si
embaldosado o encementado, incierto y árido, incrementado por la dispersión de
una tierra fina amontonada a un lado; como si uno de aquellos castillos de
arena, de los puzzles desencajados, quebrados, romos, se hubiese desmoronado
con una melancolía desangelada. Un acumulo de arena, a la vista de un trozo de
esponja de las utilizadas en la construcción, indicaba alguna obra de
rehabilitación o un apuntalamiento para demorar un derrumbe más pronto que
tarde. A pesar de este espacio sórdido, si aún no muerto agónico, advertí
indicios de una presencia que, a tenor de los mismos, pañuelos arrugados con
saña, restos de comida, una hoja engurruñada de algún diario abandonado porque
en él no había un mañana, de una confesión o testamento de alguien que no tenía
nada, un papel de plata con restos de haber fumado base o chino, cocaína o
heroína, quemada, inhalada, por quien, quizás el espectro, en vez de vivir sucumbía en cada dosis de un
suicidio absurdo y desesperado. Y entre toda esta dispersa inmundicia, advertí
la señal. Un viejo tocadiscos en el que, aún callado, al cerrar mis ojos, oía
el traqueteo de su aguja por los surcos de una melodía sencilla, folclórica, remota;
la que amenizó las veladas, el ansia de existir en aquellas paredes cuando
risas y llantos, gritos y susurros mantenían alejado a este vengativo olvido
que había aniquilado hasta los recuerdos. Salvo a los del tocadiscos que
todavía hoy este me confiaba su mensaje: El momento, ya, de ir desprendiéndose
de lo viejo e innecesario, de las anclas que tiraban, detenían el presente en
sus fondos, a pretéritos agotados, no constaba la esperanza en estos, a uno de
esos infiernos como el que asentó su propiedad en el lugar, para luego
reflexionar con consciencia en cómo y cuánto de bueno para que la realidad
tuviese un significado, si bello, mejor, si de color, también. Fue entonces, al
abrir los ojos, cuando leí el contenido de la hoja hecha un gurruño de pérdida
y consternación. Un poema de Mario Benedetti del que, aunque no llevase título,
estaba al tanto de tratarse de “Las ruinas”, porque me atañía o yo lo escribí
en esa hoja a la que fruncí con rabia y dolor en un tiempo que quizás aún, o
jamás, había transcurrido:
“Yo
también tengo ruinas
y si
acudo al pasado
ya
no sé a quién o a quiénes
busco
entre los escombros
son
ruinas sin prestigio
sin
guías y con musgo
inmensas
y mezquinas
señas
de lo que fui
columpios
desnudeces
huellas
crepusculares matutinas nocturnas
la
luna las descubre
les
dice lo que eran
columnas
de tesón cúmulos de experiencia
pedernales
de amor
catacumbas
de miedo
yo
también tengo ruinas
pero
no deslumbradas
sino
ciegas distantes
residuos
de palabras
vestigios
de rencores
esquirlas
de castigos
reliquias
de caricias
ruinas
tan taciturnas
calimas
de la pena
albergan
sus fantasmas
como
todas las ruinas
y
como todas dejan
escuchar
su lamento
yo
también tengo ruinas
meses
y años troceados
muñones
de confianza
perdones
en añicos
piedras
en las que a veces
me reconozco
entonces
amo
la piel rugosa
de
mis hermanas ruinas."
Los
versos transcurrieron como el sereno vuelo de una mariposa, aunque fuese una
mariposa negra. La metáfora que anunciaba el Otoño, este, para ventilar los
momentos de oscuridad, abrirlos a la luz que anunciase un cambio, necesario,
forzoso para vivir y no subsistir entre escombros, igual daba si inmortal o
hermoso.
Llegó
el Otoño. Dejé de mirar adentro y lo hice afuera, a un cielo azul y
reconfortante, del que pronto esperaba el nostálgico embeleso en sus ocres y
caídas, o eran bellas declinaciones.
Después,
no sé…
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