“No
lo sabía en esos años y no estoy seguro de estar en lo cierto ahora, pero
sospecho que uno se hace lector para completar lo inacabado. Para completarse.”
La perfecta novela, o
cuento largo, para leer en unas pocas horas en estas tardes de lluvia,
recogidas y veladas, idóneas para que la reflexión aflore de manera casi
inconsciente, reveladora. “Los ojos del perro siberiano” (Grupo Editorial
Norma, 2010) de Antonio Santa Ana, no es una novela, o un cuento largo, exclusivamente
para adolescentes, no; ya desde su primera frase: “Es terrible darse cuenta que uno tiene algo cuando lo está perdiendo”,
nos hace atestiguar que a lo largo de la vida no nos encontramos indemnes a su
expresión. De hecho, esta afirmación condiciona el peso de la historia, de esta
muy buena historia, no tan desgarradora como parecería aunque bastante conmovedora,
la que con independencia de sus referencias (edad, cultura o prejuicios
sociales), susurra cómo la muerte nos puede cambiar el sentido de la
existencia, lejana o cercana o aquí a través del testimonio de
un joven que primero anhela y luego se aferra, próximo el fin, a cuánto le fue vedado
en su vínculo y relación con su hermano Ezequiel; de cómo la mirada de un perro,
Sacha, la hermosa metáfora, llena de vida a éste mientras, por una terrible
enfermedad, se le va inexorable y con tanto por vivir; y la que, al fin y al
cabo, ayuda a aquel, al hermano menor y narrador de este bello relato, a
admitir y también llenarse con su memoria. Tras su lectura, y aún al escribir
esta reseña, repaso sus letras, cavilo en los convencionalismos, la
intolerancia, el amor y la belleza; o conforme a la cita de entrada de
Tabucchi, en que la literatura tiene que provocar desasosiego.
“Nos quedamos un rato
en silencio, envueltos en el perfume de las hierbas. Hasta que le pregunté:
- ¿Por qué nunca
hablamos de Ezequiel?
Apoyó las cosas en el
piso con mucha calma. Estiró su mano como para acariciarme. Me miró. Bajó la
mano. Luego la vista y dijo en un susurro.
- Hay cosas de las que
es mejor no hablar.”
“Hay cosas de las que es mejor no hablar”. Eso creen la madre y el
padre de Ezequiel. Pero su hermano menor quiere saber qué pasa, entender por
qué Ezequiel está enfermo y por qué hay una parte de la familia que eligió
abandonarlo. Los pocos encuentros entre los hermanos, a veces a escondidas,
renovarán ese vínculo y darán forma al legado fraternal hecho de libros,
música, un perro y una crítica conjunta a la tradición familiar.”
“En
la literatura hay una gran tradición de viajes, no me refiero a los espaciales
ni a los de piratas, sino a esos viajes que los protagonistas realizan para
volver al mismo lugar pero transformados”
Un joven cuyo nombre
desconocemos, de San Isidro (Buenos Aires), quien está a punto de viajar a
Estados Unidos, recuerda el tenso clima familiar cuando, con 5 años, su hermano
mayor, Ezequiel, de 18 años, se marcha de la casa tras una violenta discusión
con los padres. La razón de esta ruptura se le oculta hasta que consigue
enterarse de que su hermano tiene SIDA. Entonces, los hermanos se encuentran,
ajenos a la familia, a los prejuicios sociales, y traban una profunda relación,
fraternal, en torno a diversos temas e inquietudes, de cultura, arte, realidad,
amor, animales, música... hasta que la
muerte los separa físicamente pero continúan unidos en el recuerdo y mediante
un perro de raza siberiana, Sacha, que tanto ayudó a Ezequiel a sobrellevar la
decepción, el miedo y la desnudez ante la última hora. “Los únicos ojos que me miran igual, en los únicos ojos que me veo como
soy, no importa si estoy sano o enfermo, es en los ojos de mi perro. En los
ojos de Sacha.” La narración se aleja de cualquier dramatismo sobre la
enfermedad, incidiendo sin más en su mensaje, en la lección que encierra, “Ninguna enfermedad te enseña a morir. Te
enseñan a vivir. A amar la vida con toda la fuerza que tengas. A mí el Sida no
me quita, me da ganas de vivir”, en la perspectiva unificada con los otros,
transversal en unos personajes emocionales, diáfanos, trasparentes.
“Todos
los muertos están solos. Todos.”
“-Tal
vez lo bueno de los abismos sea –concluyó la abuela- que se pueden hacer
puentes para cruzarlos”
El libro, corto, de
breves capítulos, está escrito en primera persona de forma sencilla, traslúcida,
pero capaz de hacer llevar al lector hacia honduras impactantes, sentimentales,
lo que posibilita una lectura resuelta, ligera, y un efecto duradero de
reflexión y por supuesto emoción.
“…
el hombre necesita del misterio como del pan y el aire, necesita de las casas
embrujadas, de las personas innombrables, de las calles sin retorno que hay que
esquivar.”
Un hermoso libro,
conmovedor, expresivo, sincero y sencillo, muy recomendable.
“Eran
miles las cosas que no podía entender, lo único que sentía era que había algo
que no encajaba en el mundo. Y que ese algo era yo”
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