"...
Exorcizamus te, omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas, omnis
incursio infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et secta
diabolica, in nomine et virtute Domini Nostri Jesu+Christi, eradicare et
effugare a Dei Ecclesia, ab animabus ad imaginem Dei conditis ac pretioso
divini Agni sanguine redemptis..."
No será necesario
ponerse tan grave, así de enfático, envarado o arrodillado o redicho y casi
rozando el ridículo, la vergüenza ajena, la locura murmurada, con o sin crucifijo
en ristre, las sagradas escrituras con el virgen celofán del estreno, la ampulosa
letanía, las tinieblas, y usar este fragmento o texto entero del ritual del
exorcismo de León XIII; con toda la parafernalia ocultista, tremendista,
espeluznante, acaso por un quítame de allá esas pajas, ese supuesto mal de ojo,
o aquella malaventura que solo puede proceder, instigada por un espíritu o
demonio o de la mucha fanfarria de algún fantasma próximo, de los de carne y
huesos y con mala leche y amparado quizás por la misma sábana, la misma máscara
que oculta su propósito y adentro, quien acostumbra a poner la existencia,
siempre la del otro, un poco cuesta arriba o bastante y abocada a un pozo
oscuro e incierto.
No hace falta una
escenografía sensacionalista y terrífica, pues cualquier problema, si se le
quita el miedo, ya no lo es tanto, más pasajera la cosa o adversidad o
contrariedad en su intensidad o desolación que fuese. Más cuando subiendo por
calle Torrejones, u otra calle u otro contexto real o ficticio, hoy o una de
estas mañanas comprometidas con las rutinas, observas con interés, o con esa
curiosidad que acostumbra a estar adormecida, narcotizada o encallecida por los
anteriores compromisos con una cotidianidad gris y uniforme, y miras la reja de
la ventana de un caserón ya viejo, olvidado, todavía rezumante de gratos
recuerdos, expectante por encima del portal adintelado. La ventana diáfana, exteriorizando
su intimidad, su secreto, a un techo raso de bovedillas y, especialmente, a unas
ristras solitarias de ajos colgadas de un gancho y a uno de los travesaños vistos
del baluarte, la cruz negra de las vigas de hierro del tejado. Rosarios de
ajos, el ajo, como remedio, como protección al problema, maldad o infortunio, o
tal vez la excusa con la que esconder la cobardía, la responsabilidad o
decisión que la valga.
Paras y ves a los ajos
puestos a secar, las más o menos diez cabezas por cada uno de los haces atados
con un cordel fino o con esa soguilla de las matanzas o de unos trompos que se
extinguieron con una inocencia superada o defenestrada. Roto el lugar,
desvelada la oscuridad, vulnerada su sequedad por el frescor de temprano, la amanecida
que aún se destensa de unas legañas otoñales.
De qué sirven
exorcismos tan complejos y penosos cuando resulta tan sencillo disponer de un
ajo, del Ajo (el Allium sativum de
las fiestas dedicadas a Hécate, dejado en las encrucijadas como sacrificio a la
Diosa) el vegetal extraordinario cargado de sulfuro de alilo, este que lo mismo
protege el organismo, el cuerpo, con su manigua de propiedades (facilita la
digestión, estimula el sistema nervioso, depura los bronquios, elimina la
mucosidad, es antiséptico, antibiótico, diurético, antibacterial, antiviral y
antimicótico, perfecto contra las alergias o los parásitos intestinales o la
hipertensión o venenos varios, o desde la Edad Media para combatir la peste, el
cólera, o como afrodisíaco, cicatrizante, o...) que al igual protege, conjura
con magia y tradición al maleficio, el hechizo, encantamientos, brujerías
varias, mal de ojo, maldiciones, desgracias, o para realizar limpias,
rituales... casi todos placebos, o en definitiva a un problema acrecentado por
el miedo. Y no tanto por el azufre que contiene el ajo, que también.
Allí arriba, tras la
enrejada ventana que lloraba el rocío, como un lazo soberbio e imponente,
sientes el poder protector de los manojos de ajos, como las legiones de
marineros que los llevaban en sus embarcaciones para protegerse de los
naufragios, como los soldados en el medioevo para regresar sanos y salvos
después de la batalla, como en esta casa que aun vieja, deshabitada,
melancólica, cumplía con su arcana función de cerrar el paso a la iniquidad, a
la envidia, incluso a la desolación, a los humores negros, ruinas, o al terror
de su inesperada presencia.
Se insistirá en su poderío,
en su salvaguardia física o espiritual, corpus
et animus, en su sencillez y extraordinariedad; y es que, contra la
fatalidad o solo imperfección, donde llega un buen ajo que se quiten latines,
exorcismos oscuros y beatíficos, o vade
retros decimonónicos a vampiros clásicos, góticos o jolivudienses.
Ver la ristra de ajos y
acordarse del más potente grimorio, del más absoluto ritual, de la pócima prodigiosa
y el divino talismán regenerador del cuerpo y del alma, o de sanar ésta para
curar a aquel, indispensable, sencillo, efectivo contra las grisuras de los
días, el dolor de las añoranzas, la malevolencia circunstancial, o por tanto e
insoportable y recalcitrante politicucho que anteponen al servicio, al
bienestar común, el interés propio, de la bandería, con hipocresías, odio y
hostilidad, o cualquier otro denominador fatalista que se señale. Sea como sea,
se tomará aplicada nota de este, de la siguiente poción o fantástica vianda:
Ingredientes:
- Mandrágora de siete días
plantada en calabazas negras, o mejor 4 tomates de ensalada.
- 4 dientes de ajo o si
se prefiere higadillos de tricornio joven.
- Unas gotas de jugo de
sanguijuela. Vale aceite de oliva.
- Colmillos triturados
de serpientes emplumadas. Vale sal a discreción.
- Cenizas quemadas de
muérdago recogido en el crepúsculo de San Juan. Vale unos pellizcos de pimienta
negra.
Preparación:
Se lavarán primero y se
secarán la mandrágora o los tomates, troceándolos sobre una fuente grande o un
plato generoso que resalte la prodigalidad.
Luego se pelarán los
ajos y se filetearán bien finos, repartiéndolos por las rodajas de tomate.
Se regará todo con
abundante aceite de oliva.
Por último, se
salpimentará, espolvoreando por encima, con donosura, y se dejará reposar unos
minutos para que marine un poco antes de servir; o en el tiempo necesario para
ir por la cerveza, al bar o a la nevera, bien fresquista, con las que
acompañar, puesto que serán varias, al perfecto manjar y si no protector contra
toda energía negativa, reconfortante por su placer y pausa. Que aproveche.
Salud.
“RISTRAS
DE AJOS”
© F.J. Calvente
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