Una épica del color en la épica de la historia y la leyenda, en la alameda, de San Francisco, a extramuros de la ciudad erigida de un sueño, la Ronda de hoy que suspira ayeres de sosiegos, de encuentros. Sin filtros artificiales, la escena, ya que por una vez la realidad, o la fantasía del mundo, ha recreado la quimera. Explosiones de otoño en la paleta malva y rosácea de la luz que despierta la sorpresa, la admiración al caer la tarde, al avecinarse una noche de esperas. Unos ebrios y concentrados trazos, aquí, allá, cerca pero tan lejos, torcidos como los propios árboles en las líneas caligráficas del suelo; borrones fulgurantes que ni el rectilíneo horizonte de la muralla corrige, ni menos sostiene, ni la hilada de casas blancas con sus encendidas farolas, en un revés creador cuando la creación estalla y la hace ser todo ahí mismo, aquí adentro. Insólito cromatismo vertido por un crepúsculo insatisfecho, manirroto, provocador, intenso, con el que sopesa y suelta, en los espectadores expectantes de su prodigio, más atentos o en su mayoría esquivos, reprimidos por la llamada, por la implícita transformación, porque asustan los cambios, como el riesgo, el lastre de lo superficial, los vacíos contenidos, las inercias irracionales, insensibles, de lo zafio de los tiempos, de los rotos consuelos con que se sacuden los miedos; para demostrar que ya no se es... nada, sino cuanta belleza pueda aprehenderse de aquello que lo es todo.
© F.J. Calvente.
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