Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 19 de enero de 2019

"Un aventar de letras por la ventana de una fotografía"


“Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficción es un refugio. Refugio de tristes, nostálgicos y soñadores”.

Recuerdo bien estas frases, las de un artículo o entrevista publicados en 2010, presupongo en los primeros días de un otoño en el que su autor o entrevistado, Mario Vargas Llosa, había sido galardonado con el Nobel de Literatura; acaso un reconocimiento por la prestigiosa distinción del periódico ABC (no sé si la edición de Sevilla), en un ejemplar del alcalde entonces de Ronda y quien indagaba si no en esta, en la prosa dócil de García Barbeito; sí, no era El País en el que leí a Vargas Llosa innúmeras veces, en su columna semanal, páginas centrales, (mejor hacerlo en  su “La fiesta del chivo”, por ejemplo), ni aquel otro tabloide deportivo y obsesivamente sevillista del regidor donde la colaboración del afamado escritor supondría, para ambos, gacetilla y autor e incluso sus lectores, una aberración y disparate. Trabajaba yo en el Ayuntamiento de Ronda, pues, y comencé al principio a intuir y entender, precisamente aquella mañana de desayuno y periódico en el subsuelo, después con una rotundidad diamantina, de la importancia de la lectura, de la necesidad de leer, de la literatura en este y en todos los contextos, haciendo valer aquello de cuanto más se lee, más se conocen a las personas. Personas exigidas de ficciones para ilustrar sus vidas, autenticándolas con un significado, con una conmoción. Personas en las que basaba mi quehacer político o de servicio y cuando las dos situaciones, los dos términos, deberían ser siempre análogos, lo mismo.

Frases de Vargas Llosa que hoy, en estos momentos de pie junto al ventanal de mi salón, bañado por la vaga claridad de un plúmbeo e indeciso cielo, las veo aparecer en las cinco pulgadas de la pantalla de mi teléfono móvil, reescribiéndolas tras una suave presión de mis dedos en los caracteres de la aplicación, ante una sugerente escena de fondo a modo de ilustración, de vaticinio y suscitación, esa de ahí, tan bella, tan inspiradora, tan insólita, arriba o debajo del texto. Escribir y mirar. Aventar estas letras por la ventana de la fotografía; en mi línea habitual de desahogo, de ahuecar mis emociones, sí, con imágenes y letras, imágenes con letras, o contrariar a la realidad inmiscuyéndome en su lado oculto o intentar llenar sus vacíos, en muchos de ellos me despeño y salgo y caigo y vuelvo a surgir y me precipito de nuevo y… en definitiva en cuanto constituye la existencia. De una vocación, tal vez, sorteando una frustración que no me importa y puesto que bastante tengo con agradarme a mí mismo e intentar vivir con este bastón de la literatura, de la escritura, y con unas fotos que me descubren, llenan. Al punto que, decía, primero releí la anterior cita en un argumento ajeno y en alguna red social, sea Pinterest o seguro que Instagram; a continuación, de manera inescrutable y con ese baile de la s por la u de casual, afloró esta estampa de un tiempo indeterminado, invierno también de años a las espaldas, tras una búsqueda azarosa por mi propio teléfono cuando no codiciaba buscar nada. La instantánea que llegó para unirse con la frase del Nobel peruano y con la voz de una reflexión, de un recuerdo, de una impresión, mías, y a la que maticé, modelé, con una última edición de la estampa conforme a la inspiración o al hilo conductor de estas letras esforzadas en revestir mi sensación, tan bella, tan inspiradora, tan insólita. La historia, de las miles, retenidas en cualquier foto.

No, no va a ser mi intención escribir, o no lo estoy así plasmando, de acuerdo al anterior tenor. Redacto o propongo uno nuevo. Uno que pivota o emplea el refugio aludido en la cita del literato; pero un refugio que deja de ser intangible para, aun siéndolo, ya será un medio físico, ponderable, concreto, experimentado. Éste que del mismo modo se circunscribe a unos límites espaciales, sucintos y positivos, de una belleza y vibración solo interpretada con poesía, con literatura. Refugios donde, por unos instantes en vanguardia de eternidad, tan cercanos y al igual de inalcanzables, una apatía que no desea confrontarse con esa realidad monótona, gris, superficial, indiferente, rígida, de la que se exige huir, u olvidar, sea por un poco, lo suficiente para esquivar los momentos irresistibles, inflexibles, pesados, estresantes, y así cobijarse, encontrar un consuelo envuelto en frenesíes, en un sosiego de sentidos y exótico de reencuentros. 

Refugios, lugares, callejones sin salida, como esta ínfima calle Polvero del Barrio San Francisco de Ronda, entre el severo alarde de fronteras que no dividen, acaso resguardan con la misma sencillez de las tradicionales casas de francos zaguanes y de cal en las paredes cartografiadas por la oscuridad de la humedad, del aliento del resguardo sombrío que parece exhalar ese enorme árbol aspaventado de inviernos, despojado del manto de sus hojas que acunaban en implacables estíos las sombras, frescas y aliviadas, codiciadas por vecinos sentados en raídas sillas de enea, en el desnivel fronterizo de la callejuela, vigilantes de coladas tendidas como hojas vírgenes dispuestas para garabatear nuevos prólogos de su misma novela, indolentes gatos, cautelosos y avizores, por despistados turistas que después de callejear y sudar y deshidratarse y cansar y decepcionarse con fortuna menor a cuanto admirar y comprar y no dejarse engañar y sonreír y errar y suspirar … encontraban un verso inédito de la ciudad soñada; árbol ahora de congeladas mímicas asombradas en sus ramas desnudas, trémulas de no ser por su voluntad de atención, de cuidado, de firmar con un trazo escuálido, enérgico, firme, suspensiones con las que asumir el cobijo. 

Lugares. Refugios. Calle Polvero. Penetrar en sus límites admite alejarse de todo. Adentrarse en su silencio para oír la proclama última del invierno, la que cosía un recogimiento al futuro renacimiento, de despojarse de lo innecesario para cuando brote lo nuevo. Este refugio de tristes que no son de infelicidad, sino rotos por las grisuras de los tiempos, de nostalgias que quedaron demasiado atrás, casi inalcanzables a pesar de su inmediatez; recopiladores de memorias, de algunos de sus trozos dispersos, desgajados del tronco esencial, ancestral, los que ahí se acumulan como una biblioteca pétrea de ecos legendarios en connivencia con otros efímeros y sencillos, de ficciones como las piedras del murallón, de viejos volúmenes en sus lienzos de baldas de cantería, de bastidores semicirculares como bastos tallos de unas raíces primordiales. Y refugio para los soñadores, ineludibles lectores de una existencia necesitada de colores, sinuosidades y conmociones.

Ya solo me queda exhalar, con el cuerpo de estas letras y el corazón de la imagen de un refugio, imágenes y letras, un consejo: 

Entren aquí, en esta calle Polvero, cuando de veras lo necesiten, cuando la insoportable realidad les obligue a refugiarse o alejarse o tan solo se conformen con pausarla, unos instantes o indefinidamente; tras un recodo, un sesgo de luz o de tinieblas; en un desnudo ante el espejo, al amanecer o al atardecer, cuando los contornos se enaltecen; en un llanto espontáneo, en una risa estrepitosa, canten canciones o reciten los poemas que siempre han querido, con los que jamás se han atrevido, precisos o desafinados; besen a quienes quieran, en las mejillas o en los labios, a él o a ella; jueguen al ingenuo juego que una vez les atrajo y ahora se avergüenzan hasta de pensarlo, un tumbarse en la hierba, o en las nieves que vendrán y donde ejecuten con desparpajo aquel añorado ángel de la resistencia, con los brazos, con las piernas, alados, del trasluz de un libro abierto; abracen el árbol, con fuerza, con sentimiento, hasta oír el recorrido de su savia remisa por la hibernación, de cómo se hace deudor y receptor de tus flaquezas y desprendido de su energía; siéntense en los escalones de umbrales humildes, acogedores a pesar del frío que entumece los huesos, con la mirada arriba, superada el coto de la muralla, hacia esa arquitectura sagrada del Espíritu Santo, de aventuras estiladas en conquistas y reconquistas, escarceos y contiendas, estratégicos y directos, fuego y metales, alaridos y llantos, de epopeyas lejanas pero aún impregnadas en el ambiente, o a un lado, a la línea de continuidad del baluarte, al otro lado, tras el paramento de lanzas de hierro a la oquedad en la que hubo un tiempo donde se moría para resucitar; o mejor ahóndense en la ficción de un buen relato; sí, ideal, entren y arriésguense en sus páginas, en el armazón de su historia, en la musicalidad de sus letras, allí, en este lugar, en el refugio donde se escriben y leen todos los libros sobre ficciones y realidad, para nosotros, tristes, nostálgicos y soñadores.


UN AVENTAR DE LETRAS POR LA VENTANA DE UNA FOTOGRAFÍA.

 © F.J. Calvente.

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