Cuando entrada la noche atraviesas el salón a oscuras, permitiendo que, por tu olvido anterior de cerrar la persiana del balcón, (¿no estaba averiada?) la luz del farol de la calle ilumine tus pasos, tu tránsito hacia algo o ya de vuelta de ese algo, de la cocina, al aseo, el otro, por un aparato eléctrico descuidado o sin recordar si apagado o no, la malograda inquietud de aquello tan inmediato o intrascendente como para ahora recordarlo, y decides de sopetón escribir la escena, esta de tu soledad frente a la ventana, asimismo casi a ciegas. Escribir en la oscuridad de esta oscuridad quebrada por un reflejo de fuera. Entonces, racionalizando al absurdo remusgo o intención escritora, la hora, la noche, la negrura, tal vez el frío, los pies desnudos adheridos a las gélidas losas, la liviandad del pijama o una osada desnudez obligada, maníaca de comodidad y de la caricia candente de las sábanas, la espera de la otra piel huérfana de calidez por la interrupción, su llamada o de intuirla, la molesta por cegadora, curioso, ¿verdad?, luz de la pantalla del teléfono, o sin llevarlo por estar su batería cargándose en el enchufe de la mesita donde también dejaste un primer borrón de sueño o pensamiento de párpados cerrados, y porque no hay un papel, un lápiz a mano, en una excusa perfecta, confortada, piensas con volver a la cama, deshacer este ato raro, en no querer cerrar la persiana concediendo un cómplice guiño al impulso extraño, a esa bendita locura de lo incorrecto, y escribiendo solo en tu mente cómo de esta manera tan... ¿singular?, ¿insospechada?, has vislumbrado, incluso en este instante ciertamente afligido por la letra herida, un puente roto en la eterna noche de la soledad humana.
"OTRO PUENTE DE LETRAS ROTO"
© F.J. Calvente
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