Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 22 de julio de 2019

"EL GRITO"


Grité. El primero fue un grito vacilante, o una nota más alta de lo habitual en ese "¡AH!", interjección que si bien escribo con "H", por ser contradictoriamente muda, no tiene sonido, aspirada, metamorfoseada en un símbolo para el versátil alarido que aspiraba, a su vez, a la agudez de su entonación para sopesar la circunstancia de una intriga bastante curiosa y de por sí insólita; insisto que como esa "H" no ya inútil por ciertas homofonías e incluso de estas letras que comienzan con titubeos, por lograr la definición que tuvo que tener y de lo que luego, ganas tenía de seguir intentando el grito, sea a modo de un "in crescendo", con sustancia como la letra que, aunque sigilosa, incita a creer que de nada sirve y en cambio disimula su importancia. Un primer aullido, decía, dudoso, no por ganas, cortado, pretendió una puesta de largo, y muy pronto olvidado hasta que concibiera el siguiente, motivado por dirigir la atención, el cuidado, un hiriente pudor, en la gente que paseaba en buen número a una hora fronteriza, en el incesante paso de vehículos, con jóvenes que convierten Virgen de la Paz en un circuito de alta velocidad, de las risas, exabruptos, aceleraciones, otros chilidos de una felicidad impostada y sobreactuada, las discotecas de los suicidas y homicidas en potencia al volante de sus furiosos coches... todo esto, comprobé no sin cierto alivio por la puñetera conducta o norma social alineada y prejuiciosa, disipó o amortiguó mi primer grito que ambicionaba a los que aún no había emitido o, tras una serie de dejes más y más encrespados, de entreno, y más reclusa la calle, uno que al final valiera por todos.

Grité una vez. Después otra. Asomado al pretil curvo del Puente Nuevo que como una tirita une la gran herida telúrica de la garganta del Tajo de Ronda. Con los brazos extendidos hacia el vacío. Calor. Una ola (sin h) de calor que frisaba, pasada la madrugada del sábado, los 24 grados con su imperativo de moderna sensación térmica. No subía ningún frescor con el hálito del barranco para mitigar el rigor, solo una densidad persistente, tanta que creí alcanzaría a moldearse en una masa gelatinosa que transformaría el sudor de mi piel en una prisión insoportable, además de emborronar determinados perfiles del entorno, unas aristas en la distancia con voluntad roma e idéntica al bárbaro esculpido del ahora escaso Guadalevín allá abajo, abajo, abajo... en los foscos fondos del desfiladero como esta noche de julio que olía a mieses segadas, a sequedad y recreos varados, a la que volví por obligación y a rendir cuentas con mi comunión mística en los lapsos de descanso, sea por una ínfima eternidad sin horizontes en los que durar tras el desvanecimiento de la realidad. Algún esporádico graznido de una enlutada chova, oculta en los nichos de los escarpes, elevaba asimismo su incomodidad por el farallón rocoso y el lienzo del puente. 

Grité, con mayor agudeza, advirtiendo asimismo cómo este pasaba desapacerbido para todos, reales e imaginados. Cierto que el ensayo del grito expresaba mi emoción, aunque esta no tenia en absoluto que ver con señal de advertencia, sea o no con palabras, pues aun siendo un mecanismo que alertaba al cerebro de un peligro, su inflexión, diferente a otro ruido, escapaba de sus garras afiladas como metales que rielaban fríos al claror de la luna; ni un lenitivo que retribuyera la calma en mi interior, ni fuga, ni susto, ni alegría por el pavor fascinador con el que el Tajo me esclavizaba. Piélago que sin ser un adversario, me sacudía con mi insignificancia en el concierto del universo. El paulatino crecimiento de sus hercios, en su variación frecuencial con cada chillido superior al anterior, más modulado, más sostenido, con mayor rugosidad e intensidad, nada desagradable, al contrario, con una funcionalidad no sabría decir que acostumbrada o natural, y con el que iba cumpliendo un cometido que quizás debiera atribuirlo al peso originario de establecer una defensa sonora contra mis espectros, contra la rutina que echaba paladas de resignación sobre mi leyenda. No voy a negar un empeño de supervivencia, no, de anclar mi ser en la realidad ante el potente y turbador magnetismo del despeñadero que lo negaba todo más allá de su imperio, que negaba peligros, miedos, estrés, admiración, religión, sobresaltos o consuelos. No, no iba a negar su efecto reparador, su instinto primario por cuanto nos sobrepasaba. 

Grité un "¡Ah!", ese, con su señal de precaución, de situación, de principio y final, incluso de riesgo, voluntario o involuntario, cuando noté cómo se resquebrajaba la grisura de los días, de atención por los adentros, ya que en verdad un grito no lo procesamos mentalmente como cualquier otro ruido. Acomoda una liberación, una ayuda, un auxilio para no desfragmentarnos, anularnos, para dejar de ser nosotros y ser en... una ínfima parte de la mixtura primera que espejeaba la noche. Mi propósito de gritar al Tajo, en Él, de hallar resonancias ancestrales con mi palabra, de oírla rebotar en su imponente naturaleza; sin nada de alarma, protección o inclusive de un dolor constante y cosido a su sustancia, y el que tenía que ver como catalizador de una conmoción muy difícil de poner en palabras y con toda la devoción con la que trato con estas y atropelladas. Porque la curiosidad también es una emoción, de las más poderosas. Curiosidad. Empezó la disposición, esta historia con un primer grito, de esta manera extraordinaria:

El hombre, mayor de acuerdo al ambiente con que se engalanó la noche, un extraño fuera de su elemento, de camisa gruesa con un raro lazo negro a modo de pajarita, excesiva por la calor, de pantalones negros igual de recios que sus arrugas como las costras de tierra en un lecho de río seco, fornido, de amplios hombros y ademanes autoritarios, peinado hacia atrás, descubriendo una ancha frente, orejas pequeñas, de enorme y frondoso mostacho prusiano que daba la sensación de dotar de mando y de endurecer una barbilla agradable y femenina, los ojos, juntos bajo unas pobladas cejas, grandes, redondos, negros, que arrojaban una crítica amarga a la vida, un doble sentido o un significado incisivo, penetrantes, incómodos para el interlocutor, para mí. De no ser porque el parte laboral de la hora indicaba que no habían habido pasajeros, entendería algún error del mismo, un polizonte por mi descuido, o que aquel fantasma sólo había acudido a llenar una parte de mi somnolienta y solitaria vigilia con su helor misterioso. Sea como fuere, Friedrich Nietzsche, sí, se trataba de él, se sentó a mi lado, envarado en el filo del asiento, con la mirada clavada, sin pestañear, en la luna delantera del bus, deteniéndola con solidez en mí, sólo un poco para de seguido retirarla en una abstracción exclusiva para él, cuando consideraba de recalcar una frase, centrándola muy firme en mi frente, en mi ceño arrugado de asombros, con la contundencia de una chincheta en un tablero. Imponía su silencio y más imponía cuando comenzó a hilvanar una conversación difícil pero que rezumaba su inequívoca trascendencia, en torno a unos tintes o tientos filosóficos de la noche y de la noche junto a aquellos abismos primordiales. En ocasiones, lo reconozco, me era complicado seguirlo, por la hondura de su disertación, por su complejo reto de perspectivas, vale que en las trochas en las que lo lograba, experimentaba la iluminación como la de tantos encuentros con la belleza. Así hasta que, transcurridos unos segundos en los que un pesado silencio se derrumbó en la calle, el filósofo alemán, con tono grave y reservado, dijo aquello, en un castellano impecable, de:

"Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti". 

Quedé deslumbrado con la cita, con la implacable presencia al lado del inquieto abismo del Tajo, y sin pretenderlo, una pregunta resbaló presintiendo ya un portento cercano: "¿Y si le hablas, al abismo, le gritas tus tormentos, también te responde, te ayuda?." "Por supuesto", fue su rotunda contestación. A continuación, hombre o recuerdo, se marchó, se esfumó, en uno de esos pestañeos que no tenía, como si nunca hubiese estado, aunque todavía su segura voz, el encanto de su revelación, permanecían con su formalidad en el contexto de la noche y de sus actores, palpables y etéreos.

La curiosidad, pues, galvanizada por la hipótesis trazada y cruzada con su dicción, me llevó hacia el límite escalofriante del Puente Nuevo. Acomodé mi cuerpo a la piedra de su antepecho que me reconfortó con su calidez conservada durante el bochorno del día. Extendí los brazos hacía sus fondos, con las palmas descubiertas como una ofrenda milagrosa, de un desnudo receptivo, y surgió el primero de los gritos que suplantaron a otros más formidables y con todo aliviadores a pesar de la frustración. Decepcionado pues tras estos continuaba sin tener respuesta. En aquella pose, apoyado en la balaustrada, me hallé en el protagonista del cuadro "La desesperación" de Edvard Munch. Sí, y no era casualidad que este primer lienzo supusiera, ante la insatisfacción del frágil artista, el germen para la creación de "El Grito". Precisamente un grito era el que tenía que vaciar para recibir alguna contestación del vacío. Del mismo modo, esta alusión a Munch me señalaba que no acaecía fracaso ni escándalo ni tormento en el hombre pintado y de su traslación o identidad conmigo; confirmando de paso el verdadero sentido de la obra de arte, aquel que expertos del Museo Británico encontraron en una litografía con la inscripción “Sentí un gran grito en toda la naturaleza”. Un grito cósmico, fundamental. Supe que mi grito, de modo imperecedero, había estado ahí, junto al de muchos, y todos modulaban el que profería el abismo en su evocación de los primeros tiempos.

Llegó, tras algunos tanteos, el momento para mi grito, el definitivo, y en la espera de una respuesta conforme por el Tajo. Un "¡AH!" que brotó pausado, vivo, sucesivo, con su "H" muda, aspirada, con la garganta muy abierta, dirigiéndolo desde el diafragma a la nariz, notando cómo serpenteaba desde el oído hasta la amígdala central del cerebro donde se procesan y recepcionan los ruidos instintivos y su proceso de curiosidad y atractivo. Me pegué más a la piedra del puente, como si me ayudase de esta forma a acomodar más el grito en el diafragma, reteniendo el aire en el estómago, preparando la entonación, recogiendo cuanto tenía que ahuecar, que vaciar, no solo  lo negativo y dañino, sino esa curiosidad desahogada que esperaba la calma, una réplica que me satisfaciera, que me hiciera más yo o más yo en aquello tan colosal y bello. Terminó el grito, mi grito, y así cómo a medida me vaciaba, el propio abismo no esperó nada para emitir su juicio, superponiendo su sentencia a mi estertor que continuaba pasando desaparcebido para el resto de los noctámbulos y ya no sé de los fantasmas que se suicidaban en la noche, arrojándose en bajíos inciertos que pusieran fin a su maldición eterna.

La respuesta no necesitó traducción porque esta fue mi mismo grito, rebotado e incluso amplificado por los riscos, por los sillares del puente de Aldehuela, ya que desde el primer instante de su concepción siempre le había pertenecido.

"El GRITO"
© F.J. Calvente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario