En Gaucín siempre siento el rastro de una magia latente, intrínseca, la que una vez tuve y a la que perdí o se me ocultó o despojó ignoro cuándo y por qué o quién, convirtiéndose en una nostalgia de aristas afiladas y de causa lejana y ensoñada. De ahí, la necesidad de un reencuentro, conmigo mismo o con aquel que una vez fui aquí o distinto en otro pliegue del tiempo y de la identidad.
Siempre el mismo temblor de admiración, la misma conmoción por el apego, por una expectativa anciana y a la vez inédita como inesperada; por una épica azul entre las montañas desde la que mira altiva y entregada a la mar cercana, acogedora, insinuante de un misterioso exotismo al ofrecer el otro límite alzado y etéreo del Atlas en África; por una leyenda de cal y rejas, de escarpes iniciáticos; por el mito que se recorre sinuoso, en silencio, casi a ciegas, con una refulgente intuición que desata la pérdida y marca el rumbo, el sentido, al corazón, la matriz primigenia, el origen.
Aquí estoy yo, o aquí está aquel destilado por una luz antigua y joven en su búsqueda, la de un reencuentro que acaso no tenga fin, y aún así lo prefiera.
«El Balcón de la Serranía»
© F.J. Calvente.
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