¿Por qué los
atardeceres son silenciosos? Porque están llenos de palabras mudas, las que no
se dijeron ayer, hoy, mañana; apagadas por miedos, por los desamparos de todos
los huérfanos del universo, por los aguardos de que ocurra algo, algo
extraordinario, obviando, con desánimo, que lo que sea ya está sucediendo y
esperando, esperándote. Por eso las escribes, lo intentas, con recogimiento y
recuerdos. Los recuerdos de instantes tutelados por un extraño y agudo palpitar
de la carne, adentro, adentro, precipitado con peregrinos vértigos y nervios. Sensaciones.
Al igual que por este tránsito urbano, sin ronda por la Ronda de leyenda, acostumbrado,
pero de parada súbita, penetrante y sorprendente en la calle Atardecer,
atravesada por otra Luz de Poniente, junto a un esquilmado jardín como una
cuarteada rosa de los vientos, en la barriada El Fuerte; ves, te rindes, y
entonces lloras, ríes, sientes, te quemas con los silencios, por el incendio de
las palabras que no se dijeron en las horas del día o de los siglos que huyeron
del último amanecer, de un alba promisoria y que al corazón sorprende y encoge.
Los crepúsculos están
incinerados de palabras jamás dichas; acaso ahora en aquel con algunas más, con
algunas escritas, escritas luego en el lienzo de una noche infinita. Las
palabras que son las letras de un relato, de un relato quizás abstracto, no
este, otro y venidero, o el mismo con entregas a cuenta o según el latido,
adentro, adentro; ya lo verás, ya lo veremos. Las palabras escritas en renglones
torcidos, quebrados como aquellas montañas grises y malvas en la lejanía; escritas
y alineadas, asimismo, como si las hubieras garabateado en la disciplina
geométrica de esas cuadriculas o travesaños de un frustrado emparrado que
escolta la vía. Las palabras descubiertas y trazadas en un paisaje de entre
luces escarlatas, candentes, desde una barriada de bloques de hormigón, suspendidos
de diferentes vacíos, de suicidas rutinas, de instintos sobrevivientes, aunque sin
cambios, sin metáforas, sin fantasías; de ahí la exigencia a que la noche, más
allí, en anodinos escenarios donde la realidad derrama pasmosamente toda su belleza
y milagros, después queme el diario de su historia, desidia y dolor.
Este misterio de la
vida en el que buscas un refugio para cerrar la puerta a lo concreto, a lo
rutinario, pero en el que falta en seguida el valor, la decisión, para
traspasar su umbral, para sumergirte en su sortilegio y abrigo. Las palabras son
refugios urdidos de estaciones y rincones, con sus esquinas y alturas, con sus retóricas
e inflexiones, de instantes redondos, de colores, de sentimientos, dobleces e
incluso redenciones. Palabras silenciadas por intemperies de vergüenzas, de prejuicios,
de las imposturas por un “Dónde queda lo no dicho…”; por esto jamás se dijeron,
jamás se dirían, mortecinas como secos, fríos, negros ciscos de orgullo y miedo;
para sin dilación, como este incandescente proscenio, tras encontrar la brújula
por los laberintos de senderos con abrojos, la brújula en unos ojos, en unos
versos de Francisca Ben-mizzián Palma, para que el fuego de las oportunidades
pérdidas las conviertan en jadeantes brasas, en unos horizontes allá de
declives y aun expectaciones por volver a empezar; empezar en la otra tela en
blanco de un nuevo plazo, la fecha recurrente y ahora recurrida por unos ojos
silenciosos y enrojecidos.
Escribes al atardecer
las palabras que no se enunciaron, o lo intentas, con la lumbre del ocaso, con una
llamarada de entusiasmo, con sus lenguas voraces como las de las conmociones que
abren el pecho, sin indirectas ni menoscabos; como tu mano reclamando la suya, para
con su calor, con ese fuego purificador, escribir las palabras que no se
dijeron, las de un “lo necesito para vivir soñando y así vivir despierto”, las
de un “perdón” desnudo y sincero, la disculpa a tiempo, sostenida en el hombro
amigo; como cualquiera de las que se guardan, y no se excusan, en el misterio
de un abrazo honesto, en la paz de un gesto, en la confianza de una sonrisa, o
en un sencillo y poderoso “te quiero”.
“Escribo
palabras que se incendiaron al atardecer”
© F.J.
Calvente
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