Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 8 de septiembre de 2020

“Escribo palabras que se incendiaron al atardecer”

 


¿Por qué los atardeceres son silenciosos? Porque están llenos de palabras mudas, las que no se dijeron ayer, hoy, mañana; apagadas por miedos, por los desamparos de todos los huérfanos del universo, por los aguardos de que ocurra algo, algo extraordinario, obviando, con desánimo, que lo que sea ya está sucediendo y esperando, esperándote. Por eso las escribes, lo intentas, con recogimiento y recuerdos. Los recuerdos de instantes tutelados por un extraño y agudo palpitar de la carne, adentro, adentro, precipitado con peregrinos vértigos y nervios. Sensaciones. Al igual que por este tránsito urbano, sin ronda por la Ronda de leyenda, acostumbrado, pero de parada súbita, penetrante y sorprendente en la calle Atardecer, atravesada por otra Luz de Poniente, junto a un esquilmado jardín como una cuarteada rosa de los vientos, en la barriada El Fuerte; ves, te rindes, y entonces lloras, ríes, sientes, te quemas con los silencios, por el incendio de las palabras que no se dijeron en las horas del día o de los siglos que huyeron del último amanecer, de un alba promisoria y que al corazón sorprende y encoge.

 

Los crepúsculos están incinerados de palabras jamás dichas; acaso ahora en aquel con algunas más, con algunas escritas, escritas luego en el lienzo de una noche infinita. Las palabras que son las letras de un relato, de un relato quizás abstracto, no este, otro y venidero, o el mismo con entregas a cuenta o según el latido, adentro, adentro; ya lo verás, ya lo veremos. Las palabras escritas en renglones torcidos, quebrados como aquellas montañas grises y malvas en la lejanía; escritas y alineadas, asimismo, como si las hubieras garabateado en la disciplina geométrica de esas cuadriculas o travesaños de un frustrado emparrado que escolta la vía. Las palabras descubiertas y trazadas en un paisaje de entre luces escarlatas, candentes, desde una barriada de bloques de hormigón, suspendidos de diferentes vacíos, de suicidas rutinas, de instintos sobrevivientes, aunque sin cambios, sin metáforas, sin fantasías; de ahí la exigencia a que la noche, más allí, en anodinos escenarios donde la realidad derrama pasmosamente toda su belleza y milagros, después queme el diario de su historia, desidia y dolor.

 

Este misterio de la vida en el que buscas un refugio para cerrar la puerta a lo concreto, a lo rutinario, pero en el que falta en seguida el valor, la decisión, para traspasar su umbral, para sumergirte en su sortilegio y abrigo. Las palabras son refugios urdidos de estaciones y rincones, con sus esquinas y alturas, con sus retóricas e inflexiones, de instantes redondos, de colores, de sentimientos, dobleces e incluso redenciones. Palabras silenciadas por intemperies de vergüenzas, de prejuicios, de las imposturas por un “Dónde queda lo no dicho…”; por esto jamás se dijeron, jamás se dirían, mortecinas como secos, fríos, negros ciscos de orgullo y miedo; para sin dilación, como este incandescente proscenio, tras encontrar la brújula por los laberintos de senderos con abrojos, la brújula en unos ojos, en unos versos de Francisca Ben-mizzián Palma, para que el fuego de las oportunidades pérdidas las conviertan en jadeantes brasas, en unos horizontes allá de declives y aun expectaciones por volver a empezar; empezar en la otra tela en blanco de un nuevo plazo, la fecha recurrente y ahora recurrida por unos ojos silenciosos y enrojecidos.

 

Escribes al atardecer las palabras que no se enunciaron, o lo intentas, con la lumbre del ocaso, con una llamarada de entusiasmo, con sus lenguas voraces como las de las conmociones que abren el pecho, sin indirectas ni menoscabos; como tu mano reclamando la suya, para con su calor, con ese fuego purificador, escribir las palabras que no se dijeron, las de un “lo necesito para vivir soñando y así vivir despierto”, las de un “perdón” desnudo y sincero, la disculpa a tiempo, sostenida en el hombro amigo; como cualquiera de las que se guardan, y no se excusan, en el misterio de un abrazo honesto, en la paz de un gesto, en la confianza de una sonrisa, o en un sencillo y poderoso “te quiero”.

 

 

“Escribo palabras que se incendiaron al atardecer”

 

© F.J. Calvente


#Ronda #ElFuerte #Atardecer #PalabrasIncendiadasAlAtardecer

No hay comentarios:

Publicar un comentario