Solo ha sido un capricho
hacer coincidir este texto con el comienzo oficial del otoño según el
Observatorio Astronómico Nacional, es decir, a las 15 horas y 31 minutos, hora
peninsular, de hoy 22 de septiembre de 2020. Sin embargo, no ha sido manía, ni
costumbre, ni siquiera un ritual de bienvenida a mi estación preferida, y la
que cada vez se hace más insólita, desgarrada por un verano cada vez más anciano
que joven y obstinado a no apagarse, y por un invierno con hambre de pasado, de
vacíos y trámites que admite atañerles y así devorarlos o escarcharlos. Escribo para dejar
testimonio de la circunstancia en que se ha producido aquí, en mi Barrio, la
llegada del otoño, y porfío en cómo a éste cuesta más advertirlo, sentirlo, y por
tanto recrearlo.
El otoño se ha
presentado, no puede ser de otra manera, con un retal de misticismo. La ráfaga delicada
que toma su cara en un susurro ante el espejo, en uno de esos secreteos con los
que el viento tendrá que ir dejando caer, con timidez, sin cuentas, las hojas
de los árboles de la alameda, un suspiro hondo sin exigencias por salir, por
emerger de adentro. Un pellizco en el alma, cierto. No se ha tratado, que
también, por el frescor de temprano como un emblema, una sábana más retenida, una
pauta de recogimiento, una metáfora de espera, una manga larga; tampoco por una
luz blanca, más reflexiva, sin tornasoles de incendios y fiebres, agudizando
las sombras, en sus aristas y rectas caídas, en los ánimos; ni por cierto
simulacro, más espejismo que principio, en una conjetura ocre o de un bronce
viejo en unos esporádicos y opacos reflejos, o en una mancha borrosa como la
niebla que pronto tomará las madrugadas, o en un frío y calado reverbero en la
piedra o en los hierros negros; algo, no mucho, en el gato del equinoccio, en
un reestreno de estética y recelo, al que he visto abandonar las húmedas entrañas
arbóreas para acicalarse de sol en los poyetes de piedra y mortero.
No. He visto, he oído,
he tocado, he sentido llegar al otoño en las palabras, apagadas por la
mascarilla sanitaria, en la epifanía de uno de nuestros mayores que ha revelado,
sentado en el poyete, con la vista abstraída, su ceño fruncido, allá, en el
coto de la muralla, rumiando algo que ha resonado a disculpa desdoblada, como
si un escrúpulo ancestral le hiciese cauto ante el miedo de que la realidad cambiase
de parecer o sentido: “Comienza el tiempo donde los recuerdos duelen.”
“Sea Otoño”
© F.J.
Calvente
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