Con los últimos rayos de sol de este estío viejo, los que curiosos laminaban las ruinas de la Casa Arrúa, los que con sutileza indagaban el momento, primero y término de todo, en el que un destino caprichoso, o celoso, o rencoroso por el desafío de antiguos boatos, decidió trocar a un esplendor de antaño en escombros y matojos, alcancé un sentido o el sentido responsable de la existencia. Porque, al igual que Viktor Frankl en un terrible holocausto de supervivencia, “las ruinas son a menudo las que abren las ventanas para ver el cielo.” Yo llegué al lugar, lo habitual, siendo un fantasma, errante, no afincado, circunstancial e integrado, no aún sin redención o decisivo traspaso; y será por eso que, al detener mi camino desafecto, no reparé, ni presentí, a los otros fantasmas, los que allí y allá haberlos haylos, rotundos y numerosos. No vi a los fantasmas, ahítos por siglos de vaporosos ocasos, añorar aquellos ramilletes pajizos de sol, el oro como la sangre que ya no atesoran, recorrer con un postrero calor su substancia de un universo pasado. Pero entonces oí su llamada, o la salmodia de la tierra que descifraban con el apremio de un consejo importante. Cerré los ojos, las refulgentes delineaciones del sol, en ese otro declive cercano, permanecieron estampilladas en mis húmedas retinas, como un aviso del mensaje que debía retener y con el que decidir en una realidad próxima que bien valía interpretarla, exaltarla. Un mensaje fantástico, también sencillo y asumible. La magia de un conocimiento al vislumbrar en los restos, en los rotos, mi mundo, y el de todos; y yo, y todos, ante estos escombros y matojos, sensato o incluso levantando una rama del árbol de la locura, dispuesto a reconstruir paso a paso mis ruinas, las que del mismo modo son una parte de las del mundo con sus destrozos y abandonos, a abrir las ventanas al cielo, sin más que con la luz de una sonrisa, con la paz de un te quiero.
“VENTANAS EN RUINAS”
© F.J. Calvente
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