Pasos que no dejan
huella.
Escribir de los pasos
que no dejan huella es como escribir sobre nosotros mismos por la huella que deberían
de dejar, bien adentro o su mayoría en las afueras de la subsistencia. Aún sin
pretenderlo, al escribir de estos pasos que damos, consciente o rutinariamente,
al traer su cuestión, lo oportuno sería quitarles cualquier importancia, y preocuparse
no por su causa, sino por el efecto, por los indicios, siempre, los que
aquellos dejan o las que deberían de dejar y encarnar a la realidad de cada uno
o al menos penetrar en la crónica de su indecible destino. Al menos. Unos pasos
bastan para significar o desperdiciar una existencia, y del mismo modo una
infinidad de ellos jamás lograrían alcanzar un sueño. Al fin y al cabo, de ahí
aquella trascendencia anterior, el problema no estriba en las pisadas, ni en el
espacio o el contexto, sino en el tiempo. El tiempo perdido o el tiempo
aprovechado. El tiempo que pasa, como el sentimiento, las nubes, el
pensamiento, las sombras, la pena, la patria, la salud, el fuego, el día a la
noche y viceversa; el trabajo, el dinero, la leyenda de los héroes y las flores
en las tumbas, la belleza, la ropa desdoblada, tendida en la corriente, rociada
y en seguida seca, esas prendas rojas, verdes, blancas, como ridículas banderas
de un país extraño, en el fondo luminoso de un patio al que se asoman los
vecinos para respirar… u oxigenar un ensueño ya irrealizable, deslucido.
¿Por qué cuando éramos
niños el tiempo se estiraba hasta límites impensados, como si pudiera detenerse
y de hecho se detenía, no transcurría? ¿Por qué ahora, aunque no hagamos nada,
el tiempo se esfuma entre los dedos, corre con tal vertiginosidad que nos aterroriza
lo pronto que ya es pasado y acaso en seguida cristaliza una reminiscencia que
nos clama y reclama lo perdido? Precavidos por no cometer errores, por frustración,
dolor o prejuicio, olvidamos primero su decisión y después su necesidad. Los traspiés
no erosionan la imaginación del niño, al contrario, la incita. ¿Entonces? Claro
está que tendríamos que recuperar al niño que fuimos, con sus yerros y ficciones,
al que las intermitencias de un perdurar sin contratiempos, del ir tirando
adelante, amordazaron, confinándolo en la cárcel de una nostalgia lejana y quizás
contenta; redimir a aquel que no le importaba tropezar, caer y levantarse sin
menoscabo en su capacidad, sin frenos en sus progresos de descubrir el universo,
del placer por experimentar la sorpresa, desnudarla, por asumir y acumular a cuanto
lo hacía sentirse cómodo, sincero consigo mismo. Ha sido escribir estas líneas
y evocar a la poeta Louise Glück, días atrás reconocida con el Premio Nobel de
Literatura, en uno de sus versos: “Miramos el mundo una sola vez, en la
infancia. / El resto es memoria.” Miramos el mundo, en una e infinitas maneras
de mirar, siendo niños; y al presente, todo estaría en manos de rescatar o no
el fulgor de aquella mirada para encontrar un sentido a la vida, a vivirla, o conformarse
con cargarla, con arrojar más grises y almas muertas en este trayecto de una humilde
casa de vecinos, o sobrevivir en la escenografía general de los pasos que no
dejan vestigio.
Cuántos de los que
allí viven, han vivido, vivirán, han dejado los ecos de su presencia, sus miles
de pasos indiferentes a lo largo de este pasillo lóbrego, una vez traspasado el
hondo dintel, la puerta de madera vieja y barnizada como testigo de una
nobleza, cuarteada sí, pero orgullosa, en su traspaso hacia otras puertas que
conducen o lo cumplían a sus hogares reconocidos, a sus habitaciones donde
transcurrieron sus existencias que no serán recordadas por un reino que solo
recuerda a los posibles, a los que pueden con su dinero, a los que medran manipulando
explícitas cuerdas de los miedos. No son estos de aquí, no, sobrevivientes en
sí mismos, de una realidad que al final los cubrirá con la blanca patina del
polvo y el olvido, como sucede con esas otras entradas tapiadas con ladrillos teñidos
con un luto antiguo; de las escaleras que esforzadas parten en su mediación a
la izquierda, con sus bastos escalones maquillados de pintura barata y precaria
sujeción, a otro nivel superior, solo en altura, donde asimismo se hacinan o lo
urdían otras moradas, con otros supervivientes que solo poseen, disfrutan de un
patio interior repintado con la misma cal, de ventanas y cemento, tendederos y
palillos, algún trasto melancólico como una remembranza colectiva, o como un
aviso, y desde el que ver una porción del cielo, esa que les correspondía, una
luz dadivosa de la que se nutrían pocas expectativas ante el día a día, hacia
lo básico, lo perentorio, los sueños que se dejaban a su libre albedrío si acaso
por las noches podían conciliarlos o sustraerlos al descanso o de un alivio.
Bastantes los pasos,
de enfocarlo seriamente, que no moran la tierra, no sienten la vida, como hay
palabras que no se escuchan ni a través de un susurro al oído, ni hay letras
que no se leen mientras se escriben, o las que por no querer comprenderlas se
arrojan con oprobio, con abuso. Las huellas que quizás puedan verse, se intuyan,
en el rastro deslustrado, inveterado, en este corredor oscuro de losas de barro
con sus incalculables repasos con un linóleo colorado, en cuesta, que sube
adentro y solo, o persistentemente, desciende cuando irradia en el espejo del
exterior, de la calle, con sus distintos niveles hacia la platea abierta y
cruzada por cuerdas para tender la ropa, en el trasfondo de estas tramoyas intrascendentes;
bajo un techo intimidante, de gruesas vigas cuadradas a la vista, pintado y
repintado con la cal habitual, asequible y segura, con esfuerzo, acaso por la
festividad de los Santos, o en Pascuas, en comunidad, cal hasta en las sombras tenebrosas
de esos listones como traviesas, las de la vía de un tren circular por un túnel
de su coexistencia, y cuya astrosa marcha traducirían o ilustrarían los desconchones,
como escamas de piel, como lenguas burlonas, también sedientas, como el pliegue
en la página de un libro del que jamás se concluirá su lectura, como postillas
de heridas ya cerradas que se desprenden con el movimiento, con el traqueteo, con
la decisión o voluntad, porque, con todo, o con ello, con estos temblores los
rendidos de dentro sostienen la vida, el rodar del tiempo, el transcurso de un
mundo sencillo y sin enredos.
Este pasaje obscurecido,
con una claridad de día derramada en su inicio y en su término, invariable, acaso
solo conjetura una alusión, un consejo, a un ir con los ojos abiertos, a que
los pasos, y los minutos, se sitúen en su momento, particular y justo, a no
perderlos en su propiedad, dirección y uso. Aquí no importa ser un héroe del diario,
un vigilante de la uniformidad de los plazos, un damnificado en una realidad
fingida, acostumbrada, o acaso un náufrago acosado por las pleamares de las épocas,
un superviviente como un personaje cataléptico de Allan Poe, en las tumbas
amparadas por este corredor sombrío, en unos entierros prematuros; no importa
quedarse a la zaga de todo o de quienes ya no regresarán a nuestro lado, a su
lado, con todos sus pasos de adelanto. Los pasos que no miran atrás.
“Porque todavía no
había llegado el momento de comprender que la costumbre es falaz y que nuestros
pasos mecánicos no nos conducen siempre a la misma realidad; porque ignoraba
todavía que la realidad es sorpresiva y, dada la naturaleza de los hombres, a
la larga, trágica.” Y de ahí, de su "Sobre héroes y tumbas",
ciertamente, Ernesto Sabato condensa este relato en unas pocas palabras que serán
por todas. Letras y pasos. Pasos y letras. Alcances o extravíos definitivos.
Pasos que no dejan
huella, pero los que también nos dirán quiénes y cómo somos.
“PASOS
SIN (+) FIN”
F.J.
Calvente ©
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