Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 11 de octubre de 2020

"PASOS SIN (+) FIN"

 


Pasos que no dejan huella.

 

Escribir de los pasos que no dejan huella es como escribir sobre nosotros mismos por la huella que deberían de dejar, bien adentro o su mayoría en las afueras de la subsistencia. Aún sin pretenderlo, al escribir de estos pasos que damos, consciente o rutinariamente, al traer su cuestión, lo oportuno sería quitarles cualquier importancia, y preocuparse no por su causa, sino por el efecto, por los indicios, siempre, los que aquellos dejan o las que deberían de dejar y encarnar a la realidad de cada uno o al menos penetrar en la crónica de su indecible destino. Al menos. Unos pasos bastan para significar o desperdiciar una existencia, y del mismo modo una infinidad de ellos jamás lograrían alcanzar un sueño. Al fin y al cabo, de ahí aquella trascendencia anterior, el problema no estriba en las pisadas, ni en el espacio o el contexto, sino en el tiempo. El tiempo perdido o el tiempo aprovechado. El tiempo que pasa, como el sentimiento, las nubes, el pensamiento, las sombras, la pena, la patria, la salud, el fuego, el día a la noche y viceversa; el trabajo, el dinero, la leyenda de los héroes y las flores en las tumbas, la belleza, la ropa desdoblada, tendida en la corriente, rociada y en seguida seca, esas prendas rojas, verdes, blancas, como ridículas banderas de un país extraño, en el fondo luminoso de un patio al que se asoman los vecinos para respirar… u oxigenar un ensueño ya irrealizable, deslucido.

 

¿Por qué cuando éramos niños el tiempo se estiraba hasta límites impensados, como si pudiera detenerse y de hecho se detenía, no transcurría? ¿Por qué ahora, aunque no hagamos nada, el tiempo se esfuma entre los dedos, corre con tal vertiginosidad que nos aterroriza lo pronto que ya es pasado y acaso en seguida cristaliza una reminiscencia que nos clama y reclama lo perdido? Precavidos por no cometer errores, por frustración, dolor o prejuicio, olvidamos primero su decisión y después su necesidad. Los traspiés no erosionan la imaginación del niño, al contrario, la incita. ¿Entonces? Claro está que tendríamos que recuperar al niño que fuimos, con sus yerros y ficciones, al que las intermitencias de un perdurar sin contratiempos, del ir tirando adelante, amordazaron, confinándolo en la cárcel de una nostalgia lejana y quizás contenta; redimir a aquel que no le importaba tropezar, caer y levantarse sin menoscabo en su capacidad, sin frenos en sus progresos de descubrir el universo, del placer por experimentar la sorpresa, desnudarla, por asumir y acumular a cuanto lo hacía sentirse cómodo, sincero consigo mismo. Ha sido escribir estas líneas y evocar a la poeta Louise Glück, días atrás reconocida con el Premio Nobel de Literatura, en uno de sus versos: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. / El resto es memoria.” Miramos el mundo, en una e infinitas maneras de mirar, siendo niños; y al presente, todo estaría en manos de rescatar o no el fulgor de aquella mirada para encontrar un sentido a la vida, a vivirla, o conformarse con cargarla, con arrojar más grises y almas muertas en este trayecto de una humilde casa de vecinos, o sobrevivir en la escenografía general de los pasos que no dejan vestigio.

 

Cuántos de los que allí viven, han vivido, vivirán, han dejado los ecos de su presencia, sus miles de pasos indiferentes a lo largo de este pasillo lóbrego, una vez traspasado el hondo dintel, la puerta de madera vieja y barnizada como testigo de una nobleza, cuarteada sí, pero orgullosa, en su traspaso hacia otras puertas que conducen o lo cumplían a sus hogares reconocidos, a sus habitaciones donde transcurrieron sus existencias que no serán recordadas por un reino que solo recuerda a los posibles, a los que pueden con su dinero, a los que medran manipulando explícitas cuerdas de los miedos. No son estos de aquí, no, sobrevivientes en sí mismos, de una realidad que al final los cubrirá con la blanca patina del polvo y el olvido, como sucede con esas otras entradas tapiadas con ladrillos teñidos con un luto antiguo; de las escaleras que esforzadas parten en su mediación a la izquierda, con sus bastos escalones maquillados de pintura barata y precaria sujeción, a otro nivel superior, solo en altura, donde asimismo se hacinan o lo urdían otras moradas, con otros supervivientes que solo poseen, disfrutan de un patio interior repintado con la misma cal, de ventanas y cemento, tendederos y palillos, algún trasto melancólico como una remembranza colectiva, o como un aviso, y desde el que ver una porción del cielo, esa que les correspondía, una luz dadivosa de la que se nutrían pocas expectativas ante el día a día, hacia lo básico, lo perentorio, los sueños que se dejaban a su libre albedrío si acaso por las noches podían conciliarlos o sustraerlos al descanso o de un alivio.

 

Bastantes los pasos, de enfocarlo seriamente, que no moran la tierra, no sienten la vida, como hay palabras que no se escuchan ni a través de un susurro al oído, ni hay letras que no se leen mientras se escriben, o las que por no querer comprenderlas se arrojan con oprobio, con abuso. Las huellas que quizás puedan verse, se intuyan, en el rastro deslustrado, inveterado, en este corredor oscuro de losas de barro con sus incalculables repasos con un linóleo colorado, en cuesta, que sube adentro y solo, o persistentemente, desciende cuando irradia en el espejo del exterior, de la calle, con sus distintos niveles hacia la platea abierta y cruzada por cuerdas para tender la ropa, en el trasfondo de estas tramoyas intrascendentes; bajo un techo intimidante, de gruesas vigas cuadradas a la vista, pintado y repintado con la cal habitual, asequible y segura, con esfuerzo, acaso por la festividad de los Santos, o en Pascuas, en comunidad, cal hasta en las sombras tenebrosas de esos listones como traviesas, las de la vía de un tren circular por un túnel de su coexistencia, y cuya astrosa marcha traducirían o ilustrarían los desconchones, como escamas de piel, como lenguas burlonas, también sedientas, como el pliegue en la página de un libro del que jamás se concluirá su lectura, como postillas de heridas ya cerradas que se desprenden con el movimiento, con el traqueteo, con la decisión o voluntad, porque, con todo, o con ello, con estos temblores los rendidos de dentro sostienen la vida, el rodar del tiempo, el transcurso de un mundo sencillo y sin enredos.

 

Este pasaje obscurecido, con una claridad de día derramada en su inicio y en su término, invariable, acaso solo conjetura una alusión, un consejo, a un ir con los ojos abiertos, a que los pasos, y los minutos, se sitúen en su momento, particular y justo, a no perderlos en su propiedad, dirección y uso. Aquí no importa ser un héroe del diario, un vigilante de la uniformidad de los plazos, un damnificado en una realidad fingida, acostumbrada, o acaso un náufrago acosado por las pleamares de las épocas, un superviviente como un personaje cataléptico de Allan Poe, en las tumbas amparadas por este corredor sombrío, en unos entierros prematuros; no importa quedarse a la zaga de todo o de quienes ya no regresarán a nuestro lado, a su lado, con todos sus pasos de adelanto. Los pasos que no miran atrás.

 

“Porque todavía no había llegado el momento de comprender que la costumbre es falaz y que nuestros pasos mecánicos no nos conducen siempre a la misma realidad; porque ignoraba todavía que la realidad es sorpresiva y, dada la naturaleza de los hombres, a la larga, trágica.” Y de ahí, de su "Sobre héroes y tumbas", ciertamente, Ernesto Sabato condensa este relato en unas pocas palabras que serán por todas. Letras y pasos. Pasos y letras. Alcances o extravíos definitivos.

 

Pasos que no dejan huella, pero los que también nos dirán quiénes y cómo somos.

 

 

“PASOS SIN (+) FIN”

 

F.J. Calvente ©

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