Aquí si es posible, al
atardecer, detener el ocultamiento del sol; incluso sin desearlo, mantenerlo en
el abrupto horizonte, ahí, sigiloso, excelso y ancestral. Aquí es imposible
pasar inadvertido a este ardiente acontecer o acaso suspender: un ocaso del día
que no será como otro, invariablemente único, excepcional por su despliegue,
por un derrame dorado y tardío que pulsa la intimidad con una esperanza de vida;
y se insistirá con que adentro, adentro, adentro..., como una miscelánea de
dagas de luz que penetra la carne, evapora la sangre, deja salir o abre de su
confinamiento a un extraño y en sí al yo verdadero. Es posible este final
hermoso al yacer solo un principio para lo que quieras, para todo. Abiertas las
puertas del cielo, y pasas, y entonces te detienes, en vilo, admirado; porque es
posible, y así sientes, el vértigo que hace abrir más los ojos y tener una
sensación de ingravidez, de volar si pudiéramos saber cómo y qué se experimenta
en la levedad de la tierra, arriba, más arriba, … para asistir, comparecer ante
el lugar donde descansa el sol. Allá descansa el sol. Siempre. Cancha de Almola,
la originaria mesa cósmica desde la que Dios o el demiurgo que sea, dirige y
contempla su creación, y la nuestra; resplandece su presencia majestuosa, tan digno
de ver, pesa su aliento, en este mágico instante que debería aprovecharse para
escribir los relatos, con sus pormenores y ausencias, del día. Nada pasa
inadvertido y todo sucede, en esa languidez azafranada, meliflua por tocarla y
paladearla, quemada, en la que el sol se postra con delicadeza sobre la roca de
todas las rocas, la montaña primera, como un asperjar de polvo de oro que se
asienta en el origen de esta realidad y en la que mañana venga. El color ideal.
La emoción coloreada. La soledad, … no; la nostalgia es la que está coloreada
de crepúsculos. Permanecen abiertas las puertas del cielo, y sigue el
escalofrío conmocionando la física, sembrando y asombrando de tristes entretelas,
la consolidada quimera; esa voluntad orgánica, aglomerada, de cosquilleo, con sensibilidad,
de identificación y regreso; como si a través de este prurito, de este
embelesamiento, pudieran transitarse los pliegues azules del picacho, incendiar
los huecos misteriosos, el hilo para frenar las caídas, las alturas ciclópeas,
y la guía para las simas oscuras y pavorosas, o despejar el vaho pétreo en el
espejo de otros e intrincados vericuetos. Un latido áureo en las entrañas del
observador ahora consciente, merecedor de este atardecer, y con el milagro de detenerlo
para que la vida continúe.
“DETÉN
EL ATARDECER”
F.J.
Calvente ©
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