Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 22 de noviembre de 2020

"DETÉN EL ATARDECER"

 


Aquí si es posible, al atardecer, detener el ocultamiento del sol; incluso sin desearlo, mantenerlo en el abrupto horizonte, ahí, sigiloso, excelso y ancestral. Aquí es imposible pasar inadvertido a este ardiente acontecer o acaso suspender: un ocaso del día que no será como otro, invariablemente único, excepcional por su despliegue, por un derrame dorado y tardío que pulsa la intimidad con una esperanza de vida; y se insistirá con que adentro, adentro, adentro..., como una miscelánea de dagas de luz que penetra la carne, evapora la sangre, deja salir o abre de su confinamiento a un extraño y en sí al yo verdadero. Es posible este final hermoso al yacer solo un principio para lo que quieras, para todo. Abiertas las puertas del cielo, y pasas, y entonces te detienes, en vilo, admirado; porque es posible, y así sientes, el vértigo que hace abrir más los ojos y tener una sensación de ingravidez, de volar si pudiéramos saber cómo y qué se experimenta en la levedad de la tierra, arriba, más arriba, … para asistir, comparecer ante el lugar donde descansa el sol. Allá descansa el sol. Siempre. Cancha de Almola, la originaria mesa cósmica desde la que Dios o el demiurgo que sea, dirige y contempla su creación, y la nuestra; resplandece su presencia majestuosa, tan digno de ver, pesa su aliento, en este mágico instante que debería aprovecharse para escribir los relatos, con sus pormenores y ausencias, del día. Nada pasa inadvertido y todo sucede, en esa languidez azafranada, meliflua por tocarla y paladearla, quemada, en la que el sol se postra con delicadeza sobre la roca de todas las rocas, la montaña primera, como un asperjar de polvo de oro que se asienta en el origen de esta realidad y en la que mañana venga. El color ideal. La emoción coloreada. La soledad, … no; la nostalgia es la que está coloreada de crepúsculos. Permanecen abiertas las puertas del cielo, y sigue el escalofrío conmocionando la física, sembrando y asombrando de tristes entretelas, la consolidada quimera; esa voluntad orgánica, aglomerada, de cosquilleo, con sensibilidad, de identificación y regreso; como si a través de este prurito, de este embelesamiento, pudieran transitarse los pliegues azules del picacho, incendiar los huecos misteriosos, el hilo para frenar las caídas, las alturas ciclópeas, y la guía para las simas oscuras y pavorosas, o despejar el vaho pétreo en el espejo de otros e intrincados vericuetos. Un latido áureo en las entrañas del observador ahora consciente, merecedor de este atardecer, y con el milagro de detenerlo para que la vida continúe.

 

 

 

DETÉN EL ATARDECER

F.J. Calvente ©

 

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