“El viejo río fluía a la caída del día en todo su cauce, después de siglos de servicios prestados a la raza que poblaba sus márgenes, en la tranquila dignidad de un curso de agua que lleva a los confines de la Tierra.” Al borde de la pequeña y ensortijada carretera, oímos un desabrido rumor que no era de la tormenta, o quizás sí lo era, un ininterrumpido cuchicheo de frenética huida de sus aguas caídas. Al momento, la espectacular visión de la cola de un animal mitológico que jadeaba en la grisura y frialdad de este día de otoño, como si al atravesar las nubes sólidas de la tierra también lo efectuase en las de arriba, con un temblor originario y continuo que unía o atraía el cielo a un fascinante averno de vértigos y caprichos. El riachuelo bajaba furioso de la Cancha de Almola, atravesando unos preámbulos, menores, a las embrujadas formaciones kársticas de Los Riscos de Cartajima, primero, y de Júzcar, a continuación. Un laberinto de erosionadas calizas con una retórica persistente de los tiempos. Un barroquismo pétreo de surrealismo mágico, complicado, por sus múltiples anillos y trayectorias de unos esponsales eternos. Una literatura compleja en la Sierra del Oreganal, escritas con una tinta de plata arrojada con furia de las alturas más altas que aquellas lapidarias; y leídas como un intrincado poema, del que sin saber cómo nos arrancaba allá y acá unos pálpitos de trascendencia, unos latidos de existencia, en un papel de formas excéntricas. Al unísono pensamos en nosotros, no uno en el otro, sino cada cual en sí mismo. Porque el río nos simbolizaba, desde ese bello salto, a nosotros en nuestra realidad, invariablemente presente, en absoluta pasada; y aunque el agua fuese la misma para ambos, admitía para cada uno esencias propias, nuestras particularidades o peculiaridades, con nuestros destinos que transitaban ya más diáfanos, si bien no lográramos jamás entenderlos, llevados por la corriente muy, muy lejos. Será por esto entonces que aquel nos ayudaba a oír en su sesgado chorro, a escucharnos en él; pero aportaba también unas sentencias que nos aterrorizaban, como un eco en su transcurso hacia abajo, a las honduras de los picachos, al obscuro fondo del valle, por donde se uniría al Genal…, al mar. Traía la vislumbre de la corriente algo especial, algo desconocido, pero a lo que esperábamos, por su magnetismo y encanto, en la placidez de una epifanía que nos hacía inmortales. Admirados. Verídicos. Fue reparar en la quebrada catarata, de hecho, al riachuelo, y corroborar que siempre lo percibiríamos como una dinámica fundición de espejos que iba y no regresaba por un alambique de las estaciones inmemoriales. Quién sabe si por esta comparación, por esta metáfora de una nostalgia abstracta, este reguero que hoy lo es, ayer por turnos, y mañana tal vez, como un fénix líquido que resucita de sus cenizas rocosas con una imaginería fantástica, promiscua, de más recuerdo que permanencia, en su caudal de azogues nos hemos descubierto a nosotros, hemos avistado nuestra vida allí reflejada con diamantina claridad e incluso con algarada. Una mirada, un encuentro que, aunque inéditos como el arroyo, aún más persistente que las rocas que lo resisten. Y al igual que las letras de Joseph Conrad que abren este testimonio, resonaron otras de Haruki Murakami que penetraban en nosotros y nos cosían a todo, con uno de esos líquidos hilos que inventaban la cascada: “Tu corazón es como un gran río crecido tras un largo período de lluvias. Los postes indicadores del camino están, todos sin excepción, sumergidos en la corriente, o tal vez hayan sido arrastrados a otro lugar oscuro. Y la lluvia sigue cayendo torrencialmente sobre el río. Y cada vez que veas en las noticias las imágenes de unas inundaciones pensarás: «Sí, justo. Ése es mi corazón.” Llovía. Reemprendimos el camino. Con el corazón henchido por un privilegio de ver y sentir la vida correr.
“LA VIDA CORRER”
F.J.
Calvente ©
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