"Sí,
a veces hay que buscarse
en las "afueras de fuera",
para mejor encontrarse...
con el que antaño se fuera.
Sí,
a veces hay que marcharse,
perderse para encontrarse,
alejarse del camino
y volver acompañado...
de uno mismo."
Escribe Francisca Ben-Mizzián Palma, la poeta, este "Para mejor encontrarse", 12 de un "Entremedio, y entretanto..." Inspirado, según ella, en composición fotográfica y texto de F.J. Calvente, es decir, yo, o acaso de "Alguien, cualquiera". Más que inspirado, entiendo, y no por aquello de "El poeta es un fingidor..." de Fernando Pessoa, porque Paqui, la amiga, es sincera, honesta con requerimiento casi marcial, aventurera más que osada, sino que lo fue, el poema, más que por su numen, alentado, vaciado, dado alas o respirado; o en lo que viene a ser de una reflexión entresacada, de una impresión arrancada de su interior, donde siempre había estado, latente, durmiente, expectante, para de esta manera arrojarla a los tiempos y afuera.
Y ahí, "fuera de las afueras", busco la soledad en su esencia o en la inquieta nostalgia de cuando lo fue todo o cuando comenzó todo. Con miedo, bastante, por una rara confusión, o por un metafísico desarraigo. En la calle, no es noche o lo es casi completa, o no he salido de mi noche, como el título del libro de Annie Ernaux que el otro, el que firma más abajo, acaba de leer ahora, al marcharme o alejarme o huir, incluso de mí mismo, ... de mi hogar o de una desangelada habitación en la que me siento un intruso, un "okupa" de su orfandad. O conforme a lo pensado o experimentado frente a una ventana tras la que miraba, con dificultad por unos cristales cada vez más opacos por mi vaho o por una exhalación de la helada, la identidad, raíz, piedra, memoria y costumbre, advirtiéndolos apáticos o reflejados en un decorado de cíclico conformismo y adulterado por otras modas, inercias y acuerdos ajenos tomados de antemano, como quien mira, impasible o gélido, un lienzo de una naturaleza muerta, entretanto da la espalda a un vano abierto a una rutilante primavera. Al otro lado de unos versos.
Y a este lado, para restaurar mi exigencia a estar solo, una ansia de búsqueda de compañía conmigo mismo, de una soledad cómplice y sencilla. Probablemente viéndome o de hecho estando en la calle, afuera, en la noche porque el día había terminado o no podía escribirse más en él o en la espera de un amanecer cuando trajese la posibilidad y no paradoja del nacimiento de un nuevo mundo o de una realidad ensoñada. Entonces pensé o moldeé la inspirada metáfora, o quién sabe si alentada, por la lectura de un libro anterior al mencionado de Ernaux, "Metafísica de los tubos" de Amélie Nothomb. La muerte como la soledad, "terrible y tentadora". Establecí la alegoría desde mi adentro afuera, en la calle, en la noche, como un hito de mi peregrinación o búsqueda, una baliza del único camino iniciático para mí y para ninguno de los "yo es otro". Y me dije en pie frente a la ventana que miraba a otra Puerta de Almocábar de las murallas de Ronda, o en una calle adoquinada en la última noche del universo conocido, con los bártulos asidos por unos brazos caídos, aquellos que consideré de indispensables para la existencia que aconteciera o a los que tiraría en la primera papelera que me encontrará en la primera esquina: La soledad es un ensayo de la muerte... Del mismo modo, o al hilo, no hablaba de Eurídice y ni tan siquiera de Orfeo en su mito, ni yo en el papel del último o Ben-Mizzián de la otra, de la noche con sus estrellas y entretelas, del día con su esperanza o maldición...; porque más que una cuestión de amor, quizás lo sea de una nostalgia herida para así marchar incluso al infierno, al inframundo, a ir más allá de la muerte, en pos de recuperar una compañía que nos hacía, que me hacía un ser entero y verdadero.
Marcharse, perderse, alejarse... para buscarse, inquirirse, encontrarse, "y volver acompañado de uno mismo." De esto se trataba, se trata, porque tampoco sé si me fui o aún no me he ido, frente a la ventana de mis días o definitivamente en la calle. Quizás regresando de aquella fuera de las afueras, en estos instantes infinitos o tras una eternidad duradera, en pleno día y acompañado, cogido de la mano de mí mismo o de aquel niño que fui, sonriente, íntegro y soñador, trasparente, al que abandoné en esta carrera detenida de conquistas sociales y materiales. Alguien al que en todos estos años, siglos, tantas veces me llamó y al que tantas veces desoí, desvaneciendo su alma entre ruidos, a su susurro de belleza por lo mucho que me había echado de menos. Y del que tengo la necesidad perentoria, por vital, en estos tiempos de zozobra, también de cansancio, a buscarlo, a integrarnos, para estar en soledad conmigo mismo.
"COGIDOS DE LA MANO"
F.J. Calvente.
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