ENCRUCIJADA EN LA LLUVIA
F.J. CALVENTE
Quiero salir, pero no salgo.
Estoy fuera, pero no abajo. En el balcón o en un intermedio, entre una
posibilidad posible o esta imposible perspectiva. Hierros negros limitan el
vacío. Veo la calle, el día, este sábado, los embates de un otoño decidido,
riguroso, exigido a su precepto. Un poco arriba, suspendido, yo, pero no abajo,
en la calle. La Alameda. La voluntad de ir a ella, los lloros previos que
demoran mi pretensión. Veo. Detenido ante la encrucijada. Siento el frío de los
fierros, los muchos yerros del pasado que ahora no advierto como verdaderos.
Límites y avanzadillas. Retrocesos. Cierro los ojos. Inspiro el hálito de la
mañana, mañana ya avanzada, moribunda. Huelo a tierra mojada, a siembras y
recolecciones al mismo tiempo, e imagino los suelos roturados como las arrugas
de los tiempos que cruzan mi cara, o igual a esas imperturbables líneas de mármol
de la Alameda, o de los bordillos de esta travesía de San Francisco de Asís, términos
precisos, necesarios para el equilibrio. Mis pies se hunden en la tierra de la evocación.
Barros. La nostalgia es una arena movediza, asentada entre los lodos de la
existencia. Un instante, y otro, y otro más… Pero esta reunión de instantes
crea, bien es verdad que no aquello de un lapso concreto, probado, izado ya en
recuerdo, tejido con el tañido de las resonancias en recónditos pliegues de mis
adentros, de los intangibles, de los sensibles, edifica en esta visión desde mi
mirador, lo siento, otro instante para en seguida deshacerlo. Otro instante acicalado
con el color del cielo, de cenizas, desánimos, sigilos contrariados. Un
pensamiento cruza igual de raudo mi mente, o refleja aquí una de aquellas vibrantes
resonancias, ecos del alma. Acaso sea este lo importante, el instante, el
momento, o la logia de los instantes, de los momentos, uno, y otro, y otro más.
Me pregunto por qué, obviando que lo sé. La belleza se modela de instantes,
cristalizándose para arrancar de ellos mismos la luz con la que esplenden la
fugacidad, que no es causa sino efecto, una fugacidad en la que se expande el
Universo, infinito, infinitesimal. Magia. Sueño. Entonces abro los ojos. Un
instante, cae un pentagrama de uno de los árboles, una hoja que se viste de un
ocre inaugural, y otra, y otra más, insólitas en la enormidad verde, mixtura de
verdes umbríos y de níveos verdes, como el océano de otoño en la refracción de retraídas
brazadas de sol tras el nublado. Y otro instante, fusilazos de sombras plomizas,
desaguadas por la deprimida cal de las paredes, muros húmedos que vierten en
las piedras hermanas de la calle la lápida grisácea del cielo, paredes
franciscanas, una, y otra, y otra más, serenas, de sencilla geometría, amables.
Tejados que espejean el otoño. Y otro instante más, acompasadas lágrimas, tímidas,
lloran las nubes, de rápida enseñanza, de arrastres, con vocación de
inmensidad, piélagos futuros. La primera gota cae en mi ojo, reunida a otras
con sabor a mar y a ternuras; otra en los labios, una invitación al silencio, la
insistencia de oír el momento, o los momentos. Instantes. Bellos instantes o la
métrica de la Belleza. Instantes en la encrucijada, transgrediendo cuanto
verdadero acopia el pasado, al pie de la Alameda, en mi balcón, solvencia del
presente, en mi casa, dentro pero también fuera. Instantes que dicen: “Chissssshh… estoy escuchando la lluvia”.
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